Para
Miriam Flores: monja irreverente y malayerbera
El
morro la invitó a salir y ella, de recorridos anchos por esas calles enlomadas,
dijo que sí antes de que él terminara la frase. Salieron a escondidas: el padre
de ella era un matón y formaba parte de una célula del narco que controlaba esa
y otras zonas de la ciudad, cuyo jefe era un hombre que no tenía dedos sino
gatillos y un cañón siete punto sesenta y dos.
Fueron
al cine y luego por ái. Ella volvió tarde a su casa y al otro día la abuela le
preguntó. Ella contestó que se había entregado a ese morro que trabajaba en la
gasolinera, pero que lo había hecho porque le gustaba, la trataba bien y además
la miraba y le hablaba de una forma muy especial. La señora pujó y solo aguantó
dos horas para contárselo al padre.
El
sicario se lo dijo a su jefe. Patrón, quiero ir por él y matarlo. Le explicó
por qué: había sido llevada con engaños y ella apenas tiene dieciséis. El jefe
asintió. Hizo una señal y diez hombres armados ya estaban instalados en dos
camionetas con los chanates y los cuernos, empecherados y abastecidos. Vamos
por él. Lo encontraron en el trabajo y con un gancho al hígado lo doblaron. Le
metieron a la cabina y ahí le iban mentando la madre y anunciándole que esa era
la sala, el comedor, el patio trasero, porque adelante, más adelantito, lo
esperaba la muerte.
Vueltas,
brincoteos, sonidos de camiones de carga que frenan con el motor. Quince
minutos de un pavimento herido por las lluvias. Luego el silencio: el eco
pichicatero de algo que parecía bodega, un cuarto grande. Bájenlo, siéntenlo
ahí. Atado. Dos golpes más en los costados. Luego un sonido de taladro de
odontólogo. Quemaduras en la panza, el cuello, el pecho. Toques eléctricos.
No
le preguntaban nada, solo le decían que lo iban a matar por haberse llevado a
esa jovencita. Los parientes del morro se enteraron. A sus veinte años
esperaron lo peor: hombres armados más levantón es una ecuación cuyo resultado
es un cadáver en el panteón clandestino La primavera, donde siempre es otoño y
baldío.
Llamaron
a la policía, a los amigos narcos, al vecino gatillero, al primo jefecito de
malandrines de barrio, al conocido que la hacía de cabrón, al presumido que
decía que era pesado, al compañero de trabajo cuyo tío conoce a uno que anda en
la clica y es medio entrón. A todos. Y nadie les daba razón.
Dieron
con él porque fueron muchas las llamadas y de múltiples remitentes. Luego de la
paliza y lo oscuro que se ve desde el otro lado de los ojos vendados, el chavo
ya no sintió nada. No lo encontraron en despoblado, sino en la policía. El comandante
le dijo aquí está su hijo, dígale que le baje de güevos y no ande de gañón.
(RIODOCE/
Columna Malayerba de Javier Valdez/ Septiembre 21, 2014)
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