
Enrique Semo
Bajo el Porfiriato apareció una incipiente clase obrera, pero la prohibición
general de huelgas y de asociación así como las condiciones extremadamente
adversas de trabajo produjeron a final de cuentas las primeras grandes huelgas
duramente reprimidas.
En la clase media también se multiplicaron las tensiones
pese a su crecimiento. Comenzó a surgir una intelectualidad crítica o incluso
disidente.
A finales del Porfiriato éste fue un sector de la población que acabó
transformándose en una oposición al régimen.
El predominio del capital
extranjero en todas las ramas dinámicas, fuera de la agricultura, dificultaba el
desarrollo de una burguesía mexicana independiente y fuerte.
El nacionalismo
comenzó a expresarse como resistencia al excesivo dominio del capital extranjero
pero fue la modernización de la agricultura la que produjo las mayores
tensiones.
La creciente concentración de la propiedad de la tierra afectó
negativamente a los pueblos libres y a los pequeños propietarios.
Muchos de
ellos tuvieron que abandonar sus tierras. Los peones de las haciendas vieron sus
condiciones humanas degradarse.
Las compañías deslindadoras vinieron a agravar
los procesos de expropiación después de las Leyes de Colonización de 1883 y
1894.
El crecimiento y también las tensiones se fueron acumulando a lo largo de una
generación completa y estallaron a raíz de una crisis económica en
1907-1910.
Ésta se inició en Estados Unidos y tuvo efectos graves para México. En aquel
país el primer síntoma fue un “pánico bancario”, como se decía en aquella época.
Una burbuja de especulación ligada con el cobre se transmitió a los grandes
bancos y los trusts, que entonces eran la novedad.
La crisis financiera se
comunicó rápidamente al resto de la economía.
Los efectos del pánico financiero
en el país vecino comenzaron a sentirse en México, causando una recesión en 1907
y 1908.
La caída de los precios del cobre, la plata, el henequén y otros productos de
exportación; la reducción de la oferta de trabajo para mexicanos en la
construcción de ferrocarriles y la industria norteamericana; el déficit
presupuestal a nivel federal y en los estados de la República; el cierre de
minas importantes; la crisis en las fincas henequeneras y en el sistema de
bancos de crédito y emisión recién creados, fueron algunos de los síntomas.
También se produjo una crisis política en los grupos dominantes y en el
Estado, las pugnas entre los científicos por un lado y otros sectores de la
clase dominante (los Madero y los Reyes, por ejemplo) menos favorecidos se
agudizaron y el gobierno se vio cuestionado por la oposición en el último
intento de reelección de Porfirio Díaz.
En México las dos revoluciones fueron precedidas por un periodo en que los
círculos dominantes, embriagados por los éxitos de la modernización desde
arriba, dejan de cumplir con el principio establecido en su tiempo por José
María Luis Mora: cada gobierno debe “representar a toda la sociedad, a la vez
que se defienden los intereses de una parte de ella”.
Es decir que se puede
favorecer a una clase, pero se debe tomar en cuenta a todas las demás. En un
país eminentemente rural los campesinos sienten amenazadas sus comunidades no
sólo por la expropiación de tierras, sino por el ataque a su tejido social, cosa
que sucedió antes de la Revolución de Independencia y de la Revolución Mexicana.
Los conflictos locales o parciales se multiplican hasta que surge una nueva
identidad rebelde de más vastas proporciones.
III
Hablemos ahora del mundo y del México actual. Como en el pasado, México sigue
siendo un país dependiente en el cual los grandes impulsos del cambio no parten
de su realidad interna, sino que se encuentran subordinados a movimientos cuyo
epicentro son los países desarrollados.
El mundo vive cambios epocales. Por una parte la consolidación, enteramente
dentro del escenario capitalista, de una nueva revolución tecnológica que ha
abierto el paso de la civilización industrial a la civilización informática.
