En agosto de 2008, Ríodoce
publicó un reportaje en seis partes sobre la historia de Gerardo Urquiza Soto,
un náufrago originario de El Castillo, Navolato. La historia fue escrita en
primera persona para no restarle fuerza a un relato insólito y decidimos ofrecérselo
íntegro al lector en esta Semana Santa, un tiempo propicio para leer y
reflexionar sobre la vida, el destino, los valores, el apego a Dios… la muerte.
El 15 de agosto de 1998, los
tripulantes del barco atunero Azteca III hicieron un descubrimiento
extravagante: se encontraban cerca de la Isla Clarión, en el archipiélago de
Revillagigedo, a 800 kilómetros de las costas de Colima, cuando el piloto
helicopterista Miguel Ángel Navarrete, y el buscador de cardúmenes Ernesto
Quintero, avistaron una pequeña embarcación que parecía a la deriva. Se
acercaron a ella y observaron a un hombre desesperado que clamaba auxilio. Les
hacía con una mano, una y otra vez, la señal de la cruz, mientras que con la
otra apuntaba hacia el piso de la panga. Se acercaron un poco más y vieron el
cuerpo inerte de otro hombre acomodado en el hueco de la proa.
¡Ya te vimos, no te
preocupes; acuéstate, ahorita van a venir por ti!, le gritaron los tripulantes
del helicóptero a través del sonido. El náufrago vio el aparato dirigirse hacia
la isla, para perderse luego detrás de un cerro.
Gerardo Urquiza y Jorge Luiz
Zavala habían salido de El Castillo, Navolato, el 20 de junio, con un
cargamento que debían entregar un día después en San Felipe, Baja California.
Gerardo recordaba bien la fecha porque fue la víspera del Día del Padre y
porque le había prometido a su madre que regresaría para festejar en grande el
Día de San Juan.
Pero se perdieron en el Mar
de Cortés hasta esa mañana del sábado, cuando lo encontraron casi al borde de
la muerte. Fue entonces que Gerardo se enteró, porque había perdido la noción
del tiempo, que estuvo a la deriva 56 días con sus noches, y que 39 de ellos lo
hizo al lado de su compañero muerto, al que prometió en vida no tirarlo al mar.
Esta es la historia, contada por el sobreviviente.
Para el día 24 aquí voy a
estar, le dije, o sea, el Día de San Juan. Mi amá me echó una maletita; ella me
echaba las cosas cuando tenía un viaje; me echó sudadera. Yo me aventaba tres
días en el viaje, iba, entregaba y me regresaba en avión. Ya me despedí de mis
tíos, de mi amá, de mi apá, y ya me llevaron para el Aguape, por dentro de la
Pipita, en una doble rodado, una Ford de Pedro Q, que vivía en el Aguape. Ahí
estuvimos.
Cenen plebes, nos dijo el
bato. Era el 20 de junio, fue un día antes del día del padre. Ya llegamos,
cenamos; una señora nos guisó comida, tortillas calientitas y le dije al compa
que iba a ir conmigo: coma compa, porque quién sabe cuándo volvamos a comer
calientito.
Nunca había visto al
compañero, ahí me lo presentaron, a un lado de la panga; la panga la tenían
arriba del rebiate, en la casa de Pedro Q. La panga ya traía la carga bien
tapada con la fibra. Ahí mismo la arreglan, llevan algún trabajador para que
haga el trabajo y queda como una panga normal.
Llevamos 19 tambulacas de 50
litros de gasolina. Revisé la panga cuando todavía estaba arriba del rebiate y
les dije: qué onda, falta comida y falta una brújula aquí. Ahí estaba el
patrón; le decían el Cuy Piris. Ustedes váyanse pa’l Castillo, dijo, yo allá
les voy a caer en tu casa y les llevo las cosas, la comida y la brújula. Ah,
bueno, le dije, está bien, pa’ cuando lleguen ustedes, allá les voy a tener
todo. Bueno…
Miré todo en la panga, me
subí a la camioneta y jalamos el rebiate desde la ranchería. Ya la bajamos en
el Aguape, bajamos la panga como entre seis gentes, chequé el motor, lo prendí,
y ya. Prendí un cigarro y me dijo el señor que iba conmigo que si qué tan lejos
estaba El Castillo de ahí. Le dije aquí está cerquita; era un señor como de 45 años.
