Guadalupe
Morales llamó a su segundo hijo Fernando Sebastián Anguiano Morales, El Sebas.
Nació el 17 de mayo de 1983 y el 19 de junio de 2011 murió atropellado, con
alevosía, según testigos, por un microbús.
Antes,
el 23 de diciembre de 2000, su hermano mayor, El Honguito, cayó abatido por una
bala perdida en Valle de Guadalupe, una colonia de Ecatepec, el municipio que
es considerado uno de los más violentos del país y donde nació el actual
Gobernador del Estado de México, el priista Eruviel Ávila Villegas.
La
Procuraduría General de Justicia del Estado de México concluyó que El Sebas
murió por una lesión traumática en el hígado ocurrida tras ser atropellado por
un microbús. Nunca encontraron siquiera el número de placas del camión que lo
habría golpeado ni contrastaron la versión con los testimonios de quienes
presenciaron el homicidio.
Guadalupe
fue y vino cada día durante semanas en bicicleta a la Agencia del Ministerio
Público, en San Agustín, donde se radicó la investigación de la muerte de su
segundo hijo.
–¿Qué
pasó? ¿Qué ha investigado? –le preguntaba el primer funcionario que la
reconocía.
–¡Ah
chinga! ¿Cómo que qué he investigado? ¿No se supone que ustedes son los que
deben investigar?
–No,
pero es que usted necesita investigar quién fue, a dónde está… es que hay
muchos casos adelante del de su hijo… –y entonces el policía o agente le lanzaba
una mirada sugerente entendida por Guadalupe como la ruta hacia un soborno y
hacer el esfuerzo por dar con el asesino. Ella fingía no entender, pero
entendía que nada avanzaría si no daba dinero.
Y
no lo dio.
SEGUNDA DE TRES PARTES
El tatuaje en homenaje a los muertos de
la familia Morales. Foto: Eduardo Loza
Ecatepec,
Estado de México, 2 de julio (SinEmbargo).– Los vecinos de Valle de Guadalupe
levantaron, sobre la banqueta, una capilla dedicada al Honguito, muerto por una
bala perdida el 23 de diciembre de 2000.
La
colonia es muy cercana de Xalostoc, donde nació y creció Eruviel Ávila, en ese
momento Diputado Local.
“Toda la gente es católica, católica y me decían
que Dios me quería mucho porque mi hijo había muerto a mi lado y yo lo había
visto morir”, recuerda Guadalupe Morales Rodríguez, madre del muchacho.
–¿A
cuántas mamás se les mueren sus hijos y no saben si están vivos, si están
muertos? –le consolaron. –Tú por lo menos tienes un lugar donde llorar.
–¡Ay,
qué fácil es decir cuando uno no ha sentido las cosas! ¡Qué fácil es venirme a
hablar de un Dios que me quiere, que me ama cuando no ha perdido un hijo! ¡No
lo vestí, no pude vestirlo, no me dejaron verlo!
–¿Me
deja que le ponga estas flores a su hijo? –preguntó una extraña a Guadalupe.
–Sí
–se apartó la madre para que la otra depositara la ofrenda.
–Su
hijo era un muchacho muy bueno, muy bueno. A mí muchas veces me ayudó. Una vez
me quisieron pegar en el microbús y él puso su cuerpo para que no me pegaran.
–¿Por
qué? ¿Por qué a mi hijo? ¿Por qué a mi familia, por qué a mí como madre? Si
nosotros no nos metemos con nadie, nosotros trabajamos. Nosotros, lo poquito
que adquirimos lo tenemos por el sudor de nuestro esfuerzo. Yo a mis hijos les
enseñé a trabajar, a respetar, amar a su prójimo. ¿De qué me sirvió todo esto?
Guadalupe
pausa. Toma aire. El momento no se ha ido, ahí sigue.
–Si
su hijo no hubiera sido lo bueno que fue, ¿usted estaría en condiciones de
aceptar su muerte? –pregunto a Guadalupe en su casa, en la colonia Chamizal, a
pocas cuadras de donde abrazó el cadáver de su hijo.
