“No lo olviden”, dice una línea en el libreto
de una influyente obra musical de los 60 en Broadway, “hubo una vez un lugar
que por un breve instante de luz fue conocido como Camelot”. Síntesis de la
magia y la leyenda, desde ese castillo el Rey Arturo y los Caballeros de la
Mesa Redonda libraron las batallas más difíciles contra los bárbaros, y desde
que a la Presidencia de John F. Kennedy se le llamó la de los mil días de
Camelot se convirtió en metáfora de líderes cuyo carisma escondía la realidad.
La
Presidencia de Enrique Peña Nieto tiene analogías con el periodo corto de
Kennedy en la Casa Blanca, a quien su asesinato opacó el juicio histórico de
gobierno, mientras que a Peña Nieto, ante el cruel vigor de las redes sociales,
el juicio es en tiempo real.
Carisma
no suple la eficiencia, pero cuando se agrega la soberbia, es como suicidarse
políticamente.
Peña
Nieto se encuentra en esa ruta, revolcado por un remolino del cual no puede
salir, que lo muestra con una personalidad radicalmente distinta a la que tenía
antes de llegar a Los Pinos.
Aquel
político confiado en sí mismo, seguro de sus acciones, ejecutivo y líder, es
hoy todo lo contrario.
Fue
patético escucharlo decir la semana pasada al presentar al nuevo secretario de
la Función Pública “ya sé que no aplauden”, y lo volvió instantáneamente en
mofa nacional y mundial.
Esperar
un aplauso de la prensa es un sin sentido, pero más allá de lo anecdótico de la
frase, el sólo pensarlo refleja otras cosas.
En
Peña Nieto hay frustración y mal entendimiento sobre el papel que juega.
La
coreografía de los eventos políticos cuando era gobernador y candidato, junto
con un carisma irradiante ante multitudes que se enamoraban de él cuando el
escrutinio público aún no mostraba sus debilidades, no era realidad.
Servía
con fines propagandísticos y electorales. Pero cuando piensa que él crea esa
realidad, es buscar el Camelot perdido.
Cada
vez que Peña Nieto choca con la realidad, corre al Estado de México, donde la
coreografía y la simulación le devuelve el espíritu.
Aquí
sí me quieren, dijo hace pocas semanas en un evento. ¿De verdad? ¿en el resto
del país no?
El
carisma no se construye, se nace con él. Peña Nieto no lo ha perdido, pero lo
tiene opaco.
Se
lo manchó el escrutinio público que nunca tuvo en el Estado de México y quizás,
porque sus acciones lo demuestran, jamás cruzó por su mente encontrarse en este
momento.
La
soberbia le jugó la mala pasada. ¿En dónde se puede encontrar esa primera
pincelada de soberbia que le impidió pensar con claridad a dónde se estaba
metiendo?
Muy
probablemente, si se juzga retrospectivamente, cuando adquirió junto con su
futura esposa la casa en las Lomas de Chapultepec a nombre de Angélica Rivera.
Peña
Nieto era gobernador del Estado de México en ese tiempo y el aspirante más
fuerte a la candidatura presidencial del PRI.
El
agente inmobiliario e hipotecario en esa operación fue la empresa Higa,
propiedad de su amigo y compadre Juan Armando Hinojosa, que al haber recibido
multimillonarios contratos en el estado de México y Nuevo León –donde el
gobernador Rodrigo Medina tenía colaboradores muy cercanos que son primos de
Peña Nieto-, configuró la imputación que hoy se le hace de conflicto de
interés.
Muy
poco conocido sobre ese episodio son dos hechos.
El
primero, que Peña Nieto se oponía en un principio a que Rivera, quien insistía
en la casa, la adquiriera.
Personas
que los conocen recuerdan que la discusión fue muy fuerte. El segundo, el más
relevante, una vez resuelto ese pleito, Hinojosa le pidió que no pusieran la
casa a su nombre.
El
constructor argumentaba que si su nombre aparecía podría llegar a tener
problemas y, además, que podía meterse él mismo en un problema.
Peña
Nieto rechazó su petición de ponerla a nombre de un fideicomiso, con el
argumento que él era de todas sus confianzas. La soberbia no paró ahí.
La
casa tampoco hubiera atraído el ojo público, de no haber abierto sus puertas en
mayo de 2013 a la revista española ¡Hola!, especializada en temas de la realeza
y la alta sociedad, en lo que presumió en su portada como “la primera
entrevista” que ella concedía. Tampoco vio Peña Nieto ni nadie en Los Pinos lo
que ello significaría. Oropel. Vida falsa.
La
ilusión del Jet-Set. Todo México y el mundo a sus pies.
En
junio del año pasado, la primera dama volvió a abrir su intimidad, ahora en Los
Pinos, a la revista “Marie Claire”, que publicó un reportaje de 22 fotografías
de ella y su hija Sofía Castro.
Hoy
en Los Pinos no buscan quién provocó que empezara el escrutinio público, sino
quién se las paga.
Esa
salida busca venganza, no lleva a la autocrítica.
Es
la búsqueda incesante de ese instante de luz que fue Camelot, sin entender que
la realidad de los mortales, no es la que han vivido en la burbuja que es Los Pinos.
Los
aplausos van a escasear todavía más; el escrutinio aumentará; la credibilidad
se desvanecerá.
El
presidente crecerá frustrado, amargado, sintiéndose incomprendido hasta que
comprenda, objetivamente, lo que hizo y provocó.
Esto
no cambiará las cosas ni resolverá sus problemas. Pero por lo menos, habrá
tocado fondo.
(ZOCALO/
COLUMNA ESTRICTAMENTE PERSONAL DE RAYMUNDO RIVA PALACIO/ 09 DE FEBRERO 2015)
No hay comentarios:
Publicar un comentario