Y nos fuimos despacito en la
Rosy, una lancha blanca por fuera y gris por dentro, de 23 pies. El motor era
un Johnson B-4 de 105 caballos.
Eran como las ocho o nueve de
la noche de ese sábado; nos fuimos quedito porque estaba baja el agua; duramos como
una hora y ya cuando íbamos llegando, le di todo al motor; como tres cuartos
para ver cómo levantaba la lancha, calarla, y sí, levantó el motor y cayó la
lancha; todo estaba bien; ya cuando llegamos a las cooperativa le bajé; antes
de llegar a la casa, llegué con Beto y le pedí que me vendiera un reloj. Sacó
un Casio y me lo dio en 50 pesos. Luego me amarré en la bodega que está cerca
de la casa y me fui a la tienda, no entré a la casa. Compré encendedores y unos
dulces. Yo paso la carretera y llego a la tienda de doña Susana. A dónde vas me
preguntó; voy para afuera, voy a trabajar; voy a agarrar billetes. Cuídate
mucho; sí, ya sabe que voy y vengo de volada. Entonces ya compré mis pipilucos…
y en eso miré que pasaron dos comandos de guachos para El Contrabando, y en eso
llegó también la camioneta de los patrones. Me fui a la lancha… ¿Ya están la
cosas arriba?, ¿va todo?, ¿brújula?, ¿todo? Don Piri, ¿ya echaron todo? Sí,
todo, impermeables… ah, pues entonces vámonos. Sí, ya váyanse, para que le
ganen el jalón a los guachos, no vayan a poner un retén.
Me fui por El Castillo viejo.
Ya me paré en el faro y le dije al compa que buscara una lámpara en el cartón y
sí, ahí había una lámpara. Y ya le dije: mira, esa es la barra, de ahí se ve,
de faro a faro. Ya eran como las diez de la noche; le hice el intento dos veces
para brincar la barra pero luego luego me alcanzaba la otra ola y no me dejaba
maniobrar; entonces le dije: ¿Sabes qué?, nos vamos a amarrar aquí, aquí vamos
a dormir; la señora nos había echado cuatro tortas. Y me comí una y le dije:
hay que dormir. Él se acomodó en la proa y yo en la popa. Me eché la sudadera
encima. Yo era el capitán, él tenía 15 años que no venía para acá. En el Barco
hundido no pegan las olas, es como una laguna. Así que en chinga nos dormimos.
HORAS DESPUÉS
Ya en la mañanita prendí el
motor, nos comimos otra torta cada uno, y ya; un foquito, lo que consumía para
no dormir, y él unos pases (de cocaína), lo que consumía para no dormir. Cada
quien llevaba lo suyo: yo llevaba cristal y el señor motita, pura motita… y
perico. Yo llevaba 12 dosis de 50 gramos; yo me echaba mi sudadera encima para
taparme y él sabía lo que iba a hacer; mientras, él hacía lo suyo. Cada quien,
pues. Lo hicimos y vámonos.
Ya salimos otra vez, pusimos
la tambulaca y nos fuimos. Para cada cambio de tambulaca hay que pararse; me
paré en Dautillos, me paré enfrente de la Reforma, y a las tres tambulacas
llegamos al Farallón (enfrente de Topolobampo). Entramos por este lado, entre
el cerro y topo; me encontré varios pescadores. ¿Quiubole?, ¿no hay nada? Era
fácil porque afuera no llevábamos nada, llevábamos la cimbra, como cualquier
pescador y hasta ese momento no ocupaba la brújula porque nos fuimos costeando.
Pasamos Topo y seguimos hasta
Guaymas. Fue al oscurecer cuando llegamos; yo quise llegar hasta la orilla para
subir comida, pero no quiso, dijo vámonos, tú descansa y yo navego. Bueno, saca
la brújula. La buscó pero no había nada, no nos habían echado la brújula.
