Faiber Sabogal, a la izquierda, un
campesino de 29 años, junto a su padre en el municipio de Tumaco, Colombia. “Yo
iba corriendo lejos de los policías, pero el tiro me alcanzó y caí al suelo”,
cuenta Faiber de la protesta de cocaleros el 5 de octubre en la que resultó
herido. Credit Federico Rios Escobar para The New York Times
TUMACO, Colombia – Faiber
Sabogal, un campesino de 29 años, se recuperaba de dos heridas sentado en el
porche de su casa, en la vereda El Tandil, ubicada en una zona selvática muy
cerca de la frontera con Ecuador. Seis días antes, el 5 de octubre, una bala de
fusil entró por la espalda de Faiber y salió por su abdomen, disparada a unos
cincuenta metros de distancia.
“Yo iba corriendo lejos de
los policías, pero el tiro me alcanzó y caí al suelo”, dijo mientras recordaba
la protesta de cocaleros en la que resultó herido, y en la que al menos seis de
sus vecinos murieron.
El Tandil es una vereda
silenciosa perdida entre la selva, con casas hechas de tablas y latón, repartidas
entre lomas surcadas por verdes sembradíos de coca. Los campesinos sobreviven
casi aislados en una zona rural que pertenece al municipio de Tumaco, un puerto
pesquero junto al Pacífico, en el departamento de Nariño, uno de los más pobres
de Colombia.
Durante los últimos años,
esta zona fértil que podría generar cultivos variados ha recibido a miles de
campesinos desplazados que huían de los combates entre el ejército y las Farc.
Muchos de ellos, como Faiber, llegaron desde el vecino departamento de Caquetá,
también rural, con las manos vacías y decididos a cosechar la única hoja
factible.
Hoy la coca, más rentable que
cualquier otro cultivo, sigue creciendo en Colombia, y Tumaco es el municipio
que hace el mayor aporte a esa industria: 23.148 hectáreas, de las 188.000
hectáreas de coca a escala nacional que acaba de contar la Administración para
el Control de las Drogas de los Estados Unidos (DEA, por su sigla en inglés).
Para detener este auge, el
gobierno de Juan Manuel Santos implementó en mayo el Programa Nacional Integral
de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito, después de llegar a un acuerdo de
paz con las Farc —que solían dominar la explotación cocalera— para erradicar y
sustituir cien mil hectáreas del arbusto durante el primer año de aplicación
del programa.
Este programa, según un
informe de la Fundación Ideas para la Paz, ha firmado acuerdos individuales y
colectivos que beneficiarían a más de 140.000 familias en distintas regiones
del país, con apoyo técnico y financiero que permitiría a los campesinos
cambiar de rubro.
En todo Tumaco, donde el desempleo y la
desigualdad campean, los hombres jóvenes suelen dedicarse a solo dos oficios: o
cultivan la hoja de coca o viajan como mulas para exportar la cocaína hacia
México y Estados Unidos. Credit Federico Rios Escobar para The New York Times
Pero esa promesa no se ha
cumplido. La FIP, un centro de pensamiento independiente, fundado en 1999 por
un grupo de empresarios colombianos, dice en su más reciente informe que “el
programa ha causado grandes expectativas en las comunidades locales, pero estas
expectativas no se corresponden con los recursos y la capacidad del Estado”.
Según el informe, “las
brechas entre la entrega de subsidios, la asistencia técnica y la inversión en
bienes y servicios públicos han generado descontento en la población, y podría
exacerbar el conflicto social. El telón de fondo de esta dinámica es una larga
historia de abandono y fracaso al momento de cumplir con los compromisos, lo
que ha generado altos niveles de desconfianza hacia el Estado”.
PICOS, PALAS Y BALAS
Durante los últimos cinco
meses, el ejército y la policía antinarcóticos han llegado a las veredas de
Tumaco para arrancar miles de arbustos a punta de picos y palas. Los hombres
armados irrumpen en los caseríos y arrasan cosechas enteras en solo minutos.
