Un migrante salvadoreño desapareció en
Tamaulipas en 2011. Su madre comenzó a buscarlo y supo que zetas y policías
municipales lo habían asesinado. Supo luego que lo sepultaron junto con otros
67 cuerpos en una fosa común de San Fernando. Y dice que aun cuando desde 2012
las autoridades mexicanas conocían la ubicación del cadáver, construyeron un
laberinto burocrático para desaparecerlo de nuevo y no entregárselo. Apenas en
enero de 2015 pudo recuperarlo y la semana pasada ganó en la Suprema Corte un
amparo para que sea considerada como víctima
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).-
Aunque vive en El Salvador, la señora Bertila Parada conoce detalles de la
tortura que sufrió su hijo Carlos Alberto en México a partir de aquel 27 de
marzo de 2011, cuando dejó de reportarse.
Sabe que nunca llegó a la
frontera con Estados Unidos y que estuvo a unos kilómetros de la misma, pero el
autobús donde viajaba fue interceptado por Los Zetas y policías municipales a
la altura de San Fernando; lo obligaron a bajar.
Sabe que lo atormentaron
antes de matarlo: a golpes le tumbaron nueve dientes y le destrozaron el
cráneo.
Sabe que en sus últimos
instantes de vida vestía una camisa que no le conocía, unos calcetines y unos
calzones que sí eran suyos, y estaba amordazado.
Sabe que así, con la mordaza,
fue enterrado en una colina donde duró poco más de dos semanas.
Sabe que a su cuerpo, cuando
fue hallado, la Procuraduría de Tamaulipas le asignó el número 3 en la fosa 3
de la brecha El Arenal, del municipio de San Fernando, donde se encontraba con
otros 12 asesinados. Todavía faltaban 44 fosas por descubrirse, de las cuales
fueron sacados 193 cadáveres en el llamado caso de las “narcofosas” o “San
Fernando 2”.
Sabe también que el 17 de
abril lo trasladaron a la morgue de Matamoros y que al día siguiente le tocó
turno para la autopsia.
Mas por decisiones de la
burocracia, su hijo volvió a desaparecer el día que fue sepultado con otros 67
cuerpos en una fosa común tamaulipeca: lo enterraron en la fila 11, lote 314,
manzana 16, del panteón municipal de la Cruz, Ciudad Victoria. Permanecieron
ahí hasta octubre de 2014, cuando fueron enviados a la Ciudad de México.
En abril de 2011, otros 122
habían corrido mejor suerte al ser trasladados a una morgue capitalina, donde
los mantuvieron congelados durante meses; luego los destinaron al panteón de
Dolores.
En la fosa común tamaulipeca,
Carlos Alberto esperó tres años y 10 meses a que Bertila lo rescatara y lo
condujera de regreso a casa. Fueron casi cuatro años de tortura para ella y su
familia, ya no por parte de los criminales, sino de las autoridades mexicanas
que, aun cuando desde el año 2012 conocían la identidad del cuerpo 3 de la fosa
3, lo perdieron en los laberintos de la burocracia.
Bertila sospecha que los
funcionarios lo desaparecieron “a propósito” como represalia por las protestas
que ella hacía desde El Salvador y por el amparo que interpuso en 2013
–promovido por la Fundación para la Justicia y el Estado de Derecho– para que
conservaran su cuerpo y no lo incineraran, como hizo la Procuraduría General de
la República (PGR) con otros migrantes, y también para conocer la averiguación
previa que México abrió por ese asesinato y que le permitirá saber en detalle
cómo y por qué perdió la vida su hijo, al igual que las investigaciones al
respecto.
“Siempre he querido saber
toda la verdad, aunque me duela; por eso he estado luchando. No quiero
enterarme por otros de lo que le pasó; quiero ser la primera en saberlo porque
yo, como todos los migrantes, queremos saber qué pasó a nuestros hijos, al
esposo, a aquel padre que también se quedó en el camino, en un país donde nos
robaron algo, donde nos robaron todo motivo de vivir”, explica.