Después he pensado si esto no estaba planeado. Y me dijo no te preocupes: yo
conozco bien aquí, yo me la llevo; me voy a guiar por el resplandor de San
Felipe. No sé si traía broncas. Lo que me dijo es que tenía 15 años trabajando
para el compa Cuy, y que se quería casar con una mujer de una cantina. Ya había
tenido una mujer, y tenía hijos, pero quería casarse, y esta mujer le pedía que
arreglara la casa. Eso me dijo…
Antes de salir de Guaymas me
pegué con unos compas y les dije qué ondas, ¿no hay chanza ahí de conseguir una
brújula? Y me dijeron que sí, que los siguiéramos. Yo ya había estado ahí otras
veces, yo no ocupaba nada más, pero la brújula sí. Llevábamos todo: 12 litros
de agua, cuatro bolsas de tortillas de harina, cuatro latas de chiles
jalapeños, seis atunes; lo que consume uno para llegar hasta allá. Y cuatro
klamatos, porque cada vez que voy los llevo por lo saladito. Sígueme, me dijo
el bato. Estábamos en la Chicha de cabra, y a Jorge no le gustó, como que tuvo
desconfianza y me dijo: mejor vámonos. Pero no llevamos brújula, le dije, no
llevamos nada, ni teléfono. No, pero no hay pedo, yo conozco bien aquí, aquí
trabajo de Guaymas a San Felipe en un barco camaronero”. Y confié en él. Yo
estaba cansado, había gastado como diez tambulacas, y pues, le dije que sí. Y
me acosté a dormir.
Y por ahí corrió. Como a la
media noche: ¡tras!, tronó el motor. Y desperté: ¡qué ondas! No, pues se apagó
el motor, ¿qué ondas?, ¿aquí nos quedamos? No. Y lo volvimos a prender y
reanudamos; yo me volví a acostar y no sé qué rumbo tomó. Te estoy diciendo la
verdad, y me duele porque tuve un poco de culpa; yo era el capitán y no debí
haberle soltado el motor al bato, porque yo era el que sabía cómo estaba el
pedo.
“GUÁRDAME POR ESTA NOCHE…”
Al otro día me levanté, me
lavé la cara; estábamos parados, me metí al lado donde estaba dormido, me
arreglé y le digo: qué onda, dónde estamos. Miré pa’ todos lados y no vi nada,
y se supone que los cerros de la Baja ya se ven perfectamente. Entonces me preocupé;
buscaba la orilla para guiarme, buscaba un cerro; algo movía la panga porque
cuando una va para allá el maneral le queda de este lado, cuando viene de
regreso te queda del otro. Buscaba y nada.
¿Qué onda?, le dije. No pos
yo le di buscando la vislumbra, no sé, ¿dónde andamos loco? Pues no sabes tú,
me dijo el bato. No pues yo que voy a saber; yo sí sé donde te dejé, pero no
dónde estamos, qué ondas.
Entonces ya salió bien el sol
y me dije: “pa’ donde sale el sol hay tierra”, y le di pa’ allá. Corrí dos
tambulacas; eran 19 y ya nos quedaban cuatro. Corrí dos y son como cuatro
horas, y no miraba nada, y el sol cambiando… y al rato ya estaba en el puro
medio. Chinga tu madre, no miraba nada, y yo me preguntaba “pa’ dónde me jaló
este compa”.
Pero no hay pedo, esperamos a
que cayera un poco más el sol para ver por dónde se iba a meter, porque donde
se mete siempre hay cerros; yo siempre me guío por eso, siempre: debajo de
donde se mete el sol, hay cerros.
Ya me paré, abrimos un atún;
comimos. Ya me fijé que iba bajando el sol; el mar estaba limpiecito; un chingo
de caguamas, un bolerío. Teníamos que seguir. Ya me quedaban dos tambulacas;
como no encontré nada, cambié el rumbo hacia donde caía el sol y corrí toda la
tarde. Y ya muy tarde, cuando el cielo se empezaba a poner rojito, miramos un
“barconón” grandote pero no nos acercamos, porque me dijo el bato que podían
ser leyes.