–Todavía
no lo acepto y hay veces que, como ser humano me rebelo, y cuestiono a Dios del
por qué –Guadalupe se atempera –. Aunque ya de varias maneras me lo ha
explicado y nosotros no somos quién para que Dios se nos presente y nos diga
por qué esto y por qué aquello.
–¿Y
cómo se lo explica a usted?
–La
primera vez, yo… Yo duré un año, exactamente, muerta en vida. Yo hacía las
cosas por inercia, porque me decían que las tenía que hacer y porque les tenía
que dar a mis hijos de comer, bañarlos, vestirlos y todo. Una vez que iba yo en
la calle, como que me tronaron los oídos y empecé a oír el ruido de los
pajaritos, el ruido del aire, empecé a sentir el aire en mi cara, sentí el olor
de los árboles, de las flores. Y yo desde ese día dije: Señor, tú me has
devuelto la vida y esto que tú me has dado señor es para bendecirte y
alabarte”.
Y
luego asesinaron a su segundo hijo.
***
Guadalupe
Morales llamó a su segundo hijo Fernando Sebastián Anguiano Morales. Nació el
17 de mayo de 1983, justo una semana después del Día de la Madre de ese año.
Desde
la infancia El Sebas, como le llamaron desde antes que supiera decir su nombre,
mostró un espíritu distinto al del Honguito, su hermano mayor: fue un niño
travieso y con menos apego a la escuela, pero, como el anterior, un muchacho
respetuoso de los demás.
Abandonó
la secundaria y consiguió empleo como ayudante de un vendedor de ropa que
instalaba sus puestos en tianguis ambulantes por el Estado de México y Morelos
y hacía algunos trabajos de albañilería.
Separados
en el nacimiento por un par de años, El Honguito y El Sebas parecían cercanos
como siameses, así que al segundo muchacho se le torció el futuro a los 17
años, cuando encontró a su madre desplomada en la calle abrazando el cadáver
del Honguito, muerto por una bala perdida disparada a la multitud por El
Vampiro. Toda la vida de los Morales Rodríguez giró alrededor de ese instante
de estupidez del ladrón convertido en asesino.
–No,
cabrón –instruyó un policía judicial al Sebas –, donde tú veas una bolita, tú
métete para que investigues a ver dónde
anda ese güey.
Y
El Sebas se unió a la bolita.
“Era
tanta su obsesión de vengarse de estas personas que se fue integrando a las
banditas hasta que lo jalaron. Yo reconozco que lo jalaron”, recuerda
Guadalupe.
–Oye,
hijo vente –le pedía Guadalupe cuando se lo encontraba en alguna esquina, con
una botella de cerveza en la mano.
–No.
Estoy aquí y yo de aquí no me muevo hasta que no lo vea –advertía El Sebas.
El
muchacho inició una relación con una muchachita muy joven, con quien tuvo una
hija, Sara, quien apenas nació desapareció de la vida de los Morales Rodríguez.
Al alcoholismo del Sebas pronto se sumó el hábito empedernido por la piedra y
una conducta siempre pendenciera que se remontaba, según su madre, a su sentido
de justicia: si alguien era golpeado en la calle o en el camión, el muchacho no
dudaba e intervenía.
Guadalupe
Morales, quien ha enterrado a dos de sus hijos. Los dos fallecidos por muerte
violenta. Foto: Eduardo Loza
***
Durante
2006 y 2007, una avanzada de La Familia Michoacana tomó por asalto el
narcomenudeo de una parte conurbada de la Ciudad de México, al norte del
Distrito Federal. Su operación fue similar a la descrita en el expediente que
se conocería como El Michoacanazo, el frustrado intento de Felipe Calderón de
procesar a decenas de funcionarios públicos de Michoacán.
