Educada en colegios de élite, desenfadada y
carismática, la esposa del próximo rey Guillermo Alejandro logró integrarse a
la monarquía, aunque debió renunciar a las relaciones familiares que la unían a
la dictadura de Videla.
Claudia
Selser
Buenos Aires • No le costó demasiado. Su sonrisa
desenfadada que no riñe con el protocolo, la elegancia de su figura a pesar de
su lucha contra el sobrepeso, y la mirada amorosa hacia su príncipe, hicieron
de Máxima una marca registrada en Holanda y la integrante más popular de la
Casa Real. Esta argentina de origen plebeyo que cumplirá 42 años en mayo,
estaba predestinada a algo grande desde su cuna en la ciudad de Buenos Aires, a
11 mil 300 kilómetros de donde hoy se prepara para ser proclamada, en abril,
Reina consorte de Holanda y los Países Bajos, por la abdicación de la Reina
madre a favor de su primogénito, anunciada esta semana.
Sus biógrafos dicen
que ella supo que llegaría lejos, quizá desde el deseo paterno cifrado en un
nombre tan ostentoso. Lo cierto es que el 10 de diciembre de 1988, cuando
Máxima Zorreguieta, de 17 años, vistiendo toga y birrete, recibió el diploma de
International Bachelor del colegio Nordhlands, escribió en el anuario donde se
les preguntaba a las flamantes egresadas sobre sus metas: “Too many to
explain”.
La cita forma parte
de Máxima. Una historia real. El libro
que la Casa Real Holandesa no quiso que se publicara, escrito por los
periodistas argentinos Gonzalo Álvarez Guerrero y Soledad Ferrari para la
Editorial Sudamericana en 2009, donde se traza un perfil que no es el de las
revistas: lejos de ser la joven aristócrata y moderna, la jinete intrépida y
aventurera o la economista brillante de la versión oficial de La Corona, la
verdadera Máxima, la que aparece a través de 290 páginas de investigación
exhaustiva, ha sido una mujer ambiciosa y malhablada que tuvo que trabajar para
pagar sus estudios universitarios, que no fue una alumna brillante pero supo
aprovechar las relaciones cultivadas en la preparatoria más exclusiva de
Argentina, allí donde las familias patricias anotan a sus hijas porque egresan
con una buena educación, un título internacional de bachiller, un inglés exacto
y una red exclusiva de pertenencia.
La Princesa de los
Países Bajos, Princesa de Orange-Nassau, Señora de Amsberg que en abril será
coronada Reina consorte, vino al mundo en Buenos Aires marcada por Tauro el 17
de mayo de 1971, para cumplirle el sueño a su abuela materna, una mujer de
provincias que vivió soñando que alguna de sus hijas —y después alguna de sus
nietas— llegara a pertenecer a la aristocracia.
Carmenza Carricart
de Cerruti, abuela materna de Máxima, tenía calculada hasta la hora en que
había que ir a misa, justo para encontrarse con los jóvenes que llegaban de
jugar al exclusivo deporte del polo. Su hija mayor, María Pame, que tantos
disgustos le dio por “juntarse” con Jorge Horacio Coqui Zorreguieta, un hombre
divorciado y con tres hijas, 15 años mayor que ella y sin más prosapia que
buenos contactos con los ganaderos, venía a recompensarla muchos años más tarde
con esta primogénita devenida en futura reina de Holanda. Es que, por aquellos
años en que no existía la ley de divorcio en Argentina, Máxima fue el fruto de
una relación no bendecida por una unión legal ni por el sacramento de la
Iglesia.
A la vera del sueño
materno, María Pame alentó al padre de Máxima en sus relaciones públicas hasta
que Coqui se convirtió primero en lobbista de la oligarquía agroganadera de las
pampas y luego en ministro de Agricultura (1979-1981) de la dictadura argentina
del teniente general Jorge Rafael Videla. Y ambos hicieron enormes esfuerzos
para sostener una economía hogareña demasiado costosa para los magros ingresos
familiares, y enviar a Máxima a que cursara sus estudios en el Nordhlands,
donde la niña comía sándwiches preparados en casa porque no tenía dinero para
sentarse en el comedor escolar. La familia era, lo que se dice, verdaderamente
esnob, en el sentido más literal del término originado a comienzos de la era
industrial, en Inglaterra, cuando la flamante burguesía lograba —por
prepotencia de dinero— ingresar a Cambridge y Oxford, universidades a las que
hasta ese momento accedían sólo los nobles. En las actas universitarias, junto
al nombre, y no pudiendo registrar el tradicional título de nobleza, las
autoridades se limitaron a escribir s/nob: sine nobiliarium.
El coctel de
excelencia, lengua inglesa y buenas amistades dio sus frutos años después,
cuando una de sus compañeras del último año del colegio, Cynthia Kaufmann,
ofició de celestina para presentarle al príncipe Guillermo Alejandro de
Holanda.