Al tiempo que expresa esto,
Bertila llora en el jardín de su casa de Sonsonate –construida con paredes de
adobe, techo de lámina oxidada, cables colgantes y, en el jardín comido por las
gallinas, la lona vieja de una aerolínea usada como techo de porche–, donde
muestra las fotos de su muchacho, ora disfrazado de payasito, ora sosteniendo
un diploma escolar, ora en la playa.
Tiene a su lado una carpeta
que el 28 de enero de 2015 le entregó la PGR y que contiene las fotos del
cráneo destrozado y del panteón donde su hijo estuvo como anónimo, así como
algunos de los oficios que funcionarios de Tamaulipas enviaron a la PGR, y en
los que desde 2012 se menciona que debería avisarse a la familia salvadoreña de
la muestra genética 115 que su hijo es el cuerpo 3 de la fosa 3. Una orden que
nadie cumplió.
O quizás, especula esta mujer
a la que la tristeza carcomió sus 56 años de vida, nadie quiso cumplir…
“Aquí estuvo enterrado. ¿Por
qué tanto tiempo sin poderlo traer? En esta colina estuvo”, dice mientras
muestra las fotografías en las que se observa el cadáver en distintas tomas y
la cruz oxidaba que marcaba su tumba cuando llevaba como identidad las señas
“Cuerpo 3, Fosa 3”.
El 28 de enero de 2015, en la
PGR, ella supo esa parte de la verdad gracias a la Comisión Forense instalada
en septiembre de 2013 y que autoriza al Equipo Argentino de Antropología
Forense y a diversas organizaciones de familiares mexicanas y centroamericanas
a trabajar al lado de los peritos de la procuraduría para devolver la identidad
a los cuerpos de los migrantes masacrados en San Fernando (2010 y 2011) y
Cadereyta (2012).
Cuando le entregaron el
cadáver de su hijo menor, pidió a las antropólogas argentinas le explicaran lo
que el maltratado cuerpo denunciaba.
“Yo quería saber cómo había
muerto mi hijo. Cuándo más o menos había sido encontrado. Qué es lo que tenía:
si llevaba documentos, dinero, prendas que podíamos reconocer. Pero no, sólo el
calcetín, el bóxer y la manga larga. Quería saber cómo fue su muerte. Yo me
pongo a pensar en todo lo que vivió en el tormento que sufrió. Yo lo presentía
todo, quería saber cómo fue, por eso les pedí: ‘Contéstenme todo lo que
pregunte’. Me dijeron que la muerte fue un golpe contundente de este lado –dice
mientras se toca la sien del lado derecho–. De eso murió.”
Ese día, en la Ciudad de
México, solicitó ver los restos. Aunque ya eran huesos, ella constató que sí
era él: “Lo reconocí por el físico de la cara, por los dientes que le habían
quedado –muy rectecitos y suavecitos– y los pies, que eran poco anchos. Sí le
pude reconocer eso”.
EMIGRAR PARA SOBREVIVIR
Carlos Alberto abandonó
Sonsonate cuando tenía 25 años porque iba a tener un hijo y quería ofrecerle
una vida digna. No encontraba trabajo, le desesperaba que Bertila vendiera
pupusas en los autobuses para darle dinero, y era amenazado por las pandillas.
Cuando el pollero que lo
recogería en la frontera con Texas avisó que nunca había llegado, Bertila, ayudada
por una sobrina, puso una denuncia en su país el mismo mes de abril y avisó a
la embajada de México, donde, afirma, sólo “se burlaron”, la engañaron diciendo
que lo estaban buscando. No supo entonces ni le informaron del hallazgo de las
fosas de abril.
“Quedamos esperando, pero esa
espera se hizo larga, torturadora.”
Su segundo martirio comenzó
en diciembre de 2012, al recibir llamadas de la cancillería y la fiscalía
salvadoreñas avisándole que las autoridades mexicanas habían encontrado a su
hijo, que lo cremarían y enviarían sus cenizas a casa.
Ella se comunicó con el
Comité de Migrantes Fallecidos y Desaparecidos de El Salvador, que se contactó
con la Fundación para la Justicia, para interponer un amparo a fin de evitar la
incineración.
