Miedo en la Tierra Caliente de Guerrero
Disputan la
zona bandas de Arcelia y El Cubo
En los
pueblos agredidos nadie se atreve a hablar, porque "la cosa está
cabrona"
Los
habitantes que se quedaron enfrentan ahora problemas de desabasto
Villa de Hidalgo,
Gro.- “Está todo silencio… Parece que anda de luto el pueblo”, murmura un
anciano con voz apenas audible, como si en esta región abandonada de Tierra
Caliente la omnipresencia de los grupos armados que la mantienen asolada
escucharan cada conversación.
Casi es una certeza
colectiva, porque pocos, muy pocos se atreven a desafiarla para hablar de la
refriega que casi vació ésta y otras comunidades aledañas "nomás del puro
miedo", cuando se oyeron los tronidos de las armas largas.
Por ahora en este
pueblo nadie tiene nombre. "Está cabrona la cosa, mejor así".
Convencidos de que cualquier información les puede costar la vida, se refugian
en el anonimato y omiten ese detalle a los desconocidos. De la violencia sólo
hablan de forma genérica y no identifican a nadie que esté involucrado
directamente en las disputas.
Una semana después,
ahora se sabe, esa violenta mañana del 16 de julio que sacudió toda la
comunidad y sus alrededores no dejó muertos, pero sí terror por tanto disparo
de los hombres que llegaron desde Arcelia.
Cruzaron las
montañas que los dividen para entrar a El Cubo (como se conoce popularmente a
Villa de Hidalgo), primera comunidad del municipio de San Miguel Totolapan.
Ingresaron por la zona conocida como Los Aguerridos, la más agreste de las que
hay, pero la más próxima a Arcelia. Es también el principal acceso a las casas
de quienes –esto es de dominio público– son reconocidos como "líderes
comunitarios" de este pueblo.
Nadie lo dice abiertamente,
ni por asomo, pero en el rompecabezas de esta historia serían las piezas que
vinieron infructuosamente a buscar. No hace falta armar demasiadas conjeturas:
Media decena de
casas baleadas, cristales despedazados, viviendas saqueadas y destrozos en el
interior son los indicios de que indudablemente venían por ellos. No los
hallaron, pero con ese afán se internaron en El Cubo, buscando a los varones
del pueblo durante toda la mañana, desde las siete que llegaron hasta que
terminaron la persecución en la vecina comunidad El Terrero, ya cerca de las
tres de la tarde.
Desde entonces las
calles están "casi sin ningún alma". Muy pocos vehículos circulan y
la gente se asoma sólo lo necesario en busca de los escasos negocios que han
reabierto, pero a los que el desabasto comienza a amenazar. El transporte entre
los dos municipios contiguos está interrumpido tras la incursión impulsada
desde Arcelia, municipio con el que San Miguel Totolapan tiene una extraña
simbiosis.
Arcelia se ha
consolidado históricamente como el centro comercial de la región. Junto con
Ciudad Altamirano, conforman las economías más fuertes de la zona. Por eso la
coyuntura no sólo golpea a El Cubo por el lado de la violencia, sino también
por el efecto de la interdependencia económica que tienen, por el desabasto.
"MIENTRAS ESTÉN LOS MILITARES ESTAMOS
TRANQUILOS"
En el fogón se
cuecen prácticamente las últimas reservas de frijoles de una de las familias
que optaron por quedarse. El suministro alimentario comienza a preocuparlos porque
no hay dónde surtirse, pero es una mortificación mayor que regresen a
balearlos.
"Nada más
oíamos las ráfagas", dice una mujer que sorteó aquel día aterrorizada.
Recrea la historia
que la devuelve a sus temores. No olvida que el asedio de quienes sólo
identifica como "aquellos" se mantiene, aunque por ahora esté
contenido por la presencia militar.
La discreción obliga
a la parquedad y la dispersión. "Estuve así que me ganara el miedo, pero
no nos fuimos", explica, aunque sus ademanes son más elocuentes para
referir la reducida distancia que hubo para que cayera presa del pánico y esto
la hiciera huir, como muchos hicieron.
Sólo la detuvo la
incertidumbre del destino que le deparaba salir por las veredas solitarias que
conectan el pueblo con la cabecera municipal: "¿A dónde íbamos a ir con
tanto niño? Aquí estuvimos hasta la noche, encerradas. Nos vinieron a tocar dos
veces, pero nada que abrimos".
–¿Qué se espera?
–No sé, que Dios
diga. Mientras estén los militares estamos tranquilos y confiando en Dios.
Pocos se quedaron a
desafiar la suerte ante la incursión de la banda proveniente de Arcelia, que
mantiene la disputa del territorio con la organización armada de El Cubo. Hay
añejas rencillas por el control de la plaza y el tráfico de droga en esta región
montañosa, donde confluyen los municipios de Tlapehuala, Ajuchitlán, Arcelia y
San Miguel Totolapan.
