SAN SALVADOR (Proceso).- El
20 de marzo de 1993 la Asamblea Legislativa de El Salvador aprobó la Ley de Amnistía
General para la Consolidación de la Paz, cuyo principal efecto fue, durante los
últimos 24 años, la impunidad de los crímenes de lesa humanidad que cometieron
la Fuerza Armada y el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN)
en la guerra civil de los años ochenta, y no el aumento de los asesinatos
posteriormente a la firma de los Acuerdos de Paz, como lo afirmó Ricardo Anaya,
candidato presidencial de Por México al Frente.
Desde principios de 1980
hasta enero de 1992 el Estado salvadoreño y los insurgentes se enfrentaron por
el control del poder. El resultado: 75 mil muertos y 8 mil desaparecidos. En
promedio morían violentamente 17 salvadoreños cada 24 horas.
El 16 de enero de 1992 el
Estado salvadoreño y la guerrilla firmaron la paz en la Ciudad de México, lo
cual sólo fue posible por la declaración francomexicana que reconoció a los
guerrilleros como actores políticos y beligerantes.
Uno de los puntos de ese
acuerdo fue la instalación de la Comisión de la Verdad de la ONU para
investigar los crímenes de guerra cometidos por los dos bandos. En enero de
1993 el informe ya estaba listo. En marzo se conoció su principal resultado: la
Fuerza Armada y los cuerpos de seguridad bajo sus órdenes (Policía Nacional,
Guardia Nacional, Policía de Hacienda) eran responsables de más de 90% de los
crímenes de guerra, lo que convirtió a los mandos militares en autores
intelectuales y materiales de las peores masacres contra la población civil.
Ejemplos de ello fueron la matanza de los sacerdotes jesuitas en la Universidad
Centroamericana (UCA) en noviembre de 1989; la masacre del Mozote, con más de
600 víctimas; y la del Sumpul, con más de 700.
En su informe, la comisión
recomendó “sancionar las conductas”, es decir, llevar ante la justicia a los
criminales de guerra. Sin embargo, el entonces presidente Alfredo Cristiani
Burkard impulsó una estrategia de protección de los altos mandos militares que
concluyó en la amnistía que aprobaron los diputados en 1993. El resultado
inmediato fue la obstaculización de las investigaciones de los asesinatos de
opositores a la dictadura militar, así como de las desapariciones, torturas,
violaciones y desplazamientos forzados.
Mientras avanzaba el proceso
de “perdón y olvido” que impusieron por decreto el gobierno de Cristiani y sus
aliados, el Estado se reacomodaba para cumplir los Acuerdos de Paz: los viejos
cuerpos de seguridad fueron sustituidos por cuerpos civiles, el Órgano Judicial
expulsó a sus peores jueces y se instituyó el Ministerio Público, entre otras
medidas. Esta reconfiguración explica que de 1994 a 1996 la Fiscalía General de
la República clasificara como “homicidios” los asesinatos y las muertes
accidentales.
Así, en 1994 se registraron 9
mil 135 homicidios; en 1995, 7 mil 877; y en 1996, 8 mil 47. En este periodo la
tasa de homicidios llegó a 139 por cada 100 mil habitantes.
El asesinato, como máxima
expresión de la violencia, no se limitó al periodo de la guerra. Desde los años
treinta del siglo pasado se tiene constancia de que las muertes violentas
ocurrían todos los días. En 1934, por ejemplo, fueron asesinadas mil 388
personas, es decir, un promedio de tres a cuatro cada día, de acuerdo con un
artículo publicado en La Prensa Gráfica el 14 de diciembre de 2014. Muchos de
esos crímenes fueron cometidos en reyertas entre borrachos y robos.
A finales de los años sesenta
la tasa de asesinatos era de 30 muertes por cada 100 mil habitantes; para 1974
se incrementó a 33. Después vino el conflicto armado.
Los Acuerdos de Paz cerraron
ese ciclo de violencia política, pero uno nuevo se gestaba.