El último día del sexenio de
Calderón, en diciembre de 2012, la PGR ya había mandado cremar 10 de los
cadáveres hallados en San Fernando (Proceso 1886). Su muchacho estaba en la
lista de los siguientes.
En ese tiempo Bertila comenzó
a armar protestas, dejó de dormir y comer, tuvo deseos de matarse ante la
embajada de México para que le hicieran caso. Salía por las noches a la calle a
esperar a su hijo. Corría cada vez que veía a alguien de cachucha blanca porque
pensaba que era él. Terminó ingresada en un hospital psiquiátrico.
“Fue al año y nueve meses
cuando me dijeron que sí lo tenían ahí, como el 14 de diciembre de 2012. Que
estaba enterrado. Luego, ante mis protestas y el amparo, dijeron que nunca me
habían llamado. Mi dolor para poder enterrar a mi hijo duró tres años 10
meses”, cuenta mientras barajea el expediente, y agrega: “Pienso que las
autoridades mexicanas se negaron a ayudarme. Ellos ya sabían de él, lo
encontraron, ya lo tenían”.
No era la única: También la
familia de Manuel Antonio Realegeño Alvarado –quien estaba entre los muertos de
San Fernando– recibió el mensaje de que lo iban a cremar por motivos de
salubridad.
El 24 de mayo de 2013 el
gobierno mexicano repatrió a El Salvador el cuerpo de Realegeño. A Carlos
Alberto no lo enviaron.
“A la mamá (de Antonio) le
dijeron que su hijo estaba en el DF. No lo habían enterrado. Estaba
refrigerado; al mío lo habían sepultado en Ciudad Victoria.”
Esa fue otra patada en el
corazón.
“Siempre supe que si me
ofrecían las cenizas de mi hijo me podían dar un animal, una persona equivocada
o cenizas de madera, de cal. Ellos querían terminar evidencias, que ahí acabara
todo. El gobierno estaba cubriendo algo, no dice la verdad. No es que yo sea
detective. Como madres armamos nuestra conclusión: se violaron mis derechos
como persona, como ser humano.”
En octubre de 2014, ella y
otras mujeres centroamericanas se reunieron con el entonces procurador
mexicano, Jesús Murillo Karam, para conminarlo a permitir a la Comisión Forense
devolver a sus hijos.
Murillo la miró con sorpresa
y le preguntó: “¿Su hijo todavía está aquí?”. Bertila se dio cuenta de que él
sabía que hacía tiempo había sido identificado.
El 28 de enero de 2015,
cuando la citaron a la PGR, ella tenía la leve esperanza de que el cuerpo que
le entregarían no fuera el de su vástago. Pero al verlo se convenció.
“(La antropóloga) me dio
información bien veraz: que un 99.98% era compatible. Me enseñaron algo de
ropa: alguna que no era de él. Le cambiaron documentos que llevaba.”
La de su hijo era la
averiguación previa 52/2011.
En el expediente se lee la
cadena de torpezas que cometió la PGR y por las cuales Carlos Alberto volvió a
desaparecer, aunque ya estaba identificado.
El 13 de julio de 2012, según
se lee en los folios internos de la PGR 43858 y 54729, se solicita confrontar
los perfiles genéticos de los cadáveres que en noviembre de 2011 había enviado
la procuraduría tamaulipeca contra los perfiles genéticos aportados por El
Salvador el 18 de octubre de 2011 a través de la entonces SIEDO, y cuya misión
estaba a cargo del maestro Guillermo Meneses Vázquez, adscrito a la Unidad
Especializada en Investigación de Secuestros. También, el contraste contra las
muestras de las fosas de “San Fernando, Durango, Guerrero y Sinaloa”.
La conclusión era clara: “Los
perfiles genéticos de las muestras (…) que corresponden a la familia 115 de El
Salvador (…) presentan relación de parentesco biológico con el perfil genético
de las muestras, ‘piezas dentales’ extraídas del cuerpo número 3 fosa número 3,
con clave NN 527, remitido por Tamaulipas”, según firmó el biólogo Adrián
Bautista Rivas.