Por
otra, el fracaso de los intentos de construir sociedades poscapitalistas en el
siglo XX, que pretendían asegurar el desarrollo de las capacidades humanas desde
un orden equitativo, justo y fraternal.
Tampoco tuvo éxito el Estado de
Bienestar cuyos restos están siendo desmantelados ante nuestros ojos.
Probablemente los primeros ensayos de construir sociedades socialistas o
sociedades socialdemócratas en el siglo XX fueron prematuros o se dieron en
escenarios inadecuados.
También acabaron en la derrota varios movimientos
revolucionarios en el Tercer Mundo.
A diferencia de los dos casos anteriores, la
modernización desde arriba mexicana (1982-2012) se produce en un periodo de
hegemonía indisputada del capital financiero mundial que ha penetrado en los
rincones más recónditos, como la familia y la mente de los individuos.
Ha cambiado la relación entre las compañías trasnacionales y los Estados
nacionales.
Las redes en las firmas y sus relaciones externas han hecho posible
un considerable aumento del poder del capital vis-a-vis el trabajo, con el
descenso concomitante de la influencia de los sindicatos y otras organizaciones
obreras.
Han surgido nuevos centros de desarrollo capitalista, como los BRIC,
mientras los veteranos se encuentran sumidos en una profunda crisis.
Simultáneamente, actividades criminales y mafias que se han transformado en
redes globales, proveyendo los medios para el tráfico de drogas, junto con
cualquier forma de comercio ilegal demandado por nuestras sociedades, desde
armas sofisticadas hasta carne humana.
El “pensamiento único” o Consenso de
Washington, expresión ideológica de la nueva hegemonía, es absolutamente opuesto
a la Ilustración y al Liberalismo de los siglos XVI-XVIII y al socialismo y al
nacionalismo anticolonialista de principios del siglo XX.
Como en las dos ocasiones anteriores, el periodo de auge termina en el mundo
con una crisis financiera aguda desde los años 2008-2009 cuyo desarrollo futuro
nadie puede prever.
Mientras –como declaró recientemente Juan Somavía, director
general de la Organización Internacional de Trabajo en 2011– el desempleo ha
llegado a un nivel histórico de 200 millones de personas en el mundo y la
economía en esta nueva desaceleración sólo está generando la mitad de puestos de
trabajo demandados por la dinámica demográfica.
En México a partir de 1982 el modelo de sustitución de importaciones fue
reemplazado por una apertura comercial y financiera irreflexiva, total y
extraordinariamente corrupta.
Se firmó el Tratado de Libre Comercio de América
del Norte (TLCAN) y se abrieron las puertas irrestrictamente a la inversión
extranjera. Hubo un proceso de desindustrialización y expansión de la maquila.
Se privatizó la banca y se dio fin a la reforma agraria, abriendo la puerta a la
privatización de los ejidos.
La economía informal adquirió un carácter
estructural, probando que la demanda decreciente de trabajo en la producción se
ha transformado en un excedente crónico alucinante de trabajadores: 50% de la
fuerza de trabajo está en la economía informal.
Como en los dos casos anteriores, las Reformas Borbónicas y el Porfiriato, ha
habido una concentración aguda del ingreso y una reducción del nivel de vida en
la mayoría de los sectores populares.
El único éxito ha sido hasta ahora
convertir a México en un importante exportador de productos industriales que se
ha confundido con la incorporación del país al proceso de globalización.
Sin
embargo hay que decir que las maquiladoras que explican este aumento son
principalmente extranjeras, sobre todo norteamericanas, y su integración con la
industria nacional es muy baja.
Al mismo tiempo ha aparecido una nueva clase
media ocupada en los servicios, muy modesta pero sostenida artificialmente por
el crédito al consumo.
Desde 1982 la economía y la sociedad han conocido cambios
profundos a partir de un golpe de Estado pacífico orquestado por una tecnocracia
formada en Estados Unidos.