Al rato oscureció y vimos el
arado, las tres estrellas, y me dijo el bato: vamos para allá. Ya me quedaba
poca gasolina; esas estrellas siempre están pa’l sur. Ya me quedaba una
tambulaca; ya cuando me quedaba media tambulaca, menos de la mitad, le dije
¿sabe qué don Jorge? Vamos a apagar la lancha; la apagué y le dije: no hay
pedo, el mar no contiene basura, siempre la saca, esta madre nos tiene que
sacar… o tiene que venir otra panga.
Para mí era un juego ¿me
entiende? Yo ya me había quedado sin gasolina cinco, seis días pero me
hallaban; llevaba mi teléfono, mi brújula; llevaba cómo hacer una velita para
navegar porque ya había pasado por esto; se me hacía un “polvaderón”. Y él
nunca había echado un viaje, era el primero. Para mí era como jugar a las
canicas.
Ya otras veces había
improvisado velas y me había quedado sin gasolina, nada más que por la orilla,
puchaba la panga, y hallaba atunes, llegaba a donde están los bajaderos de mota
y siempre había cosas qué comer. En Ensenada Grande, en Bahía de los Ángeles;
todas esas orillas me las sé porque ya las he andado. No te agüites, le dije,
hay que dormir un rato; mañana Dios primero nos van a encontrar.
SU MAMÁ ERA YAQUI
Como a las tres de la mañana
oí un ruido y me levanté, apenas se veía, ¡ah cabrón!, y ya vi que se movía
despacito. Ya con los ojos bien abiertos vi que era un barco camaronero; prendí
el motor; ahorita lo alcanzo, le dije a Jorge, que ya se había levantado
también. Para alguna parte va, me voy a amarrar de él. Nos arrancamos en chinga
y yo mirando el barco y la tambulaca, el barco y la tambulaca, porque como le
dije, ya casi no traíamos gasolina; en chinga, en chinga. Y le cortamos
distancia, casi toda; ya veíamos a los batos haciendo maniobras en la cubierta…
pero no lo alcancé, no lo alcancé… se acabó la gasolina. Lo vimos cerca al
barco, pero no estaba, la lancha corre veloz y ellos a nueve nudos; les eché
grito a los compas; el bato también, pero con ese ruido no nos oyeron. Y se fue
el barquito.
Ahí fue donde empezó la
bronca. Vimos desesperados cómo se iba perdiendo el borbotón que hacen lo
motores; la espuma que va dejando atrás; las rayas que se pintan en el agua.
Poco a poco dejamos de oír el ruido que nos había despertado. Y al rato ya ni
la lucecita veíamos. Puta madre, decíamos, con dos litros más de gasolina, con
uno, los hubiéramos alcanzado.
Le dije el bato: aquí nos
quedamos, por aquí pasan los barcos. Revisamos lo que teníamos: nos quedaban
dos tambulaquitas de agua de dos litros, unos atunes, unas tortillas, unas
latitas de chile. No hay bronca, ahorita nos van a hallar, porque Dios existe,
nada más hay que cuidar el agua, ya he pasado mucho por esto, le dije a Jorge,
no creas que es la primera vez.
Entonces empezamos a
platicar. Ahí fue cuando me dijo que nunca se había aventado un viaje, que era
la primera vez y que lo hizo porque se iba a casar. Yo le dije que llevaba
varios, de hecho ese era el viaje 21…
Jorge me había visto en San
Felipe porque él trabajaba en el barco de Cuy Piris y cuando yo llegaba con la
mercancía me le pegaba al barco ese, de clavo. Luego llegaba la camioneta con
el rebiate y subía la panga. En el día llevábamos chinchorros, comprábamos
pescado y haz de cuenta que andábamos pescando; los guachos nos revisaban y los
chinchorros apestosos para que los guachos los aventaran de hediondos:
“vámonos”, se abrían los batos en caliente.
Al día siguiente nos
levantamos, nos lavamos la cara y nos dimos ánimos. Me agarré del mecate de la
proa y me paré a revisar el mar a ver si veíamos algo; remamos un rato cada
quien sin saber para dónde le dábamos, y otra vez a revisar. Nada. Mirábamos
pa’ todos lados y nada. Yo tenía 24 años y él 45; un señor grande, moreno; era
yaqui. Su mamá era yaqui.
