Para Verónica Celestino. Gracias por la
abstinencia.
Antonio había sido narco
pesado. Todo el sur del estado había mantenido bajo su control. Pero tuvo que
salirse de ahí por viejas pugnas entre los grupos del cártel y por problemas
familiares. Débil, solo, con pocos recursos y con esa tos perruna que parecía
nacerle desde los talones, se dedicó al negocio de las drogas con una
discreción de hormiga y en pocas cantidades.
En sus tiempos dorados, había
conocido a los jefes de jefes: sembró mariguana en el valle, unas doscientas
hectáreas, para el patrón, y anduvo en avionetas y helicópteros revisando sus
aposentos en la serranía y el traslado de paquetes de yerba, manejó armas
cortas y automáticas y estrenó su Kalashnikov en un enfrentamiento con policías
antinarcóticos. Un día supo que lo querían quebrar. Dio con el hombre que lo
había dicho. Cuando lo tuvo enfrente le dijo, sobando la cacha de su cuarenta y
cinco, andan contando que te quieres morir. El hombre tembló, se quedó
acuclillado y enmudeció.
De estirpe sangrienta, pasó
de todo. En tierra de gringos llenó patios, cocheras, camionetas y tráileres de
mota y la distribuyó. De regreso, las pacas de billetes verdes apenas cabían en
el cámper. Jaló el gatillo cuando los gatilleros de narcos enemigos lo hicieron
y vio cómo caían, cual monitos de verbena, amigos y desconocidos. Le entró a
las tracateras con militares y federales, y hasta le volaron media mano en una
de esas refriegas.
Ya traía su pelo blanco, con
las nubes del verano en su cabeza y bigote, y en esa barba rala y descuidada y
espinosa. La manecilla grande del reloj dibujó en su cara rayas oscuras y
hondas. Encorvó su silueta e hizo lentos sus movimientos. Ya no andaba armado.
No a simple vista. Disimulaba bien sus actividades ilícitas: desfajado, con el
garbo como un mero acto de nostalgia, su cachucha blanca con rojo y sus lentes
bifocales. No era tan viejo, quizá unos sesenta. Pero la vida le estaba
cobrando caro sus afrentas, su gatillo suelto, la farra y las putas y uno que
otro toque y pasón: había pasado varias veces la raya del horizonte y a qué
precio.
Aun así tenía su toque, su
estrella, su magia. Cuando uno de los jefes salió de la cárcel y todavía había
carteles con la leyenda Wanted en el lado gringo, una de las primeras cosas que
hizo fue buscarlo. Claro que me acuerdo de tí, hay que hacer negocios. Se
estrecharon la mano y se perdieron entre el monte. Cada quien por su lado.
Se sintió poderoso, como
cuando pronunció aquel dicen que te quieres morir. Por eso se le hizo fácil
regresar a su tierra, a sus aposentos. Fue como los paquidermos: vuelven a su
tierra para morir. Que lo levantaron, lo tiraron por ahí. Pero nadie lo
encuentra.
(RIODOCE/ COLUMNA “MALAYERBA” DE JAVIER
VALDEZ/ 7 agosto, 2016)
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