Esa mañana se rompió
la tregua que prevalecía entre las bandas de ambos pueblos tras el acuerdo
alcanzado durante la cuaresma de hace un par de años. La violencia que se había
desatado se redujo producto de esas negociaciones. Cuentan que ese día hubo
jaripeo y en ese entorno se pactó poner fin a la escalada de violencia que
había dejado ya varias ejecuciones. Se sentaron las cabezas de ambas partes para
concertar un respeto mutuo y la división del territorio. Un tácito acuerdo de
paz.
Desde entonces a la
fecha las agresiones y asesinatos se apaciguaron, hasta que en meses recientes
resurgió la intranquilidad. Un nuevo suceso alteró la paz de la región, que ha
llegado a los pueblos mediante rumores que se esparcen: la apertura de una mina
en Arcelia de la que se cuenta, casi como una leyenda, sale mucha riqueza.
Nadie sabe qué se explota allá, pero intuyen que es el origen de esta ruptura
que comienza a llegar violentamente a las comunidades.
Hace unos días otro
suceso complicó más la situación: un joven taxista de Arcelia fue detenido por
la Marina; llevaba armas y droga. Este suceso desató el descontento de los
transportistas de ese municipio, que exigían que lo presentaran vivo.
En el conocimiento
de la dinámica del conflicto entre las bandas se daba por hecho que era otro
paso en la escalada de tensión.
En las conjeturas
populares de quienes conocen la región, la intervención de la Marina no fue
ajena a una política de "dados cargados" que tienen las fuerzas
castrenses para combatir la delincuencia.
Algo se descompuso
entonces. Los viejos del pueblo sabían días antes del ataque que algo grande
venía: "Pasaron a avisar".
–¿Quiénes?
–Alguien que conoce;
uno no anda en eso, ni pregunta razones…
En los valores
entendidos de la región, en la forma de entender y sobrentender las cosas se
sabía que algo se había roto y algo estaba por venir.
Era el jueves 11 de
julio. Y el aviso no sólo llegó a El Cubo, también a El Terrero y El Remance,
que fueron las comunidades de las que la gente salió huyendo apenas se
escucharon los balazos el martes siguiente.
Días antes, el grupo
de El Cubo comenzó las previsiones y restringió el paso al pueblo.
"Ándate de
regreso, me dijeron", masculla un hombre ya entrado en años cuyo pequeño
negocio está cerrado, como decenas de ellos en la comunidad.
–¿Por qué?
–Esas cosas no
pregunta uno. La mafia es mafia… mejor se devuelve uno sin averiguar más.
DESPISTOLIZACIÓN FRUSTRADA
La narrativa
colectiva que se puede conformar del conflicto no olvida un detalle: en el
tiempo en que se alcanzó el acuerdo coincidió que el Ejército entró en las
comunidades como parte de una campaña de despistolización de la que obtuvieron
decenas de fusiles, cuernos de chivo y otras armas de alto poder. La región es
también semillero de migrantes y cuando regresan "traen presentes como
esos", justifica un hombre que tampoco se identifica.
"No hubo
detenidos porque los militares advirtieron que no habría consecuencias si la
gente entregaba el armamento por voluntad."
Desde entonces no
había regresado el Ejército, hasta ahora que resurgió la presencia armada.
Aunque con reservas,
las agrupaciones mantuvieron sus actividades de control en la zona y su fortalecimiento.
La inserción en ellas puede ser consecuencia del único atractivo de cargar un
arma, particularmente entre los jóvenes, por tratarse de una forma de
sobrevivir en una zona con escasas opciones o por un infortunio de la vida que
los haga coincidir en esa especie de leva, que suelen realizar, de vez en vez,
las organizaciones.
“Hace poco
levantaron a cinco jóvenes. Se los cargaron y ya andan ahora con ellos. Pues
qué van a hacer; si no, los matan”, dice un político de San Miguel Totolapan,
la cabecera municipal, hasta donde llega el temor y ese tácito pacto de
confidencialidad para no identificarse.
Otro de los hombres
del pueblo, que se enfila ya al ocaso de su vida y por ahora se mantiene en el
albergue de San Miguel, confiesa su aflicción por el destino de sus tierras y
sus animales. Son su único sostén. “Ni modo que a mi edad vaya yo con el jefe y
le diga que estoy listo para que me dé un chivo (arma) para trabajar y poder
vivir”.
NO HAY POLICÍA EN EL CUBO
Cerca de la plaza de
El Cubo, un anciano de rostro enjuto asegura que la turbulencia que padece el
pueblo es cosa de Dios: “está escrito en la Biblia… Estamos en guerra”, dice
con cierta dosis de tremendismo.