El 24 de octubre de 2012, ya
con la conclusión en la mesa, se turna un acuerdo que instruye a Fernando
Reséndiz Wong, director general de Procedimientos Internacionales de la PGR,
mandar un oficio a El Salvador para informar que los perfiles genéticos de la
familia 115 presentaban “relación de parentesco, biológico y de las dentales”
extraídas al cuerpo 3 fosa 3, con clave NN 527, inhumado en el panteón
municipal de la Cruz.
En el oficio, Judith Janet
Rueda Fuentes, agente del Ministerio Público estatal, exhorta a Reséndiz Wong,
director de Procedimientos Internacionales de la PGR, a establecer “contacto
con dicho país y estar en posibilidad de solicitar los requisitos indispensables
para la exhumación y entrega de los restos de los cuerpos”.
Pasó noviembre, diciembre,
enero, febrero, marzo, abril, sin respuesta. Fueron los meses en que Bertila
estuvo protestando y cuando el amparo ya había sido interpuesto. Casi a mediados
de mayo, el expediente tuvo un salto.
El 14 de mayo de 2013, el
oficio DAPE/292/2013, firmado por el director de Averiguaciones Previas de
Tamaulipas, Pedro Efraín González Aranda, requiere a Guillermo Meneses,
entonces coordinador de Asesores del subprocurador de la SEIDO, su
“colaboración” y “apoyo” para que realice las gestiones necesarias con el fin
de obtener los datos que correspondían a la familia número 115, por ser
pariente del cuerpo 3 de la fosa 3.
Durante otros ocho meses el
expediente no presentó movimientos.
El 19 de enero de 2015 otro
oficio informaba que el 19 noviembre de 2014 la Comisión Forense por fin exhumó
los restos varados en Tamaulipas, los cuales llegaron el 21 a la capital del
país; 33 de esos cuerpos habían sido exhumados en 2011 y otros 37 en 2014.
Entre ellos iba el de Carlos Alberto.
A finales de enero de 2015 se
lo entregaron.
ÚLTIMAS NOTICIAS
El amparo de Bertila fue
aprobado por la Suprema Corte de Justicia de la Nación, la cual reconoce, por
primera vez, el derecho de familias migrantes a ser aceptadas como víctimas
ante la justicia mexicana, a conocer la verdad y a acceder a las indagatorias
sobre violaciones graves a los derechos humanos donde perdieron la vida sus
parientes, como es el caso de San Fernando. Ella confía en que esta resolución
abra la puerta para que las familias de migrantes encuentren a sus hijos que
quedaron en cementerios clandestinos mexicanos.
El pasado miércoles 2, en la
Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, ella lloraba
mientras escuchaba la resolución de los cinco magistrados al mismo tiempo que
alzaba la foto de su Carlos Alberto.
“Mi hijo estuvo ahí, sentado
conmigo –dice llorando–, y ¡ganamos, ganamos, ganamos! Está más cerca la
justicia, para mí y para todos.”
Sonríe al recordar un sueño
que tuvo los primeros meses en que su hijo desapareció. Estaba ella frente a
cinco hombres vestidos de negro, ante una mesa redonda, cada uno de los cuales
portaba un cartel con la palabra “justicia”. Recordó ese sueño al entrar a la
Suprema Corte.
La Fundación para la Justicia
espera que en la sentencia final se reconozca la calidad de migrantes de las
víctimas, se analice el caso como una grave violación a los derechos humanos,
se reconozca también a las víctimas de desaparición, se analice la
obstaculización a la justicia que representa dividir los casos entre PGR y
procuradurías estatales –como en la historia de Bertila– y que se revise el
trabajo de Servicios Periciales.
“Siempre quise saber la
verdad, siempre he pedido justicia. Que la muerte de mi hijo no quede impune.
Yo quiero saber, porque siento que un día habrá justicia”, señala Bertila
confiada. l
*Este reportaje forma parte de la serie
“Másde72”, con el apoyo de la Iniciativa para el Periodismo de Investigación en
las Américas, un proyecto del Centro Internacional para Periodistas (ICFJ) en
alianza con CONNECTAS.
(PROCESO/ MARCELA TURATI / 10 MARZO,
2016)
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