El
presidente Enrique Peña Nieto rompió con la vieja Doctrina Estrada que rige la
política exterior mexicana, sin darse cuenta.
De
la no intervención en los asuntos internos de otros Estados, pasó a la
intervención directa de los asuntos de un gobierno extranjero.
Fue
el texano, para el cual no escatimó calificativos al condenar abiertamente que
el gobernador Rick Perry haya enviado a la Guardia Nacional a su frontera con
México para frenar la inmigración indocumentada.
El
Presidente cuestionó de esa manera el radicalismo de Perry, que ante la crisis
humanitaria por el incremento de niños indocumentados sin acompañantes, optara
por la vía criminal.
¿Fue
deliberado el cambio de paradigma que planteó el Presidente?
Con
toda la información disponible, se puede decir que no, y que ni siquiera forma
parte de la estructura mental del gobierno.
La respuesta del Presidente a Perry, en una
entrevista reciente, se ubica en el tiempo y el espacio del desplazamiento de
los mil soldados de la Guardia Nacional la semana pasada a la frontera con
Tamaulipas, y motivó una reacción inmediata de la oficina del gobernador en
Austin.
Su
vocera, Lucy Nashed, dijo que en lugar de cuestionar al gobernador, esperarían
un trabajo más cercano para abordar el problema.
El
gobierno mexicano no respondió a la provocación con una nueva declaración del
Presidente o de la Cancillería.
Fue
la cónsul en Austin, Marcela Ojeda, quien comunicó a la oficina del gobernador
que ella estaba lista para trabajar con el gobernador en nombre de México.
No
le regalaron a Perry la interlocución con Peña Nieto, que necesita en estos
momentos, a escaso mes y medio que se elija a un nuevo gobernador para que él
empiece formalmente su campaña por la candidatura presidencial republicana en
enero.
Perry
es un político astuto que entiende que cada vez que los republicanos son
débiles en discurso y acciones en el tema de la inmigración, pierden adeptos.
En
1990 California, los republicanos moderaron sus críticas a la inmigración
indocumentada justo en el momento en que crecía la población hispana, por lo
que los votantes los castigaron, y los desaparecieron del mapa electoral.
En
Texas, la población hispana superará en número a los anglosajones en 2020.
La
dureza del discurso y las acciones de Perry, si se recuerda California, puede
ser contraproducente en el largo plazo, pero no en el corto.
Tras
el anuncio de enviar la Guardia Nacional a la frontera, las encuestas sobre los
aspirantes republicanos a la Casa Blanca lo empataron con el otrora puntero,
Jeb Bush.
En
ese juego de espejos políticos y electorales está la dialéctica del presidente
Peña Nieto y la reacción de enviar a la cónsul Ojeda como interlocutora del
gobernador.
Eso
resuelve la coyuntura, ciertamente, pero no el trazado que involuntariamente
dibujó el Presidente al intervenir en un asunto interno de Texas y de Estados
Unidos.
Su
declaración contradice el principio de la no intervención en los asuntos
internos de otros Estados porque viola la soberanía, planteada por el canciller
Genaro Estrada en 1930, que dio origen a la Doctrina Estrada, que ha regido a
la política exterior mexicana desde entonces.
Su
aplicación, empero, ha sido mañosa a través de los tiempos, como cuando el
presidente Luis Echeverría se enfrentó al dictador Francisco Franco al
cuestionar la ejecución de vascos, o cuando el presidente José López Portillo,
firmó con Francia la declaración que le daba beligerancia al Frente Farabundo
Martí de Liberación Nacional en El Salvador.
La
política exterior mexicana, siempre principista, también ha sido sibilina. No
hay crítica o debate sobre de ella porque no es un tema de interés masivo, y
las únicas ocasiones donde se da la discusión es cuando se cruzan intereses
políticos de las elites.
Pero
la atadura a la Doctrina Estrada ha llevado a México en los últimos años a no
ser considerado un actor que asume sus responsabilidades en el campo de las
relaciones exteriores.
Por ejemplo, en la discusión sobre un asiento
permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU, México siempre es visto con
desdén por su negativa a participar con los Cascos Azules en el mantenimiento
de la paz en el mundo.
A
lo más que ha llegado, por citar tres casos, es el envío de policías a Haití
por el terremoto en 2010, zapadores del Ejército a Honduras para tareas de
rescate por Mitch, el devastador huracán en 1998, y de cocinas a Nueva Orleans,
tras el otro huracán Katrina en 2005.
Si
el presidente Peña Nieto tiene una vocación internacionalista, necesita probar
con una política exterior activa que va en serio.
Los
principios son invaluables, pero tienen que encontrar su nuevo marco de
referencia para defender la soberanía mexicana, porque lo que hay ahora es
insuficiente.
La
realidad de un mundo que ya no tiene polos
ni centros de gravedad estables, escribió Alejandro Rodiles hace un año en la
revista Este País, ya no permiten a México, ni a nadie, situarse estáticamente.
“No
podemos ser defensores de un formalismo rígido, basado exclusivamente en los
procesos e instituciones establecidos, como lo demanda la diplomacia mexicana
tradicional”, apuntó Rodiles. Es absolutamente cierto. Si el Presidente se
asomó por la puerta de atrás a esta realidad, es momento para abrir su
discusión y permitirse un nuevo legado para México en estos tiempos de
globalización. Si no lo hace, será una oportunidad perdida.
rrivapalacio@ejecentral.com.mx
twitter:
@rivapa
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