Javier Valdez/Malayerba
Esa noche le tocó
cuidar a los hijos del viejón en una fiesta. Hombres armados daban vueltas sin
parar en los alrededores, otros custodiaban y recorrían la manzana, y el resto
estaban en las esquinas, en el techo de la casa y por toda la calle: cuernos
con cargadores de disco, armas cortas en fornituras y dos camionetas blindadas.
Adentro volaban los
camarones y los cortes finos: los de la blanca y los de carnes rojas. Cerveza,
güisqui, tequila y ginebra. Los del conjunto de música norteña alternaban con
los de la banda y estos con otra banda. Los sonidos viajaban en un túnel que parecía
un espiral angosto que luego se ananchaba, crecía y se expandía sin reventar.
Dentro, todo era
sabores y pieles ajenas. No era una fiesta de negocios o cumpleañera, sino un
simple ejercicio de ratificación del poder y la vida en las cumbres de la criminalidad.
Y en medio, cachitos de amistad y lealtad, destellos de fidelidad perruna y
cuerpos como escudos que se pueden sacrificar.
Afuera, los punteros
y sicarios y escoltas se repartían la zona. Nadie debía pasar. Músculos tensos
y duros. Dedos índices a centímetros de los gatillos. Tiro arriba, cargadores
abastecidos y dentro de los compartimentos de las pecheras. Seguro botado, como
esas miradas, esos corazones bravos, ese índice nervioso como un resorte
delgado.
Vamos a dar otra
vuelta, dijo él. Era el comandante de la cuadrilla. Sueldo de veinte mil pesos
mensuales que no llegaba ni los días quince, sino el veinte o el veintidós.
Adicionalmente, cuatro mil pesos diarios para comprar gasolina, algo de comida
y cigarros.
Del último anillo de
seguridad reportaron movimientos sospechosos. A varias cuadras de ahí. Al
ratito les avisaron que era un convoy de militares: van para allá, dijo el del
radio Nextel. Todos se pusieron en alerta. Avisaron a los jefes. Evacuaron a
los jefes en una de las blindadas.
Era una jumer
artillada la que iba al frente. Atrás dos voladoras y un camión verde olivo.
Eran unos cincuenta. La calle los vio venir: el oscuro pavimento se incendió
con las luces altas de las patrullas militares. Vámonos, gritó uno. Varios
lograron salir.
Él miró y decidió
topárselos. Volteó hacia atrás y miró cómo los jefes dejaban a su paso el
reflejo de las luces rojas traseras. Sacrificarse era la orden. Aceleró y pegó
de frente, en seco, con los que encabezaban el convoy. Él quedó herido y el conductor
inconsciente. Los militares los bajaron a chingazos y culatazos. Le
preguntaron, Dónde está tu jefe, pero él no contestó. Lo tuvieron cautivo,
torturándolo. Cuando lo soltaron traía el estómago hinchado, la boca ampollada
y una digestión alterada. Al hospital.
Qué le hicieron,
preguntaron los de la clica. Los guachos lo obligaron a comer mierda.
19 de abril de 2013.
(RIODOCE.COM.MX/ Javier Valdez/ Abril 21, 2013)
No hay comentarios:
Publicar un comentario