Detrás de ellos los campesinos, resignados, alcanzan a rescatar menos de la
mitad de la hoja, que se seca en unas horas de forma inevitable.
Ancízar Artunduaga, otro
campesino de 33 años, nacido también en Caquetá, llegó en 2005 a Tumaco para
apostarle a la coca. La cultivó durante más de diez años en la vereda Puerto
Rico, ubicada en la parte baja del río Mira, a un par de horas de camino de El
Tandil, donde ocurrió la masacre el 5 de octubre. En algún momento Ancízar se
cansó del trabajo en el campo e invirtió dinero en una tienda donde ahora
provee químicos y fertilizantes a los vecinos que siguen cultivando la hoja.
La vereda de Puerto Rico está
a pocos minutos de Ecuador. La mayoría de las casas son construcciones
recientes, siempre hechas de madera y latón. Allí hay tiendas de abarrotes y un
colegio, pero a la comunidad le ha costado mantener a los maestros, que dejan
de asistir por miedo a la violencia o por lo costoso y difícil que resulta el
viaje desde la zona urbana. Mientras tanto, los niños crecen y andan por ahí
ociosos o muy ocupados raspando los arbustos de coca hasta esquilmarlos por
completo.
En todo Tumaco, donde el
desempleo y la desigualdad campean, los hombres jóvenes suelen dedicarse a solo
dos oficios: o cultivan la hoja de coca o viajan como mulas para exportar la
cocaína hacia México y Estados Unidos. En un solo viaje, pueden recibir hasta
100.000 dólares por el encargo.
Colombia puede mostrar hoy la
tasa de homicidios más baja de los últimos veinte años, con un promedio
nacional de 23,6 por cada cien mil habitantes. Pero Tumaco aún supera el 70.
El informe Forensis 2016,
elaborado por el Instituto de Medicina Legal, analizó las cifras de homicidios
registradas entre 2014 y 2016 en los veinticinco municipios que alojan las
zonas veredales donde la antigua guerrilla de las Farc hace su tránsito a la
vida civil.
Son lugares tradicionalmente
violentos que durante años han vivido acosados por la guerra, atrapados entre
los bandos en pugna. Entre esos veinticinco municipios, los homicidios ligados
al conflicto armado han disminuido después del Acuerdo de Paz. Pero las muertes
violentas asociadas a otros fenómenos, como enfrentamientos entre bandas y
ajustes de cuentas, se han disparado.
Tumaco, así como Tibú
—ubicado en el departamento Norte de Santander, cerca de la frontera con
Venezuela— y San Vicente del Caguán, en Caquetá, al sur del país, suman el 66
por ciento de los homicidios no ligados al conflicto armado en Colombia. Es
decir, muertos que no fueron producidos directamente por la guerra, pero sí
como secuelas de ella.
En toda la zona rural de
Nariño, la guerra de hoy es hija de la paz. La salida de las Farc ha desatado
una batalla por el control del territorio y el provecho financiero del
narcotráfico. Por muchos años la guerrilla controló ese negocio. Cuando se fue,
estalló la crisis: durante cinco meses, la economía informal alrededor de la
coca prácticamente se suspendió porque faltaba un ejército que pusiera orden y
gobernara la zona.
Las finanzas se
descalabraron, el efectivo desapareció y centenares de familias vivieron del
trueque: pasta base a cambio de comida en las tiendas ubicadas entre los
caseríos. Hasta que un nuevo grupo, llamado Guerrillas Unidas del Pacífico,
tomó el control del territorio y asumió las funciones del grupo desmovilizado.
