Encontraron un chamaco muerto
flotando boca abajo en algún canal hediondo. Luego descubrieron a otro
desmadejado entre las arboledas. El tercero pegado a la cerca de un estacionamiento.
Como los demás, tenía señales de porrazos y violación. Así, localizaron
cuerpecitos y más cuerpecitos durante marzo del 81 en Atlanta. Según la policía
28 asesinados. Pero en la calle no creyeron en ese conteo oficial. “Fueron más
de 60”. Aparte de la cantidad algo extraordinario: ningún joven. Todos niños de
color y residentes en barrios humildes. Fue cuando Atlanta tuvo su primer
alcalde negro. La obcecada muina de los blancos era parte del racismo
enquistado. Todo mundo tanteó, esos fueron los ingredientes para alentar a los
perversos cometer tanto crimen. Venganza. Coraje. Era harto sabido. Pero nadie
aceptó hablar con la policía. Los blancos por gusto y los negros por miedo.
Los detectives dirigidos por
rubios buscaron victimarios y motivos con ganas de no encontrar nada. La razón
de su desidia no necesitaba un letrero para identificarla. Pero ante la presión
de la prensa, de pronto arrestaron al joven Wayne Williams. Negro larguirucho,
así como para basquetbol, nariz achatada, pelo afro y no más de 30 años. Fue
indudablemente martirizado y obligado a declarar asesino y violador de dos
niños. Le inventaron todo. Hasta trastornado mental sin dictamen médico. Y
dieron a entender que era el autor de todos los crímenes. Nada más no se los
achacaron porque eran demasiados para una sola persona. Y aparte, suponiendo
sin conceder que así fuera, de hecho hubiera puesto en ridículo a la policía
por incapacidad. La prensa, también dirigida por blancos, se volcó en
calificativos despectivos y “puso de su cosecha” para agregar culpabilidad al
detenido. Por eso cuando el joven fue llevado a la Corte, el jurado no pensó
dos veces, lo mandó derechito a prisión y para toda la vida.
Pero como hubo un gran
escándalo, de todos modos fue nombrado un fiscal especial. Resultó peor que
Chapa Bezanilla en el caso Colosio. Coordinó 14 grupos de policías. Le
auxiliaron comandancias de cinco condados donde aparecieron los cadáveres. De
pilón hasta llegó el FBI. Hubo tanta participación que al final de cuentas cada
quien jaló para su lado y aquello terminó en un desbarajuste. Tantos en la
tarea y no encontraron el mínimo rastro de otros asesinos. Eso sí, mucho
alboroto. Torrente de noticias.
Diez años después, dos
periodistas de la revista “Spin” de Chicago recibieron información privilegiada
del caso. Les llamó la atención. La estudiaron y decidieron trabajarla. El
editor y un reportero cayeron en Atlanta. Llegando-llegando, se dieron un topetazo.
La policía no les contó ni una de vaqueros. Les dieron pistas falsas y hasta
los amenazaron de muerte. Una vez a medianoche en carretera despoblada, no
pudieron ver a sus atacantes. Otra en su hotel. Pero ni desandar ni altos. Aun
existiendo dificultades entre ambos por el propio trabajo descubrieron todo. Su
publicación obligó reabrir el caso en 1991. Demostraron sin discusión al Ku
Klux Klan como el grupo donde se planearon los crímenes. Identificaron
inclusive a los asesinos. Atlanta soportó el escándalo. A los blancos les dio
el patatús y a los negros por bailar. Se aclaró que Williams no fue culpable
pero se amacharon. Continúa prisionero. Ya peina canas y usa lentes. Todo esto
fue dramatizado en una película titulada “¿Quién mató a los niños de Atlanta?”.
Casi lo mismo dicen en
Italia: “¿Quién mató a Marta Russo?”. La excelente reportera Lola Galán
escribió en El País español que la pregunta no se trata del título de otra
película de misterio. Se oye por todos lados desde el 6 de diciembre. Ese día
el Tribunal Supremo anuló la sentencia por asesinato contra dos jóvenes.
Rapidito les cuento el caso: Martha Russo era estudiante de la Universidad La
Sapienza. Tenía 22 años. Una vida “sin misterios ni sombras”. El 9 de mayo del
97 iba por una callecita del campus. Iba leyendo muy quitada de la pena. De
pronto un balazo perforó su cabeza y murió. Puntería de experto. El tiro salió
desde una ventana del Departamento de Filosofía del Derecho. Prensa, radio y
televisión magnificaron la noticia. Presionaron a las autoridades. Un par de
estudiantes capturados. Solo porque una mujer los vio pasar cerca de la ventana
desde donde fue el disparo. Además, dijo que uno de ellos metió mano
rápidamente a su bolsa y supuso que estaba escondiendo el arma. Para remachar en
la suposición y no los hechos, la policía reforzó su acusación. Descubrió que
los jóvenes poco antes del crimen discutieron en clase sobre la realización del
crimen perfecto.
Durante el juicio brotaron
dudas. Hubo división de opiniones y tal como pasa muy seguido en este país, se
politizó el caso. La izquierda a favor de los acusados. La derecha, duro con
ellos. Hasta que llegó la sentencia el primero de junio. Estaba en rejuego el
reclamo de los periodistas. El juez perdió el equilibrio y los jurados también:
Ocho años de cárcel para Salvatore Ferraro que según eso disparó y cuatro a
Giovane Scatonne por complicidad. Los jóvenes, conocedores del derecho, se
inconformaron por el fallo defendiéndose. Tras mucho papeleo varios años, el
Tribunal Superior estudió detalle a detalle y anuló la condena. Su argumento
único y sólido. Las pruebas para acusar a los universitarios “son
escandalosamente inconsistentes”. Giovane y Salvatore fueron liberados. Por eso
los italianos se preguntan “¿Quién mató a Marta Russo?” igual que en Atlanta
“¿Quién mató a los niños?”.
Lo mismo dicen hace meses:
“¿Quién mató a las mujeres de Boston?”. Esta es otra historia verdadera. Albert
de Salvo confesó el estrangulamiento de 12 mujeres entre 1962 y 64. Raterillo
desde niño, hipersexual y revoltoso encajaba perfectamente como sospechoso.
Rápido, la gendarmería lo entabicó. Lo curioso: Albert no negó nada y hasta
dijo que antes de violar y ahorcar a las chicas les pegaba mordiscos en cuello,
brazos y senos. Llegó en 1967 a la Corte. Cadena perpetua. Hace años murió.
Ahora se supo. De Salvo se echó la culpa para escribir un libro y así dejar
dinero a su familia. Pero el sábado 8 de este diciembre una crónica en El País
me dejó pasmado. Pruebas de ADN en cadáveres de víctimas y victimario
demostraron: De Salvo no fue el asesino. Las muertas no tenían mordiscos. No
fueron ahorcadas con las manos sino con un cordel o alambre. Pero lo más
contundente: El semen encontrado en una damita asesinada, no corresponde al de
Albert. El dictamen fue del médico forense James Star de la Universidad George
Washington. Por eso en Boston se preguntan como en Atlanta e Italia “¿Quién las
mató?”.
Leyendo sobre todos esos
casos verdaderos y comparándolos con el tan especial más cercano vale preguntar
“¿Quién mató a las mujeres en Ciudad Juárez?”.
Tomado de la colección Dobleplana de
Jesús Blancornelas, publicado por última vez el 18 de diciembre de 2001.
(SEMANARIO ZETA/ Dobleplana / Jesús Blancornelas
/Lunes, 23 Abril, 2018 12:00 PM)
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