Hizo
su imperio con los güevos por delante y con un sigilo de fantasma. Su poder se
sentía pero no se veía. Creció en la sierra y se asentó en una ciudad cercana,
y desde ahí dirigía las operaciones de financiamiento para la siembra de
mariguana, compra de cosecha y comercialización. Él miraba en grande, no le
interesa el narcomenudeo ni era violento.
Eso
sí, muy católico. Iba a misa los domingos, daba buena limosna y aportaciones
especiales, al cura en persona, para que mantuviera la iglesia, hiciera remodelaciones
y celebraciones especiales. El sacerdote lo adoraba, el monaguillo le besaba la
mano, la policía se le cuadraba y los fieles dominicales se quitaban el
sombrero e inclinaban a su paso.
En
una ocasión mandó a sus hijos a que cobraran unas deudas. Los jóvenes esos
habían crecido en la opulencia, sin los dedos marcados por los surcos de la
serranía ni el tiempo ahorcando y quemando la piel bajo ese sol veraniego de
cuarenta y tantos grados centígrados: ellos traían el sol y la luna en los
bolsillos, en los lentes raiban y en la cangurera de piel, donde llevaban
dólares y una browning. Eran las mieles de lo que para su padre habían sido
hieles.
Cuando
llegaron a la casa, salieron los familiares implicados y empezaron a discutir.
A los tres hijos del patrón se les salió todo de control y las cosas subieron
de tono. Piel y tensión color de hormiga. Desde dentro de la vivienda salieron
mujeres y niños, atraídos por la gritería y los insultos talla grande. Uno de
los hijos sacó la browning y comenzó a disparar. Tumbó a los adultos deudores y
dejó heridos a varios de los niños y a una joven mujer.
Cuando
huían del lugar les cayeron los policías. Los rodearon. Ambos grupos
sostuvieron sus armas, apuntándose. El mayor cedió. Dio la orden a los otros
dos. No pudieron hacer nada así que bajaron sus armas y se entregaron.
Confiados en que el padre los iba a sacar, llevaban la sonrisa, la burla, la
ironía en esa mirada de grueso calibre. Más vamos a tardar en llegar que en
salir, mi comandante.
El
padre se puso fúrico. Gritó putísima madre. Se dispuso a sacar a sus hijos de
la cárcel y fue a la comandancia. Pero antes de entrar, desde la cabina de la
camioneta, le habló al gobernador. Sácalos, lo espetó. No puedo, dispararon a
mujeres y niños. Hay varios heridos. Y eso no se vale. Escupió el teléfono
cuando le gritó mira güey, yo pagué tu campaña. Los vas a sacar por mis güevos.
Y colgó.
Cuando
iba a su casa lo interceptó un comando. Todos de negro, también las suburban.
Lo rodearon, lo bajaron a culatazos y se lo llevaron. Apareció junto al río,
frío como esas aguas que bajan de la serranía, golpeado y tasajeado, y con los
güevos en la boca.
(RIODOCE/
COLUMNA “MALAYERBA”JAVIER VALDEZ/ 4 octubre, 2015)
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