Las GUP están integradas por
antiguos miembros de las Farc que no se acogieron al Acuerdo de Paz. En las
primeras horas después de la masacre de El Tandil, sus hombres fueron acusados
de las muertes por el Ministerio de Defensa, pero rápidamente uno de los
comandantes guerrilleros lo desmintió en un video. En pocas horas, un informe
de la Defensoría del Pueblo atribuyó la posible autoría de los disparos a la
policía antinarcóticos, que estaba en el lugar reprimiendo una protesta de
cocaleros, entre los cuales estaba Faiber.
Durante los últimos cinco meses, el
ejército colombiano y la policía antinarcóticos han llegado a las veredas de
Tumaco para arrancar miles de plantas de coca. Los hombres armados irrumpen en
los caseríos y arrasan cosechas enteras en solo minutos. Credit Federico Rios
Escobar para The New York Times
Ese mismo día, en Puerto
Rico, otro contingente de la policía se enfrentó con los campesinos que
intentaban proteger sus cultivos. Ancízar estaba junto a sus vecinos en otro
cordón humano, cara a cara contra los hombres armados en la trocha de tierra y
piedras que comunica al caserío con otras poblaciones y con el río Mira.
“Acá también dispararon, pero
al aire. Hubo tres heridos; algunos corrieron y otros nos quedamos. Ya por
aquí, después de ver tanta guerra, la gente está acostumbrada a los disparos”,
dijo Ancízar.
Aquella mañana casi todo el
pueblo se había vuelto a reunir para protestar, siempre tratando de salvar los
cultivos. Pero la policía logró detenerlos e impedir que avanzaran, mientras el
ejército, ubicado a escasos 300 metros, arrancaba arbustos hasta dejar pelada
una hectárea de terreno cultivada de coca.
Ancízar dijo esa mañana que
él y sus compañeros resisten básicamente porque no tienen alternativa. Las
autoridades dicen que los cocaleros actúan obligados por las GUP, pero Ancízar
rebate esa versión con un argumento sencillo: “Cuando usted depende de la coca
para comer y criar a sus hijos, no necesita que nadie lo obligue a defender los
cultivos. Lo que estamos defendiendo es la comida de nosotros”.
Las GUP se mantienen en el
territorio encargadas de la seguridad, pero en constantes pugnas con otros
grupos: el Clan del Golfo, una banda criminal integrada por más de tres mil
hombres; y el Ejército de Liberación Nacional, una guerrilla tan antigua como
las Farc.
PRESIÓN Y AMENAZAS
Del lado civil, los cultivos
de Tumaco crecen en tierras de propiedad colectiva, controladas casi totalmente
por dos gremios: el Consejo Comunitario del Alto Mira y Frontera, integrado por
familias de origen afro, habitantes antiguos de esta zona, y la Asociación de
Juntas de Acción comunal de los ríos Nulpe y Mataje, Asominuma. Muchos
afrocolombianos vendieron parcelas a colonos que llegaron desde otras regiones
desplazados por las fumigaciones aéreas que el gobierno realizó en su eterna
lucha contra el narcotráfico.
“Cada persona aquí que tiene
su hectárea, fue porque se la compró al dueño original. Yo pagué por la tierra
que tengo. Y como yo, muchas personas”, dijo Ancízar. Pero el problema de la
tierra persiste aquí, pues la propiedad en muchos casos no está del todo clara.
Líderes y distintas asociaciones han insistido en que el Estado debe resolver
primero el conflicto de la tierra, antes de poder echar a andar un programa de
sustitución de cultivos de forma efectiva.
El consejo comunitario y
Asominuma suscribieron con el gobierno el acuerdo para dejar la coca y empezar
a sembrar plátano, cacao, caña, pimienta y otros. Ambos quieren desprenderse de
la coca, porque, según dicen, trae demasiada violencia y escaso dinero para
sostener a sus familias. Pero los civiles temen que los dueños del negocio, los
narcotraficantes, acaben con ellos por propiciar el fin de su lucro. Las
amenazas son ciertas y muchas se han concretado.