Ya de ahí había que cuidar
muy bien el agua, racionarla. Y nos comimos un atún; ya en la tarde y noche…
nada. Al oscurecer nos acostábamos: él dormía en la proa y yo en la popa, sin
cobija ni nada; esa vez mi amá no me echó más que una sudadera, un short y unos
guaraches playeros. Al cabo allá compro ropa y me vengo de volada, pensaba yo.
LAS ALGAS SON DULCES
Pasó otra noche. Ya había
poca comida: quedaba un atún y un garrafoncito de agua. En una de esas vi unas
pocas de algas; yo ya las había comido. Le dije: mira, esas son dulces, me voy
a tirar por ellas. Y me tiré, amarrado de un mecate y nos comimos las algas. Me
bañaba para estirar los pies; yo no me tiro, ya estoy viejo, me decía él. Me
amarraba, y ya cuando brotaba algo me subía en chinga.
Como a las once botó una
caguama. Me preguntó si ya había agarrado alguna y le dije que sí, pero no era
cierto; me tiré un clavado y la caguama se fue en chinga; me tiré con miedo y
me pegó una cagada machín; al rato, como a las tres de la tarde, vino otra que
soplaba; estaba a un lado de la panga, la agarró el bato de la concha y yo de
una aleta y la volteamos como “quequi”. Era un caguamón.
No te vamos a matar ahorita,
le dijo el bato, si nos hallan mañana te vamos a dar chance, te vamos a dar una
oportunidad. Dios mío, ayúdanos, decía yo, ya un poco desesperado. Y sí, otro
día ya no teníamos agua. Duramos todo ese día y la noche, y nada. Lo mismo:
remar un rato cada uno a ninguna parte. Y yo parado en la proa agarrado del
mecate tratando de ver un cerro o algo. Nada, pura agua por todos lados, agua y
más agua.
El día seis Jorge amaneció
lamiendo la falca, porque con la misma brisa queda agua en la lancha, y me
acuerdo que me dijo: Gera, ahí te dejé la mitad de la falca para que la lamas.
Y a partir de entonces así le hacíamos todos los días. Me desgració la boca por
la fibra de vidrio; todo el tiempo compartió conmigo la brisa y momentos de su
vida; platicaba mucho… hasta que fue perdiendo la noción.
EL HAMBRE ES CABRONA
Y bueno, a la caguama ya le
habíamos dado su día, pero ya teníamos dos días sin comer nada y el hambre
estaba cabrona… y la sed; y le dije que la sangre era muy buena. En El Castillo
hay mucha gente que la toma. Y bueno, le rezamos una oración y nos chingamos en
ella; la agarramos entre los dos y le trozamos el buche y le botó un borbotonón
de sangre y me prendí de ella; y la sangre me pasaba por la garganta, dulce y
fresca, dulce y fresca, y me chorreaba la sangre por la cara y por la panza, y
de volada se coaguló.
Yo ya tenía algo de barba
porque me crece muy rápido. Y me acuerdo que me quedaban unos pegostones de
sangre en la cara… y el bato empezó a vomitar porque le dio asco y no quiso
comer. No, me dijo, yo me voy a echar unos tacos de chile; porque nos quedaban
una o dos latas de chile. Entonces abrió la lata de chiles y agarró el papel de
rollo que llevábamos y empezó a hacer tacos de chile con papel. Le dije: qué
ondas, y me dijo que era para que no le cayera directo el chile porque era muy
fuerte. Y yo comiendo carne fresca; me sabía sabrosa. Al ratito, un dolorazo de
estómago me dio y a cagar, de volada; qué digestión ni que nada: cagaba pura
sangre, y me cagaba de miedo, pero era la sangre de la caguama. Y para cagar
nomás sacábamos las nalgas de la falca como hacemos los pescadores.
Después de eso, como a las
horas, ya después del medio día, vimos un “barconón” grandote; era un barco
turístico, lo vimos y le dije: que te dije Jorge, ya vienen por nosotros.