Como
si el Estado de México no existiera, el Gobierno federal no intervino en
Coacalco ni en Ecatepec, donde apareció el brote y donde, al igual que en los
michoacanos, el cártel se empoderó con la compra sistemática de funcionarios
públicos.
Al
mismo tiempo, Los Zetas, en su apabullante expansión por todo el país, excepto
el occidente, también anidaron en Ecatepec según consta en la averiguación
previa PGR/SIEDO/UEIDCS/205/2009 la causa penal 02/2009-II instruida por el
Juzgado Segundo de Distrito de Procesos Penales Federales en el estado de
Nayarit, y el toca penal 576/2009 resuelto por el Tribunal Unitario de Circuito
de la Séptima Región.
SinEmbargo
posee copia completa de estos documentos, aunque quizá la calle da más pistas.
–No,
no, nada. Antes no había cárteles. Eso comienza en 2006, 2007 –comenta un
exvendedor de Valle de Guadalupe. –Los cárteles llegaron y nos pasaron a todos
a su nómina de ellos. Nadie vendía por su cuenta, como antes se hacía. Y empezó
la matazón.
–Se
hablaba de La Familia Michoacana –comento.
–De
la Familia y de Los Zetas. Había un amigo que iba en la Prepa 9. A ese güey le
decían El Quetza, porque se llamaba Quetzalcóatl. El Quetza empezó a vender
papeles de cocaína. Los traía de allá a 50 pesos y los vendía aquí en 100
pesos. Ya después no sé con quién se empezó a vender droga, era el más conocido
de aquí. Todo el mundo conocía al Quetza. Tú parabas a un taxi y le pedías que
te llevara con El Quetza y te llevaban con él.
–¿Se
llamaba Quetzalcóatl?
–Sí:
le dieron treinta y tantos chingadazos.
–¿Tiros?
–Tiros.
–¿Aquí
mismo?
–Sí,
aquí cerca, a una lado de la delegación. A ese güey se lo chingó La Familia
Michoacana. O sea, llega la familia y dice “aquí nomás La Familia”. En ese
momento empiezan a matar mucha gente, empiezan los descabezados, cosa que aquí
nunca se había visto y ya después se volvió común. Aquí en la esquina los
tiraban.
–Los
siguen tirando –interviene una acompañante del exvendedor. –Nomás el 1 de enero
vinieron a tirar uno en medio de esos dos arbolitos.
–¿Qué
ocurre con la policía?
–No,
la tira no hace nada, obviamente –suelta con fastidio el hombre por tener que
decir un hecho obvio. –La Familia se posiciona y empieza la matanza sistemática
de los chavos que venden drogas.
–¿De
los vendedores tradicionales?
–Exacto.
Luego llegan los Beltrán Leyva y empiezan a matar a los de La Familia y los
desplazan. Se posicionan, dejan las narco mantas, las cartulinas. Y hay una
dinámica en todo Ecatepec, en todo el Estado de México, muy fuerte. Puedes ver
los periódicos, ahí sale a cada rato. Y aquí te puedo decir que en la casa de
al lado, recién mataron a dos chavos. Y a media cuadra, el año pasado se
chingaron a otro. Y así. Ahora están los Guerreros Unidos.
–Pero
se fueron luego de hacer el asunto de Ayotzinapa.
–
¡Nooooo! Apenas en las elecciones colgaron cartulinas en los puentes
exigiéndole a Octavio [Martínez, candidato a la Alcaldía por el PRD] que
cumpliera sus promesas. Aquí existe un vínculo directo, directo con la política
y, obviamente, con los mandos judiciales.
***
–¿Ya
ves, hijo? Mira, ve todos los peligros que hay en la calle –decía Guadalupe al
Sebas cada que se sabía de un nuevo asesinato en los alrededores. –Yo no puedo
ni dormir porque tú andas en la calle.
–A
mí me gusta así y punto –respondía el muchacho, a quien la rabia le soplaba
todo el tiempo al oído.
