El hombre se subió y
le preguntó que si había sido muy duro para él. El taxista lo miró por el
retrovisor y pensó que le preguntaba cómo iba su día, en esa mañana ya
avanzada. El desconocido pujó. Miró de frente y luego a los lados, como para
distraerse mientras el vehículo se retiraba del aeropuerto y la ciudad asomaba
a lo lejos.
Cuántos eran.
Preguntó de nuevo. Esta vez ni siquiera volteó a verlo. Cómo, no le entiendo.
Que si cuántos cabrones eran. De qué habla, preguntó el taxista con amabilidad.
Cuántos fueron los que te hicieron eso. Y apuntó, primero con la mirada y luego
con el dedo, hacia las manos que tenía sujetando el volante. Específicamente la
izquierda.
Siete, señor. Hijos
de la chingada, completó el cliente. Luego le dijo que seguramente le habían
bajado un buen de lana. Yo era empresario y no me metía con nadie y estaba al
frente de una familia. Desde entonces todo se me vino abajo. Cuéntame, dijo. Su
voz era dura y pajosa, como si se le dificultara abrir la boca para hablar o lo
cansaran las palabras pronunciadas.
Tenía tres
tortillerías y un abarrote. Logró adquirir sus bienes poco a poco, hasta que
completó doce carros para el reparto de productos. Hasta a su padre, que tenía
unos terrenos para heredárselos, le pegó: tuvo que venderlo todo, igual que él,
para completar apenas dos millones y medio. Porque, hasta eso, esos cabrones
pedían cinco. Claro que todo lo malbarataron. Lo que costaba cien lo vendieron
en cincuenta y por el estilo.
Para probar que él
seguía con vida, le mocharon un dedo. Y luego, como no lograban juntar la lana
porque la venta tardaba y la gente no pagaba, le mocharon el otro. En cajitas
de zapatos, de esos flexi, llegaron los dedos, en dos envíos, a mi casa.
Su esposa se espantó
tanto que se desmayó. Sus tres hijos lloraron y lloraron. La histeria. Yo me
creí muerto. Ya no me dolían los dedos ni las manos. Me estaba taladrando el
corazón: el alma me la tenían perforada.
Al final lograron
pagar esos dos millones y medio. Su esposa lo dejó porque se le acabó el
negocio y el dinero, y sus hijos se quedaron. A los meses su padre murió: ya no
tenía nada, así que me puse a hacerles mandados a los vecinos, a juntar botes
en la calle e ir al mercado de abastos para recolectar tomate, manzanas,
plátanos que caían de los carros repartidores o que tiraban los comerciantes.
Las manchitas, piezas aguadas, deformes, eran para él una bendición. Así
lograba tener para que sus hijos comieran.
Esos putos ya están
muertos, se lo garantizo, le dijo el pasajero. Pronunció un aquí me bajo. Le
extendió un papel en el que había escrito El quince y un número de teléfono. Si
sabe de alguien que esté extorsionando, me avisa pa matarlo. Y le dio quinientos
de propina.
Columna publicada el 3 de noviembre de 2019 en la
edición 875 del semanario Ríodoce.
(MALAYERBA/ JAVIER VALDEZ/ MALAYERBA/ NOVIEMBRE 5,
2019, 7:29 AM)
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