El barco venía derechito
hacia nosotros. Ahí viene y ahí viene, y ahí estamos nosotros esperándolo todo
el día porque iba llegando, iba llegando. Pero al rato vi que el barco se
empezó a separar de nosotros, a apuntar la proa para otro lado, y decía yo:
¿será el aire que está volteando la panga? Pero no. El barco se empezó a
separar y a separar, por otro lado. Chinga tu madre; nos vieron, nos tuvieron
que haber visto; le hicimos muchas señas, gritamos; nos tenían que haber visto.
Ahorita van a mandar un avión por nosotros, o una panga, algo.
Entonces ya en la tarde, como
a las 5, le dije a Jorge: ¿sabes qué? Yo voy a comer calientito otra vez.
Agarré la concha de la caguama porque ya la habíamos destazado; la hicimos
pedacitos y pusimos a secar la carne. Agarré la cimbra y la hice pedazos,
porque es de madera, y luego agarré el pecho de la caguama: voy a asar el
pecho. Entonces hice lumbre en la misma concha de la caguama y aticé, y era un
“humaredón”. Mira, le dije cómo no lo hicimos hace rato para que nos viera el
barco, pero de todas maneras nos vieron. Y al rato comimos pecho asado,
jugosito, nomás nos faltó el tomatito.
Al otro día nos levantamos.
Yo todos los días me levanto y leo mis oraciones; esa vez traía mi Justo Juez y
la Magnífica, siempre la traigo porque me la regaló mi madre; esa vez traía una
de plástico: Justo Juez de mi Señor Jesucristo/ Hijo de la Virgen María/ Guárdame
por esta noche/ y mañana todo el día/ Que mi cuerpo no sea preso/ Ni mi sangre
sea vertida…
Viene del naufragio, de todo
eso; yo rezaba todos los días mi oración. Otro día me lavaba la cara y nada,
otro día igual: a remar y remar y nada; pero nos dábamos ánimos, nos
levantábamos y le decía allá está la tierra, y me decía: si allá está; pero se
levantaba el sol y eran las nubes, como que nos seguíamos la “cura” para darnos
ánimos; oíamos ruidos y decíamos: “oi”, viene una panga. Y nos poníamos abusados
como para verla, pero no, no era nada. O con el ruido de los aviones, porque
aviones sí pasaban pero eran los comerciales; nomás la línea blanca mirábamos…
eso como a los siete días.
VAMOS A FUMARNOS ESTA MADRE, DE PERDIDA
Una vez le dije: loco, hay
que tirar esta madre (los paquetes), porque si nos hallan con esto nos van a
chingar. No, me decía, porque si llegamos nosotros a la orilla qué vamos a
decir, se va a enojar el patrón; no, mejor déjala ahí, es mi primer viaje loco,
no se hace. Como quieras, yo porque si la tiramos la lancha va a estar más
liviana y podemos llegar más rápido a la orilla. No se hace.
Entonces todo seguía igual.
De vez en cuando yo me tiraba al agua a bañarme y a estirarme, pero él nunca lo
hizo. Luego con los tacos de chile se empezó a quejar de un dolorcito de
estómago; ya no teníamos nada, buscábamos en el piso de la panga pedacitos de
tortilla que había, lo que fuera; yo me comí el cinto, lo partí en pedacitos y
lo remojaba en el agua y lo mascaba como chicle hasta que me los pasaba; me lo
comí todo, la pura hebilla dejé. Recuerdo que tenía una figura de borrego.
También me chingué el extensible del Casio. La caguama me la comía despacito,
porque es muy pesada, comía un pedazo y me quedaba dormido, me daba miedo, por
eso le combinaba.
