Era
un fiestononón. Y él, con su fama de bailador, no podía faltar al rancho Las
Alamedas. Su propietario, el Mayo Zumbidos estaba de plácemes, pues era su
cumpleaños. Todos ahí en El Salitre, conocían de esas fiestas del Mayo: banda,
grupo de música norteña, pisto y comida abundante, de a sincho. Sábado en el
pueblo. Expectación y alegría por el festejo. Las mejores ropas, el pantalón de
mezclilla de los domingos, huaraches nuevos. Las mujeres con su peinado, con
esos vestidos de olanes y largos, y los zapatos que solo sacan cuando hay baile
en el rancho. Desde temprano las troconas del año rondando por el lugar. Las
camionetas de la policía, incluyendo a los de la partida local, se reportaban
con el patrón para felicitarlo. El cumplido les era correspondido con el
respectivo fajo de billetes. Era una fila impresionante para abrazar al
cumpleañero. Los que permanecían sentados estaban esperando que fueran menos
los de la cola. Los que estaban en la cola deseaban llegar a apretarle la mano
al Mayo y palmearle los hombros, que es como se abrazan en los ranchos. Y ya
con la música y la comida servida, empezó el borlote. Ramón, el que fue síndico
de El Salitre y famoso por su capacidad para mover pies y caderas a la hora del
bailongo, estaba que no cabía en su silla. De un lado su mujer, del otro los
hijos. Frente a él, en la mesa del otro lado, Felipe, su contrincante de baile,
pero siempre vencido. El Mayo se dirigió a ambos con la mirada y luego se
acercó. Ambos se pusieron de pie, en posición de firmes, como para recibir
instrucciones. Los tres hicieron una bolita y les lanzó el reto: un millón de
pesos, de los viejos, al que aguante más. Así que les brillaron los ojos. Les
pusieron alas a sus pies surcados por la tierra y el viento, envueltos en
huaraches seminuevos. Se pararon en medio de las mesas y de las decenas de
invitados para empezar la apuesta. Primero la tambora con El sauce y la palma,
El sinaloense, Caminos de Michoacán, El quelite, El manicero, La loba del mar y
otras. Luego el grupo norteño: Camelia la tejana, Las nieves de enero, Nocturno
a rosario, La banda del carro rojo. Y así se fue la fiesta. Nadie paró de ver a
los que no paraban de bailar ni de escuchar la música que no dejaba de sonar. Y
llegó la media noche. Más lentos. Más rápido. Pies cansados, arrastrándose a
veces en la tierra muerta. Rostros cansados. Las dos de la mañana y menos
invitados, pero presentes la mayoría, todavía dispuestos a ver el desenlace.
Los bailadores seguían ahí, mirándose a veces y agarrando viada solos para
conservarse en pie. Los gritos de algunos familiares sirvieron para animarlos.
Los cambios de música y de ritmos los despertaban a las tres de la mañana. Ya
eran diez horas de baile sin descanso. A las cinco ya no podían. El manicero parecía
pordiosero y se marchitaban el sauce y la palma, junto con aquellos movimientos
que habían dejado de lucir. A las seis, en medio de botes de cerveza y platos
de comida desperdiciada, Felipe cayó al suelo. Cerró los ojos como para no ver
su derrota. Estaba dormido y muerto de cansancio. Sus pies ya no tenían alas ni
sentían el suelo. Así que Ramón se detuvo con aquella escena, victorioso. Lo
alcanzó la maleta de uno de los ayudantes del Mayo, quien ya no se quiso
levantar de lo borracho y amanecido. Entreabrió el estuche y alcanzó a ver los
billetes acomodaditos. Apenas los rozó la primera luz solar. Y Ramón había
ratificado su fama de bailador.
Columna
publicada el 31 de diciembre de 2017 en la edición 779 del semanario Ríodoce.
(RIODOCE/ JAVIER VALDEZ/ 4 ENERO, 2018)
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