Dicen sus biógrafos
no autorizados que Máxima Zorreguieta no se destacó por ser buena alumna. Sí
fue la rebelde del grupo. Era muy popular por ser la que mejor esquiaba, por su
risa fácil, su gran altura y su simpatía. Desde su adolescencia, en que comenzó
a fumar, nunca abandonó los cigarrillos y, curiosidades de la historia, esto
fue uno de los puntos de unión con su futura suegra, la reina, con quien se
encuentra todavía hoy para fumar a escondidas del protocolo.
Radicada en Nueva
York, con 25 años, en junio de 1996, fue poco después seleccionada, a través de
contactos, como ejecutiva del Departamento de Ventas Institucionales para
América latina del HSBC James Capel. Un año más tarde asumió como
vicepresidenta del departamento de Mercados Emergentese de Dresdner Kleinwort
Benson, uno de los bancos de inversión más importantes del mundo, un cargo
gerencial que no necesariamente es de tanta importancia como el grandilocuente
título que lleva.
No puede saberse
hasta dónde hubiera progresado en la Banca de no haber aceptado la invitación
de su ex compañera de la prepa para conocer a alguien en una fiesta en España.
Máxima dejó a su novio alemán en Nueva York —alega que la relación ya estaba en
sus finales— para seguir a su celestina a Andalucía.
¿Qué le pareció el
príncipe? Los biógrafos dicen que una de las amigas de Máxima les contó en
Miami: “Maxi no lograba separar a Guillermo Alejandro de su investidura. No era
muy buen mozo y usaba pantalones chocantes, pero le gustaba, aunque no podía
relajarse a su lado; la seducía, para qué negarlo, transformarse en princesa,
en reina. Hasta que recordaba que eso sería para toda su existencia, la suya,
la de sus hijos, la de sus nietos...”.
Noventa días después
de aquel primer encuentro en Sevilla, la reina Beatriz le informó a su hijo
mayor que su novia sería bien recibida en la casa de verano. Gracias a los
Servicios de Información de Holanda ya sabía de su existencia, de su pasado, de
su presente y, casi, de su futuro. Máxima podía continuar una tradición que se
extiende desde finales del siglo XIX en la realeza holandesa: la de las mujeres
fuertes.
Para lograr su
cometido, la Reina madre la mandó a adiestrar a Bruselas, cerca del reino pero
a resguardo de las infidencias. Le pusieron a disposición profesores de
holandés, catedráticos de historia, especialistas en arte, en monarquía e
historia parlamentaria, comunicadores, analistas, economistas, dirigentes
políticos, expertos en comunicación, marketing y protocolo. Los mejores hombres
del reino trabajaron para hacer de Máxima una verdadera princesa y una futura
gran reina. Cuando finalmente la sacaron al ruedo público, Máxima ya era “una
holandesa nacida en Argentina”.
Ella hizo todo, pero
estuvo a punto de no casarse. Además de ser plebeya, extranjera y de un país
tercermundista, el Parlamento holandés repudió que fuese hija del ministro de
Agricultura del dictador Videla, cuyo régimen dejó alrededor de 30 mil
desaparecidos. Para aprobar la boda, el Parlamento exigió a Máxima una
“declaración expresa de distanciamiento del régimen de Videla” y una carta
oficial donde su padre se retractara de lo hecho durante la dictadura ante el
pueblo holandés. Igualmente, fue condición que al casamiento no asistieran los
padres de la novia. Máxima debió contentarse con ofrecer a su padre, que la
miraba por televisión desde un hotel de Londres, los acordes de su canción
favorita, “Adiós nonino”, de Astor Piazzola, a manera de contraseña.
A 11 años de su
salida del mundo plebeyo, madre de tres niñas (la primogénita heredará el trono
de Holanda y los Países Bajos), los expertos en realezas europeas no dudan de
que el carisma de Máxima ha logrado despertar a la monarquía holandesa de un
prolongado letargo.
Los rigores de la jaula de oro
Las reglas del
protocolo estipulan que Máxima se moverá siempre custodiada por el Departamento
de Protección Real y Diplomática, no podrá ofrecer entrevistas sin autorización
de la oficina del Primer Ministro, fumar, vestir jeans, usar anteojos, besar en
la boca a su marido, caminar delante de él, ni saludar con un beso a su
interlocutor. Pero el contrato prenupcial implicó abdicaciones mucho más
severas, incluso, que la renuncia a la ciudadanía argentina. Si ella deja de
ser la esposa de Guillermo Alejandro, pierde la patria potestad de sus hijas:
su marido elegirá colegio, vivienda, vacaciones e impondrá hasta el régimen de
visitas de su madre.
Si bien en calidad
de princesa, Máxima es una asalariada (es la única de las mujeres de la familia
real, a excepción de la reina, que cobra un promedio de un millón 250 mil
dólares anuales, libres de impuestos) en caso de divorcio, no podrá quedarse
con ninguna pertenencia de su marido, ni nada que haya adquirido durante el
matrimonio.
(MILENIO/ DOMINICAL/ Claudia Selser/ 3 Febrero 2013 - 1:53am)
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