A él lo veía desesperado; no
comía carne de caguama y ya empezaba a verse mal. A la mercancía, donde estaba
guardada, le ponen cera para que el agua resbale y no moje los paquetes;
entonces él agarraba el agua con cera y la olía, se la restregaba en la cara, y
yo le decía: qué ondas loco, vamos a sacar la mota, hay que fumarla de perdida,
o comerla la hija de la chingada. No, me decía, porque si fumamos nos va a dar
un chingo de hambre y va a ser peor; él ya se había acabado la mota y el perico
que llevaba y yo también el cristal; ya andaba limpio. Yo llevaba lo necesario
para dos días…
AL PRINCIPIO ES EL DELIRIO
A partir de entonces empezó
el sufrimiento; las cosas se empezaron a enrarecer; tuvimos un pleito porque
todos los días tirábamos el ancla para tantear la profundidad y saber qué pedo,
qué tan lejos andábamos. Tira el ancla, me dijo, para ver qué tan hondo
andamos. Y la tiré. Luego me dijo que la subiera, luego como a los quince
minutos otra vez, llevábamos 200 brazadas de cabo y no había pedo; yo andaba
bien, me sentía fuerte, comíamos poquito pero comíamos… y luego pa´rriba. Y ya
a la tercera como que el bato se estaba ondeando; le dije: tírala tú, no que tú
la vas a tirar hijo de la chingada si ya me había dicho tu papá que eras un
drogadicto y ahora que te encargó conmigo me tienes que hacer caso. Qué caso te
voy a hacer cabrón, súbela tú. Pues si no la tiras te voy a echar al agua, te
voy a amarrar a la ancla. Y fue por ella, y ahí viene, y me echó el ancla
encima y me dio vueltas con el mecate, y me dejé caer pa´bajo y empezamos a
luchar hasta que lo dominé. Agarré un cuchillo y me dijo: por piedad Gerardo,
no me vayas a hacer nada. No te voy a hacer nada pero cálmate.
Y desde ese día él vivía en la
proa y yo en la popa; y desde entonces yo dormía con el remo y con un cuchillo
en la mano. Primero dormíamos los dos juntos debajo de la proa y ya con el
pleito, como a los diez días, nos separamos, no nos hablábamos ni nada; yo
seguía comiendo mi carne y me quedaba dormido, ya después se vino pa’l medio y
me pidió que le diera agua salada aunque sea y le dije que no le daba nada. Me
dijo que quería orinar y que no podía, que se sentía muy mal. Cómo no vas a
poder, le decía yo: lo que pasa es que quieres que me acerque pa’ chingarme
pero no me voy a acercar nada. Yo con la desconfianza. Entonces orinaba adentro
de la lancha. Ya no podía moverse, pero de todas maneras seguía apuntando los
días.
Llegó un momento en que ya no
pudo pasar nada y yo seguía comiendo; ya no lamía la lancha. Yo me levantaba y
él ya no, ya nomás decía: tengo hambre, tengo hambre, y le decía: pues yo
también, y empezó a delirar; me decía que a mí me traían comida. Dame comida,
me decía, ten piedad de mí; de dónde te voy a dar; yo miro que te traen comida,
veo la panguita donde te traen, dame algo, una naranja, un “jotquey”, algo;
dame un taco, un vaso de agua. Jorge, estás mal, le decía, y ya vi que estaba
muy mal. Entonces ya me acerqué y me lo llevé a donde dormía yo, al camarote, porque
ya me había ido para allá, porque a él le pegaba el solazo.
Y deliraba, hablaba de su
mamá, le hablaba a su papá y seguía delirando: dame comida, ya llegó la
panguita, no seas malo Gerardo. Deliraba mucho; le hablaba a un compadre que
quería mucho, siempre hablaba de su compadre; yo le decía: cómo crees que si
hubiera comida no te iba a dar, malíciala. Me acostaba, y de tanto que hablaba
no me dejaba dormir: eres malo, eres muy malo, dame algo aunque sea. Me salía
aturdido porque no lo aguantaba.
Como a los 13 días nos agarró
un aguacero. Nosotros esperábamos la lluvia el día de San Juan, porque dicen
que ese día llueve. Y sí, llovió, pero una cosa extraña es que donde andábamos
nosotros no llovió nada; teníamos el agua a todo nuestro alrededor, la mirábamos
cerquita por un lado y otro, pero a nosotros no nos cayó ni una gota. Chale,
decíamos, ¿cómo puede pasar esto?, lo que es la naturaleza.