Veamos el parecido con los sucesos de los otros dos finales de siglo, las
Reformas Borbónicas y el Porfiriato.
En las tres ocasiones los cambios en los
centros de la economía mundial fueron introducidos a México por intereses
extranjeros y en condiciones de una modernización desde arriba.
Hoy como ayer,
el progreso social y económico del país ha sido extremadamente desigual y ha
terminado en una crisis muy profunda.
Pero también hay diferencias muy importantes. Mientras que en los dos casos
anteriores el proceso terminó en una revolución, esta vez no se le ve al
neoliberalismo un fin tan violento.
Aparte de los factores internacionales, una
de las causas internas de la diferencia es que en México la reforma electoral ha
abierto algunos canales a la expresión popular.
El sistema tripartita que ha
surgido ha creado esperanzas.
No es casualidad que en dos ocasiones (1988 y
2006) de irrupción popular en la política, ésta se realizó a través de las
elecciones. Hubo un tiempo en que la tesis de la “transición democrática” se
hizo cada vez más popular.
Tal parecía que lo único que quedaba a discutir era
el cómo, cuándo y dónde se daba cada paso en la culminación del proceso. Ahora
sabemos que ésta era una ilusión. En el presente se da una democracia frágil y
contaminada por las viejas formas de hacer política.
Dos fraudes electorales, el de 1988 y el de 2006; el distanciamiento de la
clase política de los grandes problemas nacionales; los constantes conflictos
poselectorales locales; el crecimiento del crimen organizado y de la corrupción
masiva, ponen en riesgo la democracia incipiente recién conquistada.
Podemos
decir que las viejas formas de cambio tienen una reciedumbre mayor que el cambio
negociado que es la base de la democracia.
Las oligarquías políticas y
económicas del país están firmemente unidas en defensa de la modernización desde
arriba llamada neoliberalismo.
A partir de 2006 el Ejército ha sido sacado a la
calle con el objetivo explícito de la lucha contra el narcotráfico.
Felipe
Calderón y el jefe del Estado Mayor le han dado al fenómeno un contenido
político: se construye el Estado militarizado y la corrupción adquiere una
continuidad entre crimen y política, extraordinariamente disolvente.
Pese a la
demagogia sobre la democracia en los medios se oyen ecos peligrosos de esa
política de la Nueva España, cuando un reformador borbónico como el marqués de
Croix, después de reprimir sangrientamente un movimiento de protesta, decía: “de
una vez para lo venidero deben saber los súbditos del gran monarca que ocupa el
trono de España que nacieron para callar y obedecer y no para discutir ni opinar
en los altos asuntos de gobierno”, y reminiscencias de la “paz sepulcral”
porfiriana que en algún momento se condensó en el famoso telegrama: “Mátalos en
caliente”.
La oligarquía actual no quiere ceder y los sectores populares no tienen la
fuerza ni la organización para imponer la negociación.
Una oportunidad de cambio
progresista por la vía electoral está con el candidato de las izquierdas, Andrés
Manuel López Obrador.
Con su triunfo se produciría un cambio importante en la relación de fuerzas a
favor del pueblo.
Pero la verdadera alternativa sólo comenzará a definirse si su
victoria se manifiesta con una mayoría indisputable en las urnas y si ésta se
apoya en una fuerte movilización social, antes y/o después de las
elecciones.
No olvidemos que en la situación mundial actual hay una diferencia
fundamental con las dos crisis anteriores.
No existen olas revolucionarias
comparables a las del siglo XVIII ni a las del principio del siglo XX que dieron
la vuelta al mundo y cambiaron radicalmente su faz durante un siglo.
El dominio
del capitalismo es total. La salida pactada como alternativa democrática al
momento confrontacional es posible, pero difícil.
La izquierda actual de México, como la de toda América Latina, ha abandonado
las posiciones radicales del pasado.
