Roman Muradov
Ver
la caída de la antigua ciudad de Alepo ha sido intolerable. Según informes, los
civiles que sobrevivieron semanas de intensos bombardeos han sido masacrados
por las fuerzas del gobierno de Asad mientras huyen de la zona de batalla; a
algunos les han disparado en persecuciones casa por casa. Miles más están
atrapados sin comida, agua ni refugio. “Este es un mensaje de alguien que dice
adiós y que podría enfrentarse a la muerte o a un arresto en cualquier
momento”, escribió un médico en un servicio de mensajería. Las Naciones Unidas
catalogaron como un “colapso total de humanidad” a la catástrofe.
Las
fuerzas de Asad están cerca de retomar Alepo, la última ciudad importante que
no está en manos del gobierno. En 2011, el presidente Bashar al Asad ignoró las
demandas de manifestantes pacíficos y desató una guerra aterradora contra su
pueblo. Más de 400.000 sirios han sido asesinado mientras millones más han
escapado a través de fronteras regionales y hacia Europa.
Sin
embargo, Asad jamás pudo haber prevalecido sin el apoyo del presidente ruso
Vladimir Putin y, en un menor grado, de Irán. Esa es una verdad que el
presidente electo Donald Trump, un defensor de Putin que está rodeándose de
colaboradores que también son simpatizantes del Kremlin, no puede ignorar.
Durante la campaña presidencial, Trump alabó a Putin por ser “un mejor líder”
que el presidente Obama. Este sería un buen momento para que le recomiende a
Putin acabar con la masacre.
Las
acciones sangrientas de Putin —el bombardeo de vecindarios, la destrucción de
hospitales, la negativa a permitir que civiles reciban alimentos, combustible y
suministros médicos— violan la ley internacional. El martes, en el Consejo de
Seguridad de las Naciones Unidas, Samantha Power, la embajadora de Estados
Unidos en las Naciones Unidas, les dijo a Asad, Rusia e Irán que habían puesto
una “soga” a los civiles de Alepo y que “debería darles vergüenza. En vez de
eso, todo parece indicar que se están envalentonando”.
Al
comienzo del conflicto, cuando la diplomacia en el Consejo de Seguridad pudo
haber obligado a que Asad se comprometiera a hacer acuerdos políticos y
previniera la guerra, Rusia utilizó su veto para protegerlo de las críticas y
las sanciones. Para octubre de 2015, cuando parecía que Asad estaba perdiendo,
Rusia envió jets y tropas, y se convirtió en combatiente activo en nombre del
gobierno contra los rebeldes, incluyendo aquellos que habían sido entrenados y
auxiliados por Estados Unidos y los países árabes. Hezbollah, respaldado por
Irán con armas y dinero, también ha sido un activo vital para el régimen de
Asad ya que, según fue reportado, ha desplegado por lo menos 5000 combatientes
en Siria. El caos ha permitido que el Estado Islámico establezca una sede en Siria
y se convierta en una grave amenaza terrorista.
Después
de pedirle a Asad que se hiciera a un lado en 2011, Obama jamás fue capaz de
lograrlo, y puede que eso jamás haya estado en su poder, por lo menos bajo un
costo aceptable para el pueblo estadounidense o el Congreso, que se ha rehusado
a autorizar una acción militar contra el gobierno de Asad. Obama, reacio a
aprobar intervención militar directa, contuvo el apoyo a los rebeldes y tuvo
problemas para convertirlos en un frente de batalla efectivo.
Obama
trabajó con Rusia para eliminar la mayor parte de las armas químicas de Asad en
Siria. Pero otros intentos de cooperación —en especial la búsqueda de un
acuerdo político que terminara la guerra civil y permitiera un enfoque
unificado para luchar contra EI— han fracasado. Quedan pocas dudas de que Putin
utilizó la diplomacia como un amago para permitir la victoria militar de Asad.
El
martes, Rusia y Turquía negociaron un cese del fuego que iba a permitir que
miles de civiles y combatientes se fueran de Alepo. Pero el miércoles continuó
el bombardeo por parte de las fuerzas pro-Asad contra un número cada vez más
escaso de personas en la ciudad. ¿Cuándo se detendrá? Eso depende de Asad,
Putin e Irán.
(THE
NEW YORK TIME/ EL COMITÉ EDITORIAL /15 de diciembre de 2016)
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