En
2007, según la propia familia, El Sebas hacía las compras de piedra para
algunos policías municipales de Ecatepec adscritos a Valle de Guadalupe, cerca
de Xalostoc. Eruviel Ávila concluía su primera Presidencia Municipal y se
alistaba para volver al Congreso mexiquense.
Algo
se descompuso en la relación con los agentes y, a partir de un momento de 2007,
los mismos policías, en la misma patrulla, cada que se encontraban al Sebas en
la calle, lo detenían, lo revisaban y, como siempre encontraban entre sus cosas
algunas chiquitas, simulaban que lo presentarían en el Ministerio Público
federal para luego liberarlo a cambio de algunos pesos y propinarle una
golpiza.
Guadalupe
mantuvo una peregrinación permanente en la agencia ministerial de San Agustín a
donde llegaba con 500 pesos por delante para que soltaran a su muchacho. A
veces los policías le explicaban que la detención obedecía a un asunto de
drogas, otras por robo de alguna chuchería o por protagonizar algún pleito
callejero.
–No
mamá, déjeme –los hijos de Guadalupe le hablan a su madre de usted– yo aquí me
quedo y hago faena y mañana salgo temprano.
Pero
Guadalupe presentía que en cualquier momento habría de enterrar a su segundo
hijo y hacía cualquier cosa por retenerlo a su lado, así que pagaba.
Según
las versiones del barrio, un día de 2008 apareció en escena un muchacho llamado
Ulises, El Pozoles o El Medusa, así apodado pues todo lo que tocaba lo
convertía en piedra. El Medusa era un ladrón y vendedor ocasional de drogas,
como muchos en el rumbo, que se hizo de un estéreo para auto robado y vendió en
un sitio de taxis. Logró acomodarlo en 60 pesos, útiles para dos o tres
piedritas o chiquitas.
La
especialización local en esta droga, también llamada crack, es tal que los
intermediarios de menor nivel ofrecen cátedra del cártel de origen de la
cocaína base cocinada según su color y tamaño de los granos.
El
Medusa caminó algunos pasos y, en la esquina, la patrulla dio vuelta. Los
policías los detuvieron y les preguntaron por el estéreo, ofreciendo cada
detalle del radio.
–¿Dónde
está el autoestéreo que te acabas de robar, güey? –interrogaron.
–No,
güey, si yo no me robé nada. A mí me lo dieron a vender –pretextó El Medusa.
–No
te hagas pendejo, tú te lo robaste, güey –respondió uno de los uniformados y ya
no le dieron oportunidad de decir más pues lo tundieron.
El
Sebas pasaba por ahí.
–No,
güey, ¿por qué le pegas? –intervino El Sebas.
–Por
pinche ratero y te vale madres –repuso el policía.
–Pero
no es para que le pegues así. Si quieres ahorita nos ponemos en la madre tú y
yo.
–¿Sabes
qué, Sebas? El pedo no es contigo. ¡Quítate de aquí, güey!
–Es
mi amigo…
El
Sebas se dispuso a pelear cuando escuchó, detrás, la voz de su madre.
–¡Vente,
hijo, mira, vámonos para la casa, por favor! –suplicó Guadalupe.
Los
policías subieron al Medusa a la patrulla y, antes de arrancar, el que se había
encarado con El Sebas se dirigió a él.
–Ahorita
voy a regresar por ti para que se te quite lo pinche hocicón y por pinche
metiche te voy a refundir.
Y
regresó. El Medusa, El Sebas y el comprador del estéreo fueron detenidos y
encarcelados en el penal de Chiconautla.
El
tío de los hermanos Morales, en su negocio de Valle de Guadalupe, cerca de
Xalostoc, Estado de México. Foto: Eduardo Loza
***
A
pesar de su historial, para el récord oficial del sistema de justicia
mexiquense, El Sebas debía ser tratado como un delincuente primerizo y así
enfrentar la pena impuesta de cinco años y nueve meses de prisión. Interpuso un
recurso de revisión de la sentencia y la condena disminuyó a cuatro años y
nueve meses, con lo que quedaba sujeto al beneficio de libertad bajo caución,
que los Morales Rodríguez cubrieron con algunos pesos rascados al bolsillo y un
apoyo de la Fundación Telmex.