Desde la firma del Acuerdo de
Paz entre el gobierno de Colombia y las Farc, decenas de líderes sociales y
comunitarios han sido asesinados en una campaña que empieza a recordar el
exterminio perpetrado en los años ochenta y noventa contra el partido de
izquierda Unión Patriótica. En aquella época, miles de asesinatos y
persecuciones fueron perpetrados por paramilitares y cuerpos de seguridad del
Estado.
Hoy en Tumaco ese fenómeno
está vivo. Y los temores de los líderes locales se han materializado en días
recientes, con múltiples amenazas y el homicidio de José Jair Cortés, miembro
del consejo comunitario. Cortés, junto a otros líderes afro, participó en una
reunión con el vicepresidente Óscar Naranjo, días después de la masacre de El
Tandil y le manifestó el temor que él y sus compañeros tenían ante la violencia
creciente que vive la zona. A las pocas horas, el 17 de octubre Cortés fue
asesinado en su casa.
Elier Martínez, a la derecha, es un
líder comunitario en la zona de Tumaco y perdió a varios amigos en la masacre
del 5 de octubre. La salida de las Farc ha desatado una batalla por el control
del territorio y el provecho financiero del narcotráfico. Credit Federico Rios
Escobar para The New York Times
Todo este fenómeno ha puesto
el ojo sobre la política antidrogas de la administración de Santos. La
erradicación forzada propicia los excesos policiales y sus desenlaces
violentos.
Hace poco el ministro de la
Defensa, Luis Carlos Villegas, anunció que para este mes se alcanzaría la meta
de 40.000 hectáreas erradicadas de manera forzosa, pero a esa cifra habría que
restar al menos un diez por ciento de resiembra por parte de los campesinos.
La sustitución ofrecida a las
familias que viven de la coca luce lejana e improbable. Los desplazados que
llegaron a Tumaco desde distintos rincones de Colombia en busca de la bonanza
al final solo encontraron la misma miseria de siempre. La Fundación Paz y
Reconciliación dice que el caso de Tumaco puede repetirse pronto en al menos
diez municipios del país.
La masacre, que sigue bajo
investigación, encendió alarmas y generó ruido entre la opinión pública en
Bogotá. Pero poco a poco la indignación por las muertes empieza a apagarse,
como ha ocurrido en ocasiones anteriores con incontables masacres similares. La
sociedad colombiana parece haber hecho un callo, a fuerza de ver repetidas
tantas muertes innecesarias. Es solo cuestión de tiempo antes de que otro caso
vuelva a despertar la intermitente indignación colectiva.
Aquella tarde, en el porche
de su casa, después de sobrevivir a la masacre de El Tandil, Faiber Sabogal
recordaba la mañana en que se libró de la muerte por muy poco. Como no había
ningún hospital cerca, su padre y varios campesinos amigos lo trasladaron
herido hasta el pueblo de San Lorenzo, del lado ecuatoriano. Allá llegó junto
con otros heridos y le salvaron la vida.
Detrás de su brazo izquierdo,
Faiber lucía otra cicatriz antigua. “Esto fue hace años, en Caquetá, en un
combate del ejército con las Farc. Pero esa vez sí me dieron sin culpa”, dijo,
y siguió caminando despacio hacia la entrada de su casa. Allí, con un gesto de
la mano, pidió a que le trajeran la historia clínica, elaborada durante su
estadía en el hospital. “Tengo todos los papeles y estoy hablando con un
abogado para meterle una demanda al Estado”, dijo.
La pequeña historia de este
campesino sirve para dibujar el mapa cruento de Colombia, un país que intenta
construir la paz, atrapado todavía en los resabios de una guerra omnipresente.
En Caquetá y Nariño, con cinco años de diferencia, Faiber sobrevivió a dos
disparos de fusil; algo extremo e improbable, pero nada sorprendente en este
país.
(THE NEW YORK TIME EN ESPAÑOL/ SINAR ALVARADO/ 5 DE
NOVIEMBRE DE 2017)
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