En 1993 una encuesta del
Instituto Centroamericano de Opinión Pública de la UCA (IUDOP) advirtió que
casi la mitad de los salvadoreños dijo que padecía el acoso de las pandillas en
su comunidad. Tres años después la misma casa de estudios realizó otra encuesta
y la principal conclusión de los salvadoreños fue: la “violencia criminal” es
“mucho peor” que la guerra porque “si uno no se metía en política no lo
mataban; ahora sí: en la casa puede estar uno y ahí lo matan”.
Los pandilleros deportados de
Estados Unidos regresaron al país, de donde habían huido por la violencia y la
pobreza. La delincuencia se enquistó en familias desintegradas y en las
comunidades marginales que fundaron en terrenos privados las masas
poblacionales desplazadas de las zonas rurales durante la guerra, con viviendas
hacinadas, sin acceso a educación, salud y empleo.
“Al ser deportados algunos de
ellos, por sus actividades fuera de la ley, encontraron un caldo de cultivo en
la desintegración de comunidades pobres, con alto nivel de exclusión, y el
fenómeno pandilleril creció exponencialmente”, escribió el exdiputado Héctor
Dada Hirezi en su artículo La situación de El Salvador: antecedentes, evolución
y retos, publicado en septiembre de 2017.
Entre mediados y finales de
los años noventa, el país volvió a quedar atrapado entre la pobreza y la
marginación social, lo que favoreció la violencia criminal.
DESPUÉS DE LA MANO DURA
El 23 de julio de 2003 el
entonces presidente Francisco Flores ordenó la implementación del plan Mano
Dura con el propósito, según sus intervenciones públicas, de desarticular las
bandas delictivas Barrio 18 y Mara Salvatrucha (MS-13). Ese año la Policía
Nacional Civil (PNC) registró 2 mil 197 asesinatos, una tasa de 39.7 homicidios
por cada 100 mil habitantes.
El 31 de agosto de 2004, el
nuevo mandatario Elías Antonio Saca lanzó el plan Súper Mano Dura, que también
se concentraba en detenciones masivas de supuestos pandilleros, militarización,
encarcelamiento indiscriminado, entre otros métodos. El resultado: de 2004 a
2009 la tasa de homicidios aumentó de 49.7 a 71 por cada 100 mil habitantes, y
de 2 mil 773 asesinatos a 4 mil 382.
En 2009 ganaron las
elecciones Mauricio Funes y el FMLN. De 2010 a 2011 se registraron 8 mil 347
asesinatos. La tasa osciló entre 64.8 y 70.1 homicidios por cada 100 mil
habitantes.
Entre febrero y marzo de
2012, sin embargo, esos crímenes disminuyeron notablemente. El gobierno
auspició la tregua entre las pandillas. Fue un proceso completamente diferente
al ocurrido en los años noventa con la ex guerrilla.
El promedio de muertes
violentas cayó de 14 a cinco diarios. Pero la tregua terminó. En 2014 asumió la
presidencia Salvador Sánchez Cerén y se distanció de Funes. En 2015 fueron
asesinadas 6 mil 670 personas, aunque al año siguiente la cifra bajó a 5 mil
278.
Durante la tregua no se
conoció, ni oficial ni extraoficialmente, que los cabecillas de las bandas
fueran amnistiados. Hacerlo, además, habría implicado reconocer lo que no eran:
actores políticos. El Estado, al darles concesiones, lo hizo sin dejar de
tratarlos como delincuentes. Una vez terminada la tregua, esas concesiones
terminaron.
El incremento de la violencia
fue atribuido a la guerra entre pandillas, a los asesinatos que cometieron
grupos de exterminio formados por policías y militares, así como a la guerra
entre el Estado y la delincuencia organizada.
Este reportaje se publicó el 6 de mayo de 2018 en la
edición 2166 de la revista Proceso.
(PROCESO/, REPORTAJE ESPECIAL/ DAVID ERNESTO PÉREZ / 7 MAYO, 2018)
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