El
Sebas pisó la cárcel, pero vivió ahí sólo dos o tres meses. Salió y a los pocos
días fue a la iglesia a agradecer a Dios la libertad obtenida. Compró algunas
cervezas y empezó a beberlas en la escalinata del templo. Se sentó y vio pasar
a la patrulla de siempre. Los agentes bajaron, lo revisaron y, como no
encontraron nada que pedirle, lo llevaron a San Agustín.
Lo
presentaron por intento de robo y, aunque el supuesto afectado aclaró que sólo
le había pedido dinero y que eran conocidos, El Sebas recibió una nueva
condena. Esta vez de dos años.
Guadalupe
volvió a Chiconautla. Ya conocía el sistema: cinco pesos por entrar, cinco
pesos por no desnudarse y hacer sentadillas frente a las custodias por si es el
caso que escondiera drogas en sus partes, cinco pesos si quería pasar con algún
alimento, cinco pesos si se quiere evitar que el oficial meta la mano en esa
comida, cinco pesos si el color de su ropa parecía estar fuera del reglamento,
cinco pesos si en la consideración del guardia su rostro no se asemejaba a la
imagen de sus credencial de elector, cinco pesos si quería una silla para
sentarse en el patio… “Una manita”, así se le dice a este reiterado impuesto de
cinco pesos.
–Conste
que uno le pide nada, jefa, que usted me lo está dando –dicen los guardias
favorecidos de las leyes no escritas, pero ampliamente difundidas por
familiares de los presos mexiquenses.
El
31 de diciembre de 2010, El Sebas había cumplido su pena y sería liberado al
día siguiente. Año Nuevo, hombre nuevo. Guadalupe se dirigió el último día del
año para darle la bendición y decirle que todos lo esperaban para el
recalentado del siguiente. Le rogó por no beber demasiado pulque, como se llama
en la cárcel a una bebida fermentada con frutas, aunque no de maguey.
–¡Ay,
Sebas! No se vayan a poner a festejar porque ya vas a salir, hijo. Mira,
bendito Dios que ya compurgaste. Ya mañana te vas pa’ tu casa –dijo la madre.
–Luego pasan cosas –reiteró la mujer, dueña de una poderosa premonición venida
con la dolorosa experiencia.
–No,
jefa, ¿cómo cree? –dio coba El Sebas.
La
mujer dirigió una mirada pidiendo el apoyo del Checo, un reo amigo de su hijo,
y se despidió.
A
la mañana siguiente sonó el teléfono. Guadalupe respondió y se escuchó la
advertencia de llamada proveniente de una prisión. La mujer aceptó recibir la
llamada y, al otro lado de la línea, reconoció la voz agitada de uno de los
compañeros de celda del Sebas.
–¡Ay,
jefa! ¿Qué cree? Que hirieron a Sebas. Pero lo hirieron feo, feo. Ahorita ya lo
sacaron, pero para mí que ya, ya no –dijo El Checo creyendo que hablaba con una
hermana de Guadalupe. –Nomás no le vaya a decir a su hermana.
– ¡Ay,
Checo! ¿Pues qué crees? Que soy yo.
Guadalupe
voló al penal de Chiconautla y ahí le informaron que El Sebas estaba
hospitalizado en una clínica de gobierno cercana al fraccionamiento Las
Américas.
La
recibió el médico.
–Fue
una operación muy complicada, porque sufrió cuatro perforaciones en el
intestino –explicó el cirujano sobre los daños más graves dejados por 11
cuchilladas.
–¿Me
deja verlo?
–No,
madre, porque ahorita cualquier virus que entre le puede causar la muerte.
Regrese usted mañana.
