Implacable, el
sacerdote miraba a las mujeres y parecía traspasarlas con ojos de rayos equis.
De arriba abajo y de abajo a arriba. No era la mirada lasciva, esa que
escudriña más allá de los linderos de las prendas exteriores e internas. Era el
censor: ese que revisa, aprueba y desaprueba, da el paso o lo impide, desde el
púlpito, el escalón superior, encima de los hombros y con esa atmósfera de
superioridad, de enviado y representante celestial.
Esta sí, está no,
parecía decir a la entrada de la iglesia. Entre el empedrado que recordaba la
vida rural de sus habitantes, y el asfalto que avanzaba como nube negra e
invasiva, le llegaban hombres con sombrero, amezclillados y camisa de seda.
Cinto piteado y botas de cocodrilo, picudas y altaneras. En los estampados de
las camisas de colores chingamelosojos resaltaba la hoja de mota, Malverde con
ese rostro de estatua de plazuela y la virgen de Guadalupe.
El padre asentía.
Reverencia aprobatoria. Pero las mujeres eran víctimas de una severidad de
mármol. Prohibidas, sin decirlo, las faldas cortas. Enseñar la rodilla es un
diosnosagarreconfesados. Prohibida la blusa que enseñe más abajo del cuello. Si
se puede, preferentemente usar el velo. El padre era en ese templo el celador y
la monja medieval, el policía de la moral y el sexo, el juez de los vestidos,
las faldas, los pantalones y hasta el bilé y el rubor.
La exuberancia y
el contoneo no podían ingresar a esa capilla. Tampoco el arreglo de la
cabellera tipo Rarotonga ni el vestido entallado que
enseñe las rutas curvilíneas del deseo ni el bamboleo de las carnes.
Estrictamente prohibido mirar, sonreír, coquetear, saludar de beso, abrazar a
la otra persona si es del sexo opuesto y carcajearse, aunque fuera en el saludo
de la paz o antes de la celebración religiosa.
A la mayoría de
los feligreses les gustaba ese padre, pero hubo quienes renegaron de sus gustos
y se retiraron del templo. Cuando sabían que no era él quien oficiaría misa,
volvían. Conocían sus excesos, esa humillante exhibición pública de rudeza y
poder: sálgase, gritó varias veces, con el brazo extendido y el dedo de fuego
apuntando. Se lo dijo igual a la madre abnegada que ese día llevo una falda con
fronteras en las rodillas, que a la quinceañera que llevaba ese vaporoso
vestido de nube.
Cuando esa mujer
llegó con el escote mostrando el brincoteo seductor de esos pechos blancos,
llamó al monagillo y lo mandó por una manta roja, que cubren los descansabrazos
de las bancas. Lo tomó y se lo puso encima a esa dama frondosa y sus dos nidos
tibios. Y más se encabronaron los vecinos: sabían que en los cuartos de atrás
del templo, el padre le guardaba a los narcos los billetes, cocaína, carros y
mariguana. Esa también la mantenía bien tapada.
(RIODOCE/ COLUMNA MALAYERBA
DE JAVIER VALDEZ/ 19 abril, 2015)
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