
Enrique Semo
MÉXICO, D.F. (Proceso).- El periodo que hoy vivimos no está suspendido en el
limbo sin pasado y sin futuro. Es difícil entenderlo sin relacionarlo con
nuestra historia o intentar hacer una prognosis sobre su futuro.
Al contrario,
tiene antecedentes muy claros. Lo podemos definir recurriendo al concepto de
Gramsci de revolución pasiva o revolución desde arriba, que aplicada a un país
dependiente como el nuestro se transformaría en modernización pasiva o
modernización desde arriba.
Esta forma de cambio social y económico designa el intento autoritario de un
hombre fuerte, dictador o rey, apoyado en una burocracia dominante y sectores de
la clase hegemónica, que pretende introducir en un país atrasado las reformas
necesarias para ponerlo al nivel de los países desarrollados, sin consultar al
pueblo, obligándolo a cargar con los costos de las reformas y recurriendo en
todos los casos necesarios a la represión o la cooptación.
Quizás el mejor ejemplo de revolución pasiva sea la de Bismarck (1815-1904),
genial político que llevó a la Alemania atrasada a transformarse en un gran
imperio cuya constitución se firmó en el París ocupado por las tropas alemanas;
en una gran potencia industrial que rápidamente disputó la hegemonía mundial a
Inglaterra y a las otras potencias. Pero esta revolución pasiva fue exitosa
–desde el punto de vista de los objetivos de Bismarck y los círculos junker– y,
como lo veremos más adelante, nuestras modernizaciones pasivas no.
Mi hipótesis es que hay en la historia de México tres periodos que
corresponden como gotas de agua a modernizaciones pasivas desde arriba. La
primera, en los años 1780-1810; la segunda, un siglo después, en los años de
1880-1910, y la tercera, en el periodo aciago de 1982 a 2012.
Se comparan los tres periodos de modernización pasiva buscando similitudes y
diferencias, para luego intentar algunas prognosis sobre el futuro inmediato del
México actual. Sabemos que la historia no se repite. Pero creemos que la
historia de cada sociedad tiene sus regularidades.
Hoy México se encuentra en una encrucijada que lo puede llevar a seguir la
tendencia predominante hacia la izquierda en el resto de América Latina o
persistir en la vía conservadora del presente.
Comparemos las modernizaciones
desde arriba de 1780-1810, 1880-1910 y 1982-2012, o sea lo que se llamó las
Reformas Borbónicas, el Porfiriato, para pasar luego a lo que hemos denominado
el Periodo Neoliberal.
Encontramos entre los tres las siguientes coincidencias:
En el mundo se produce una gigantesca revolución técnica con sus
consecuencias sociales y políticas. Durante las últimas décadas de la Colonia,
la Revolución Industrial y sus secuelas; a finales del siglo XIX, la segunda
Revolución Industrial, y a finales del siglo XX y principios del XXI el
gigantesco boulversment de la informática.
En la Nueva España y luego en México, país atrasado, se intentan aplicar
desde arriba reformas que le permitan integrarse a ese proceso. El poder está en
manos de la Corona borbónica, Porfirio Díaz y la Tecnocracia.
Los efectos de esas reformas son muy desiguales. A la vez que benefician a
algunos sectores de la población perjudican brutalmente a otros.
Queriendo
imponer los aspectos de la modernidad que convienen a las clases dominantes e
impedir el desarrollo de las que benefician a los sectores populares,
generalmente se produce una gran concentración de la riqueza y los ingresos.
Los intentos terminan en las tres ocasiones en grandes crisis económicas de
origen exterior, que rápidamente se transforman en crisis multisectoriales en
México.
Surgen pequeños grupos que cuestionan estas formas de modernización.
Desarrollan una nueva ideología y se proponen actuar para cambiar las vías de
reforma vigentes, enarbolando las banderas de soberanía, libertad, igualdad y
justicia social.
La derecha no aparece como partidaria del pasado, sino de un
tipo de reformas, y la izquierda debe cuidarse muchísimo en no enraizarse en un
pasado imaginariamente mejor, sino en ser protagonista de otro tipo de cambios
posibles que tienen como faro el bienestar de las mayorías. En esas condiciones,
el problema de para quién y con quién se hacen las reformas se vuelve
central.
En los primeros dos casos, la modernización desde arriba acaba en una
revolución social, mientras que aún no sabemos qué fin tendrá la etapa
neoliberal.