El
2 de enero, la mujer entró al cuarto y encontró al muchacho inconsciente y
esposado al barandal de la cama con parches blancos por todos lados, también en
la cara y la cabeza, donde lo hirieron posiblemente con un pedazo de lámina
afilada.
–Ya
hicimos todo lo humanamente posible por él y ahorita lo único que nos queda es
que no se infecte, porque ahí queda. Si mañana amanece vivo, ya la libró
–reportó otro médico a Guadalupe.
Afuera,
los hermanos del difunto Honguito y del moribundo Sebas esperaban a su madre.
La
mujer rezó:
“Señor,
te cambio mi vida por la de mi hijo Toma la mía, Señor y deja a mi hijo. Pero
no es mi voluntad sino la tuya”.
***
El
Sebas volvió a Chiconautla con la barriga tan llena de cicatrices que no se le
veía el ombligo.
Guadalupe
pidió permiso para llevar alimentos de mejor calidad al muchacho. Buscó al
médico de la cárcel.
–Estas
ratas son como perros… –respondió el otro. –No merecen ningún trato especial.
–Sí,
doc, pero qué cree. Que sí mi hijo es uno de esos perros y hasta los perros se
comen las migajas que tiran los amos de la mesa.
–Sí
es cierto, jefa. Y por esa humildad que usted tuvo, tráigale la comida a su
hijo, yo se la voy a pasar.
El
Sebas sobrevivió y, tras terminar con el papeleo, fue dado de alta y puesto en
libertad.
–Te
pareces a mí, hijo, tienes carne de burro.
Apenas
sintió que el alma le volvió al cuerpo, El Sebas comió carnitas, barbacoa y
bebió cerveza como sólo le hubieran rascado la panza.
El
domingo 19 de junio de 2011, Día del Padre de ese año, El Sebas cargó a su
padre en vilo y le dio tres vueltas para demostrar al recuperación y salió a la
calle.
“Dios,
cuídalo y bendícelo. No te lo lleves, pero no es lo que yo quiera, Señor, si no
tu voluntad”, murmuraba Guadalupe apenas veía la espalda de su hijo cruzar la
puerta.
Poco
después, un grito atravesó la cochera y se metió hasta la cocina en que
Guadalupe cocinaba.
–¡Vaya
a ver a su hijo! No se quiere venir y ya anda tomado.
–No,
¿por qué crees que a mí me va a hacer caso? No va a hacer caso, allá déjalo.
Guadalupe
y su marido salieron a la iglesia para tomar misa con sus otros hijos y sus
sobrinos, entre estos El Leo.
A
la vuelta del oficio, los muchachos avisaron a Guadalupe que saldrían a un
mercado sobre ruedas que se instala los domingos en la colonia San Felipe.
–No
vayan a tomar, hijo, para que tu hermano no tome –dijo ella en el cálculo de
que se encontrarían con El Sebas.
De
regreso, los muchachos advirtieron que la borrachera del Sebas estaba más que
subida de tono y que no lograron obligarlo a subir a un auto para que volviera
a casa por miedo a lastimar su vientre.
Guadalupe
sacudió la cabeza y encendió la televisión.
Al
anochecer, una sobrina entró como un viento helado.
–Madrina,
ve a ver al Sebas porque le pegaron.
–¿Sabes
qué, hija? Ya se acabó, ya no más hija. Esto ya se acabó –lloró y llora.
“Fui
y encontré a mi hijo en el piso. Lo abracé y todavía me miró. Entonces murió”.
A
El Sebas lo sepultaron en un ataúd económico y no hubo dinero para enterrar su
cuerpo junto al de su hermano, El Honguito. Foto: Eduardo Loza
***
La
versión de consenso es que esa tarde, El Sebas subió a un microbús en que
viajaban el conductor y su cacharpo. Les pidió dinero para cerveza y se lo
negaron. Entonces El Sebas golpeó a los dos. Los transportistas arrancaron y,
metros adelante, lejos del grupo con el que estaba reunido el muchacho,
detuvieron el camión en actitud de reto.
