Se
llevaba con un tío que escuchaba corridos del narco y todos se los aprendió.
Escuchaba que hablaban de andar encuernados, con las pecheras, en las troconas
del año a todo lo que da, disparando ráfagas plomizas, trozando y arremangando
gente. En la cuatrimoto se sentía poderoso. Hacía piruetas y dejaba la marca de
los arrancones en la tierra.
Se
aprendió las claves con las que los malandrines, los jefes, los sicarios,
salían de los retenes. Y las usó cuando los de la municipal lo atoraron en la
cuatrimoto haciendo desmanes. Los polis lo sometieron a chingazos y esposado se
lo llevaron a los separos de la corporación, de donde fue sacado por sus padres.
Era
un morro de bien, ondeado por la propaganda grotesca de esas canciones en las
que los protagonistas siempre eran valientes y guapos y altos y güeros y leales
y entrones. Sus padres trabajaban y él estudiaba. Cuando salió de la secundaria
agarró trabajos de fin de semana y luego encontró un empleo que no lo impidió
dejar de estudiar.
Como
dicen ustedes, andas bien piñado mijo. Fue el regaño de su madre. Le pidió que
no dejara la escuela ni el trabajo, que esos morros alterados y enclicados no
tenían mañana y que no querían aprender que en la vida había que estudiar y
trabajar. Por eso van a terminar mal: en la cárcel o dentro de una caja de
madera, en medio de un funeral. Sí amá, le contestaba él. Ta bien, amá.
Pero
sus amigos tenían peso en sus lealtades. Andaba con ellos y supo lo que era
arremangar jodidos. Trozaron a uno y a otro, pero luego fueron cayendo ellos
también: uno a uno, despacio, por separado, por andar de desmadrosos,
cajeteando los jales, llamando la atención de los policías y los militares.
En
una ocasión los soldados los detuvieron. A todos se los llevaron porque traían
bolsitas con coca. A él no le encontraron nada. Lo soltaron porque traía la
credencial de la escuela y les dijo que también trabajaba. Sabe tu mamá en qué
andas, morro. Le dieron una cachetada que le dejó la mejilla como tapadera de
olla exprés y lo despacharon a su casa.
Un
día salió a la escuela y en el camino se enteró que habían arremangado al
último que quedaba de ese grupo de amigos. Cinco en total: habitantes del panteón,
ausencias, nostalgia de la oscura vida criminal. Frenó un poco más y se clavó
en los estudios y el trabajo. A solas, en un semiencierro, en su casa, puso los
corridos de la narcada, la buchonada y eso de andar arremangando cabrones.
Tarareó despacio, casi en secreto.
Hijo
por qué ya no sales. Ve con tus amigos, a una fiesta. Diviértete, pero
sanamente. No amá, ya no tengo amigos. Todos están muertos. Y se asomó a la
calle vacía, damnificado de nostalgia y llovizna. Y se volvió a meter.
(RIODOCE/
Columna Malayerba de Javier Valdez/ Septiembre 14, 2014)
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