Poco se parece a las fuerzas de Morelos o
Guadalupe Victoria de la Independencia o a los liberales radicales y a los
anarquistas de la gran Revolución.
Su plataforma es la de un frente muy amplio,
muy diverso en sus ideologías, que se concentra en introducir desde el gobierno
una serie de cambios que restituyan posiciones populares perdidas debido a la
política de los gobiernos priistas y panistas que han gobernado desde 1982.
¿Qué podrá esperarse del triunfo de una vasta alianza de este tipo?
Ante
todo, frenar la descomposición que crea la corrupción y las prácticas
clientelares; una nueva política agraria que asegure una mayor independencia
alimentaria; la reducción paulatina de las exenciones fiscales a las grandes
empresas; la creación de una política social que permita la ampliación a buen
paso del mercado interno y aumente considerablemente la importancia de las
industrias pequeñas y medianas nacionales para abastecerlo.
también por
una reforma del TLCAN que propicie, entre otras cosas, la libertad migratoria
que ahora no existe. En una palabra, cambiar las políticas que benefician
exclusivamente a las trasnacionales extranjeras o mexicanas por políticas que
tengan el objetivo del bienestar social y la soberanía.
Una izquierda tan heterogénea como la mexicana o la latinoamericana en la
actualidad no puede ir más allá de modificaciones al funcionamiento del
capitalismo. Antes que nada la alternativa al neoliberalismo mexicano debe
enfrentarse con el mito de Margaret Thatcher: there is no alternative!
Si,
amedrentado, el discurso de la izquierda mira hacia atrás, hacia la
mistificación de la Revolución Mexicana que utilizó el PRI durante 40 años,
caerá inevitablemente en los lastres y las ilusiones del siglo XX.
La
alternativa está sólo en el futuro, no podemos guiarnos por el refrán “cualquier
tiempo pasado fue mejor”.
El neoliberalismo no va a ser frenado por los
nostálgicos del ogro filantrópico.
Los tiempos mejores se tienen que construir
con la argamasa del futuro.
La desaparición del “socialismo realmente existente” no ha resuelto las
contradicciones sociales y culturales del capitalismo, que sigue siendo, como lo
dijo Carlos Marx en su tiempo, un sistema que sólo puede avanzar sembrando en el
camino la guerra, la desocupación y la desigualdad extrema.
La práctica actual de una izquierda amplia con objetivos que no trascienden
el capitalismo, no cancela la hipótesis socialista.
“Un mapamundi que no incluye
la utopía, no vale siquiera la pena de ser mirado”, decía Oscar Wilde. Estamos
ante una tradición filosófica que se remonta a épocas muy lejanas, a una
aspiración humana que no se puede eliminar por arte de magia.
Es imposible extirpar un cuerpo de ideas, un pensamiento político,
expresiones artísticas y literarias rebeldes y, sobre todo, una tradición de
lucha que han existido durante siglos y que no pueden ser borradas de un manazo.
La verdadera alternativa no se agota en la lucha contra el neoliberalismo. Debe
comprender que las raíces del mal están en el capitalismo.
La hipótesis socialista inmersa en el pensamiento contemporáneo, en lo
específico de cada país, en el optimismo intelectual basado en la capacidad de
entender y resolver problemas prácticos, es la única arma contra la rendición
incondicional y un regreso absoluto a las costumbres capitalistas que nos exige
el “pensamiento único”.
Es necesario y es posible aprender a vivir en la tensión
constante entre las modestas tareas actuales y las aspiraciones de emancipación
de la humanidad, que deben ser reconstruidas sobre la marcha, fusionando el
pasado con el futuro.
* Economista e historiador. Investigador emérito de la UNAM con estudios en
la Escuela Superior de Derecho y Economía de Tel Aviv y en la Universidad
Nacional, y un doctorado en historia económica en la Universidad Humboldt de
Berlín.
Correo electrónico: esemo602@hotmail.com
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