El
Sebas cayó en la trampa. Caminó hacia el vehículo y fue recibido a palos. El
chofer y su ayudante subieron y se pusieron en marcha, pero El Sebas se
levantó. El conductor se detuvo, echó marcha atrás a toda velocidad y atropelló
al muchacho.
***
Juan
Morales Rodríguez, el más joven de los hermanos, volvió al Ministerio Público
para averiguar el avance en la investigación. Conocía a alguien en la oficina.
–La
de tu primer sobrino ya caducó, ya no se puede hacer nada. Se quedó como en
archivo muerto, algo así. Ahorita, la de tu otro sobrino la tienen estos
judiciales, ve con la licenciada, dile que vienes de mi parte y que te
comunique con ellos.
Juan
caminó hacia un grupo de hombres y se dirigió al que parecía comandar al grupo,
un tipo con el rostro cubierto de cicatrices.
–¿Policía
judicial? –preguntó Juan. –Aquí traigo el tenis de mi sobrino.
–Pinche
tenis, vale madres – respondió el otro con fastidio.
–Aquí
están los pedazos del micro.
–Valen
madres. ¿Traes carro?
–Sí,
traigo carro –Juan apretó los puños y se contuvo.
–Bueno,
llévame a ver quién dices tú que lo mató.
–No,
yo no digo que lo mató. Eso es lo que nos dice la gente.
–Bueno,
llévame, porque lo atropelló un microbús.
Subieron
al auto y Juan escuchó al agente quejarse de todas y cada una de las cosas que
un hombre puede quejarse en la vida.
“Esto
es un desmadre”. “No se puede”. “Está bien cabrón. “Ustedes no se prestan para
hacer las averiguaciones”.
–Mira,
güerito, yo te voy a decir una cosa. ¿Quieres agarrar ese güey? Es bien fácil.
¿Ves ese pinche microbús? Ahorita yo voy y agarro al microbusero y lo acuso. Él
no fue, pero él me va a decir quien fue y me va a decir en dónde está.
–¿Cómo,
cómo? A ver explíqueme que no entiendo –lo provocó Juan.
–Sí,
yo tengo mis métodos. Yo sé que ese güey, así con mis métodos me va a decir
cómo y dónde está. Lo vamos a tener un ratito encerrado y le vamos a dar unos
chingadazos y segurito que nos va a decir quién fue. Sí sale en una lana. Pero
lo efectivo aquí son los métodos –insinúa un soborno.
–No
mames, cabrón. ¿Van a agarrar un inocente, para agarrar otro culpable? No, yo
no le entro.
–Ahí
piénsalo. Ustedes tienen que conseguir los datos –pide el agente a la familia
luego de varias vueltas por los paraderos y estacionamientos de microbuses. –Te
dejo mi teléfono y cuando gustes.
–Ese
es el trabajo que ustedes tienen que hacer. ¿Por qué nosotros lo tenemos que ir
a hacer? –Juan opuso resistencia.
Al
final, son él y sus hermanos quienes salieron a la calle a hacerla de policías
investigadores.
***
Un
ataúd económico, de herrajes simples y forro de poliéster imitación satín, es
vendido por el fabricante a la funeraria en 1 mil 350 pesos. El servicio de
velación revende la caja hasta en 10 mil pesos, según el cálculo que el
vendedor haga de las condiciones económicas y morales de los deudos.
–¡Pinches
buitres! –exclama José Morales Rodríguez, El Pepino, tío del Honguito y El
Sebas y padre del Leo.
Los
Morales Rodríguez volvieron a caminar de negro y con la mirada clavada en el
suelo al Panteón Jardín Guadalupano para el segundo entierro.
Desde
entonces no fabrican el ataúd “Reina del Cielo”, porque ya no hay quien lo
pague, así que lo acomodaron en una caja económica, también blanca. Hasta la
muerte es cara en el Estado de México. No tuvieron los 20 mil pesos solicitados
para comprar un lote disponible junto al primero de sus muchachos muertos, así
que los hermanos que parecieran siameses quedaron separados para siempre.
