Les caía gordo y les
debía varias. El caso es que a la hora de la hora todas se las cobraron y desde
entonces no han parado de cobrar. Todo empezó con su fin: su muerte
multiplicada, extendida, interminable, como un principio que no tiene epílogo:
fiesta anual que entre tumbas se da cita.
Lo citaron con
engaños. Él llegó amezclillado, con su tejana y la pistola visible, al frente,
al estilo Chalino Sánchez. Saludó a medias a unos que se encontró en el camino
y se dirigió hacia las personas con las que se vería. Pero antes de que llegara
cocieron su cuerpo de plomo y lo dejaron ahí, tirado, humeante y rojizo.
Su cadáver quedó
recostado en el volante. Una mezcla de sangre licuada con vidrios y otros desechos
orgánicos tiroleó el tablero. Sus homicidas todavía bajaron al vehículo, a ver
los restos. Nada en esa cabina estaba completo. Por si acaso, le soltaron una
ráfaga de cuerno y tres tiros más de una cuarenta y cinco.
La policía fue al
día siguiente, cuando los agentes se aseguraron de que ahí no había nadie más.
Hicieron los peritajes, tomaron nota y ordenaron que se llevaran el cuerpo a la
funeraria. Ya en la sala de la casa de sus familiares, flanqueado por gruesos
cirios de flama brava, los rezos fueron interrumpidos por gritos y personas que
se atropellaban: hombres armados y encapuchados llegaron hasta el féretro,
cortaron cartucho y de nuevo lo rafaguearon.
Los niños arreciaron
los llantos. También los parientes y vecinos. Se preguntaban por qué otra vez,
si ya lo habían matado. Histeria y miedo. Los que estaban en el funeral ya no
volvieron y los que pensaban acudir, desistieron. Al día siguiente fueron al
panteón. Pocos carros en la caravana, encabezada por una carroza blanca.
Estaban bajando el
cadáver. Poleas, cuerdas, cuatro antebrazos de los empleados de la funeraria,
para el ritual del descenso. Chillaban las cuerdas y las poleas. La polvareda
avisó a lo lejos otro cortejo, pero de camionetas negras y toda velocidad.
Llegaron al panteón y se estacionaron cerca de ellos. De nuevo a correr, los
gritos y el llanto de músculos flácidos y piel temblorosa.
Dos hombres
descendieron de la parte de atrás de una de las camionetas y con el ataúd a
medio descender apuntaron y dispararon. Los proyectiles se incrustaron en la
caja y la tierra de la cavidad. Y cada año el ritual de ajustar cuentas se
repite: hombres armados acuden al panteón y disparan contra la tumba, a
ratificar la macabra celebración de multiplicar la muerte y mantener vigente la
llama de la ejecución inicial.
Por qué, preguntaron
los curiosos frente a la tumba del muerto ese al que siguen matando cada
aniversario luctuoso: es que no quieren que el bato descanse en paz.
Columna publicada el 20 de octubre de 2019 en la
edición 873 del semanario Ríodoce.
(RIODOCE/ JAVIER VALDEZ/ MALAYERBA/ OCTUBRE 22, 2019, 7:29
AM)
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