Durante esos periodos se dan olas de revoluciones sociales y
políticas, como a finales del siglo XVIII y a principios del siglo XX. En cambio
el neoliberalismo se mantiene, después de 30 años, pese a la convicción de
muchos de que el modelo no ha alcanzado los objetivos deseados.
1
Desde finales del siglo XVIII la sociedad en Europa Occidental entró
tempestuosamente en la era de la modernidad. El capitalismo industrial no puede
existir sin revolucionar constantemente la tecnología, los sistemas de trabajo,
la ideología y la cultura.
Como decía E. J. Hobsbawm, la misma revolución que se
llamó industrial en Inglaterra, fue política en Francia y filosófica en
Alemania. Este fenómeno afectó no sólo a las metrópolis, sino también a sus
colonias.
En la Nueva España la Ilustración y el liberalismo, opuestos a las ideas del
antiguo régimen, se filtraron por mil caminos. Aun cuando no se desarrolló una
cultura de la Ilustración digna de ese nombre, la diferencia entre
escolasticismo y liberalismo, entre tradicionalismo y modernidad, se fue
ampliando.
El imperio español, que se atrasaba cada vez más respecto a las otras
potencias europeas, hizo un extemporáneo y efímero esfuerzo de modernización,
que se conoce con el nombre de Reformas Borbónicas. Por primera vez en la
historia de lo que sería más tarde México, entra en escena la modernización
desde arriba.
Carlos III de España impulsó un conjunto de reformas en las colonias que
debían centralizar el control en manos de una burocracia peninsular, que
respondía directamente al rey, aumentar considerablemente las transferencias a
la metrópoli y desarrollar su condición de mercados cautivos para los productos
españoles. Se redujeron los privilegios con que contaba la Iglesia, la
corporación feudal más poderosa de la Colonia, para pasarlos a la Corona.
En lo que respecta a las finanzas públicas, se aumentaron los impuestos, los
monopolios estatales y los préstamos forzados para aumentar los ingresos. Se
reformó el régimen de comercio, abriendo nuevos puertos americanos al comercio
con España.
Se crearon nuevos Consulados en Guadalajara y Veracruz y se abrió el
comercio intercolonial entre la Nueva España y los virreinatos de Nueva Granada
y Perú.
En resumen, en 30 años se rompieron las bases del régimen que durante
dos siglos había estrangulado al comercio, liberalizando a éste estrictamente
dentro de los marcos del imperio.
Se tomaron importantes medidas para estimular
la producción de plata. Al mismo tiempo, se prohibieron actividades que
competían con las exportaciones españolas.
Sobre esa modernización desde arriba ha dicho Brading que fue una segunda
conquista de América y un aumento del poder de los ricos sobre los pobres.
Se
registró una caída de los salarios reales, los obrajes quebraron como efecto de
la competencia de los productos industriales europeos, hubo crecientes
dificultades de acceso a los alimentos básicos, impuestos mayores y exacciones
de emergencia que redundaban en transferencias muy elevadas hacia la metrópoli.
Los problemas de tierra en las comunidades se volvieron agudos, principalmente
en las zonas que conocían los efectos del crecimiento demográfico o de la
expansión de las haciendas.
El último zarpazo económico de la imperial España contra la economía de su
Colonia fue una serie de medidas para transferir importantes fondos a sus
cuentas, exhaustas por las repetidas guerras.
De un promedio anual de 6.5
millones de pesos de ingresos fiscales en 1700-1769, se pasó a 17.7 millones en
1790-1799 y a 15.8 millones de pesos en 1800-1810.
Es importante destacar que
algunos de estos impuestos eran cubiertos principalmente por las clases
populares. Se calcula que en los últimos 20 años de poder español, la Nueva
España remitió a la metrópoli entre 250 y 280 millones de pesos, lo que
equivalía a más del ingreso nacional en un año.
Al final de la Colonia, una generación de mexicanos descontenta con su
realidad asumió un proyecto para el futuro que prometía mucho más de lo que las
condiciones objetivas reales permitían realizar.
Generalmente, estas utopías
liberales no fueron sino la imagen más o menos deformada de las circunstancias
existentes en los países más desarrollados.