La
Procuraduría General de Justicia del Estado de México concluyó que El Sebas
murió por una lesión traumática en el hígado ocurrida tras ser atropellado por
un microbús. Nunca encontraron siquiera el número de placas del camión que lo
habría golpeado ni contrastaron la versión con los testimonios de quienes
presencian el homicidio.
Guadalupe
fue y vino cada día durante semanas en bicicleta a la Agencia del Ministerio
Público, en San Agustín, donde se radicó la investigación de la muerte de su
segundo hijo.
–¿Qué
pasó? ¿Que ha investigado? –le preguntaba el primer funcionario que la
reconocía.
–¡Ah
chinga! ¿Cómo que qué he investigado? ¿No se supone que ustedes son los que
deben investigar?
–No,
pero es que usted necesita investigar quién fue, a dónde está… es que hay
muchos casos adelante del de su hijo… –y entonces el policía o agente le
lanzaba una mirada sugerente entendida por Guadalupe como la ruta hacia un
soborno y hacer el esfuerzo por dar con el asesino. Ella fingía no entender,
pero entendía que nada avanzaría si no daba dinero.
Y
no lo dio.
Guadalupe
hizo las veces de perito y midió la altura del piso a la defensa de cada camión
o microbús y estima la posición del hígado de su hijo.
–Las
personas que estuvieron ahí dicen que lo subieron al micro y lo golpearon. Ya
golpeado, lo aventaron a la calle, pero como él se levantó, el microbús regresó
y lo atropelló –insistió Guadalupe con el agente del Ministerio Público, pero
era como pretender un diálogo con el eco.
***
Guadalupe
no insiste más. En vez de ir al Ministerio Público va a la iglesia.
–Tengo
como 500 ahijados y donde quiera yo voy me dicen Madrina o Catequista y me
besan, me saludan. Y yo siento que ahí mis hijos me están abrazando y me están
besando –comenta en entrevista.
–¿Y
este asunto también queda impune? –pregunto a la madre.
–Supimos
que a mi hijo lo mató un hombre al que le dicen El Greñas. Hablé con la policía
y se los dije, pero ya tampoco insistí porque no quise involucrar a los dos
hijos que me quedan.
La
mujer voltea la cabeza hacia un par de muchachos sentados junto a la máquina de
coser en que confeccionan los forros de sus ataúdes. En esa máquina zurcieron
los envoltorios de terciopelo ajustado al ataúd “Reyna del Cielo” en que
enterraron a Alejandro y el de poliéster colocado en el féretro económico de
Sebastián.
–Me
dolió más que el otro, porque no supe tenerlo conmigo y evitar que el corazón
se le pudriera de odio. Cuando muere mi hijo Sebas, yo si flaquee, ¿no? Como
ser humano, maldije a quienes mataron a mi hijo: Los maldigo a ustedes, a los
que les dieron la vida a ustedes y a toda su descendencia. Y yo sé que esa
maldición llega. Y me dijeron: “Dios sabe por qué se llevó a tu hijo”. Y en el
momento en que estaba haciendo oración dije: Señor, perdóname, perdóname porque
yo no soy quien para maldecir a nadie y deja a mis otros dos hijos conmigo.
Los
hermanos vivos tienen los ojos aguados. Lloran en sincronía con su madre. Uno
de ellos se tatuó el nombre de sus hermanos muertos en árabe sobre el antebrazo
derecho. El otro se hizo dibujar un ángel guardián en la pierna derecha.
–¿Y
ese para qué es? –le pregunto al muchacho con bermudas.
–Pues…
Para que me cuide, ¿no? –y hace ese gesto de quien se incomoda por decir lo
obvio.
(SIN
EMBARGO.MX/ Humberto Padgett/ julio 2,
2015 - 00:00h)
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