En estas pequeñas
comunidades lo que él vivió le parece el infierno. A su manera, explica que en
la comunidad no hay autoridad.
Hombre erguido, a
pesar de los años, es el único en el pueblo al que le gana la elocuencia y
muestra cómo "desde allá, por donde sale el sol", entraron
disparando. Muchos tiros pero no atinaron uno solo, resume con ironía.
Desde el fondo de la
casa, su mujer le grita: "¡Ya cállate!"
–Tiene miedo, es lo
que pasa –justifica a su esposa.
El mismo miedo que
se llevó a casi toda la gente del pueblo.
"Hay veces que
vemos entrar al gobierno, pero apenas voltea uno y ya estamos viendo cómo se va
el gobierno."
Como andan las cosas
por acá, el Ejército es su única referencia de autoridad, porque a estos
caseríos no entra la policía estatal ni la federal.
La víspera de la
incursión armada coincidía con el relevo en el comisariado del pueblo. Para esa
fecha ya se intuía que las cosas no andaban bien, quizá por eso Hermelindo
Medina, un joven de 22 años a quien le correspondía –en el rol de asignaciones–
el cargo, simplemente no asumió. Como tampoco lo hizo Antonio Ochoa, siguiente
en el orden de prelación.
Aunque no hay una
confesión abierta, la coexistencia entre la población de El Cubo con el grupo
armado que controla la zona es transitable. No hay extorsiones ni secuestros.
La violencia se circunscribe a las comunidades de Arcelia, y con la ruptura
entre las bandas la amenaza ya se intuía.
Pese a ello, la
confrontación entre los clanes que dominan la zona los hace estar convencidos
que sin el Ejército no hay paz, es lo único que ha podido evitar que el
enfrentamiento se reanude. Desde que el grupo de operaciones especiales entró
esa misma tarde, la tensión entre los pocos habitantes que se quedaron o los
que han regresado al paso de los días ha bajado relativamente.
Acuartelada en la
Secundaria Técnica 45 y el Colegio de Bachilleres, la tropa regular –que
sustituyó a los grupos oficiales– hace rondines periódicos en esta comunidad y
es la única que se atreve a llegar hasta Los Aguerridos.
Es lo único que les
da tranquilidad, porque hasta el alcalde de San Miguel Totolapan, Saúl Beltrán
Orozco, no ha regresado.
En San Miguel, la
situación se percibe diferente. El improvisado campamento instalado en el atrio
de la parroquia del pueblo cada vez tiene menos gente. De las mil 300 personas
que originalmente llegaron huyendo de la balacera, quedan menos de cien. No es
que se perciba un restablecimiento de la tranquilidad, muchas familias han
optado por solicitar al municipio apoyos para irse no sólo de El Cubo, sino de
la región, rumbo a Acapulco, Cuernavaca o a la ciudad de México.
Algunos han vencido
poco a poco su temor y aprovechando la presencia militar regresaron a sus casas
por la inquietud que les produce abandonar sus tierras en plena temporada de
labores y dejar sus animales, único patrimonio que les da cierta seguridad de
ir sorteando la vida cotidiana, con sus pobrezas y sus carencias, que es el mal
perpetuo que ahoga a la región.
Aunque fue sólo una
mañana de reyerta, sus efectos amenazan con devastar la economía local.
Interrumpido el transporte entre Arcelia –el centro económico de la zona– y San
Miguel Totolapan, los comercios en estas comunidades no tienen suministro.
Paradojas de esta
coyuntura: casi no hay quien venda y hay pocos que compren. Quienes
permanecieron comienzan a resentir el desabasto producto del aislamiento.
En la cabecera
municipal, el sábado pasado, María Asunción, una lideresa priísta, recriminaba
la ausencia de autoridad en esos "aciagos" días: "cuando esta
gente necesitaba una palabra de consuelo, ¿dónde estaban los regidores?",
reclamó con vehemencia en una reunión con los refugiados.
No es cosa de
partidos ni de falta de autoridad, cuestionan políticos desde el anonimato,
pues se conocen las causas de esa ausencia: Maricela León y Cristina
Covarrubias son regidoras de El Cubo por PRI y PRD. Distanciadas por su filia
política, tienen algo en común: quedaron viudas al mismo tiempo, cuando sus
maridos –hermanos ellos– fueron asesinados en la región hace ya varios meses.
Temerosos de que
resurja la espiral de violencia, droga y asesinatos, la gente aquí sabe que la
solución no vendrá de la autoridad, ni siquiera del Ejército si esta salida ha
de ser permanente.
"Mira, aquí la
única salida es que las cabezas pacten otra vez, pero eso ni a mí ni a nadie
conviene decir", resume otro connotado político de la región.
(LA JORNADA/
Alonso Urrutia/ Miércoles 24 de julio de 2013)
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