Durante el siglo XVIII se
registraron más de 200 rebeliones indígenas y de negros esclavos o cimarrones,
algunas de ellas inspiradas en un milenarismo antiespañol o en exigencias de
mayores libertades y mejores condiciones para sus comunidades.
Iniciada la crisis de la Corona española en el periodo prerrevolucionario se
produjo el intento del cabildo de la Ciudad de México en 1808 de convocar a un
Congreso para que la Nueva España se gobernara autónomamente mientras la
metrópoli estuviese ocupada por los franceses.
Antes, en 1801, se había
sublevado en Tepic el indio Mariano, que pretendía restablecer la monarquía
indiana y nunca pudo ser capturado.
Luego surgió en Querétaro una conspiración
que comenzó a elaborar planes para la convocación de un Congreso
novohispano.
2
El periodo de modernización en el Porfiriato (1880-1910) obedeció también a
impulsos externos poderosos. La segunda Revolución Industrial estaba en plena
marcha.
La maquinaria moderna impulsada por el vapor sustituyó todas las otras
formas de producir. Al mismo tiempo aparecieron nuevas fuentes de energía: la
electricidad y el motor de gasolina. Hacia 1890, el número de lámparas
eléctricas y la producción de petróleo se elevaron velozmente.
Alrededor de 100
mil locomotoras, arrastrando sus 3 millones de vagones, cruzaban el mundo
industrial. Los telégrafos, y más tarde los teléfonos, se generalizaron.
Los
países más desarrollados entraron en una fiebre colonialista y los imperios
ingleses, franceses y alemanes crecieron rápidamente. En las metrópolis una
acumulación vertiginosa de capital obligó a invertir en las colonias y los
países dependientes.
Pero el auge desembocó en una gran crisis en 1907, una
mortífera guerra mundial y una cadena de revoluciones sociales que dieron la
vuelta al mundo: México, Persia, China, Rusia, Hungría, Turquía y hasta
Alemania.
En el último tercio del siglo XIX, el Estado mexicano se había consolidado.
Pronto, Díaz se alió con los empresarios europeos y estadunidenses ofreciéndoles
condiciones inmejorables para atraer capitales que lo ayudarían a modernizar el
país y pacificarlo. Un río de dinero extranjero, al cual se le dio toda clase de
alicientes y privilegios, fluyó en el país.
Para 1910 se habían ya invertido
2 mil 700 millones de dólares, 70% del total de las inversiones.
Se construyó una red ferroviaria que integró el mercado interno y estrechó
los lazos de México con Estados Unidos.
Renació la minería de la plata y la
producción del cobre y la del petróleo se convirtieron por primera vez en
exportaciones importantes. Lo mismo sucedió con el café, el henequén y el
ganado, que fluía hacia Estados Unidos.
La producción industrial para el mercado
interno creció en el rubro de los textiles y se inició en los del papel, hierro
y acero. Los migrantes del centro del país se establecieron en los pueblos
mineros, en las haciendas y en las ciudades en crecimiento del norte.
Miles de
mexicanos iban a trabajar al país vecino. Todo eso creó relaciones económicas
similares a las que existían antes entre la Colonia y la metrópoli en el siglo
XVIII en lo que respecta a la orientación del crecimiento.
El desarrollo del
país se configuró de acuerdo con intereses externos. Esto era sobre todo
evidente en la agricultura. Lo perverso del importante desarrollo de finales del
siglo XIX es que poco benefició a las clases trabajadoras del campo y la ciudad
y aumentó considerablemente los desequilibrios y las fricciones sociales.
Una
vez más, las reformas introducidas durante el Porfiriato fueron, en el sentido
más puro, una modernización desde arriba.
El pequeño grupo de empresarios y
políticos que tenían el control del país no buscó en ningún momento un pacto
social que distribuyera los beneficios aportados por el cambio a todos los
sectores de la población.
El lema de la élite dominante era: “orden político y libertad económica”.
Para librar a la clase obrera de la opresión del capital –decían Los Científicos
en su órgano Revista Positiva– no hay que recurrir a un mejor reparto de la
riqueza, sino a un mejor empleo de los capitales.
* Economista e historiador. Investigador emérito de la UNAM con estudios en
la Escuela Superior de Derecho y Economía de Tel Aviv y en la Universidad
Nacional, y un doctorado en historia económica en la Universidad Humboldt de
Berlín.
Correo electrónico: esemo602@hotmail.com
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