El caso es que ese día que lo
metí pa’dentro, esa noche llovió y cachaba agua con la concha de la caguama, y le
daba agua en la boca; primero cachaba agua con la hielera, pero una vez se me
cayó y ya no quise, la dejé un rato para que agarrara más y se me cayó y se me
vació toda. Chingada madre, decía, por qué no me la tomé ahorita que había, y
dejaba de llover y luego otra vez; entonces usé la concha de la caguama, la
puse recargada en el banco que estaba frente al camarote, le hice un hoyo con
el cuchillo y así la cachábamos adentro.
Ese día descansó. Al otro día
yo me levanté y miré una isla de pura piedra blanca y miré otra isla grande
pero lejos, lejos la isla. Jorge, qué ondas, le dije, aliviánate porque ahí
está una isla, para remarle para allá, y ahí vamos cada vez más hacia la isla;
le tiraba las tambulacas amarradas para ver qué onda y la corriente se las
llevaba en chinga hacia la isla; no pos ya la vamos a hacer; llevábamos cuatro
tambulacas arriba porque pensábamos que la íbamos a hacer, que íbamos a llegar
a un lugar y que llenaríamos de gasolina para seguir pa’ delante.
Y ese día, cuando le dije que
había visto una isla, ya no coordinaba nada, nomás decía: hambre, comida,
hambre, comida; y para eso había sacado 90 pesos que traía en la cartera y me
dijo que le trajera del pueblo un “jotquey”, naranjas, plátanos, un “confleis”,
mangos, manzanas; toda una lista de cosas. ¿Y a dónde voy a ir Jorge? Ve, yo sé
que tú vas para allá o encárgale a los batos para comer, tengo mucha hambre.
LUEGO YA NO SE MOVIÓ
Para mí fue una muerte muy
dolorosa. Uno de esos días quiso tomar aceite; yo llevaba siempre uno o dos
litros para la gasolina. Un día lo sorprendí abriendo el bote para empinárselo
y cuando lo llevaba a la boca se lo arrebaté. ¿Qué estás haciendo loco? ¡Te vas
a morir! Le quedó la boca manchada, ya casi no hablaba, ni se movía, y al otro
día, cosa increíble, por eso yo creo en Dios y sé que existe, al otro día cayó
una gaviota en el puro banco del medio con un atún, un atuncito chiquito y lo
puso en el banco y se fue caminando por la falca; se me hizo tan extraño, la
gaviota ahí, se quedó en la lancha y nunca se fue, por el contrario, con los
días fueron llegando más. Cuando me rescataron había un montón de gaviotas en
la panga…
Destacé el pescado y le di de
comer a Jorge, le partí pedacitos chiquitos y se los di en la boca y comió; y
ya después le eché agua y se quedó dormido ahí donde estaba; desde entonces ya
no volvió a hablar, ahí se quedó, y ya no se movió para ningún lado, nomás pa’
donde lo movía el vaivén de la panga.
Era el día quince cuando
murió; lo sé porque él marcaba cada día en la falda de la falca; todos los días
ponía una rayita y llegó hasta el día 13, y cuando lo metí al camarote, que ya
estaba muy malo, yo rayé otras dos nada más, y ya no rayé. Se murió cuando le
di de comer, pero no lo quise aceptar, lo trataba igual, como si estuviera
vivo. Me puse a secar el hueso y la cabeza del atuncito; ya en la noche cayeron
dos pajaritos e igual, los destacé y me los comí y ya a él no le ofrecía porque
según yo estaba dormido. Y así como estaba, todavía dormí dos días con él. Y
como hacía mucho frío, lo abrazaba; él tenía la cabeza hacia la punta de la
lancha, metido el cuerpo en el camarote y yo al revés, con los pies hacia su
cara. Y cuando me daba frío, me agarraba de sus piernas.
Al otro día volvieron a caer
pajaritos y desde entonces casi nunca fallaban, caían dos o tres y era lo que
comía, y carne seca de caguama, agarré la que él traía en una bolsa y que nunca
se comió.
Todos los días me levantaba y
me lavaba la cara, y fue cuando empezó a darme miedo porque no veía nada, nada,
más que el agua por todos lados. Empezaba a soñar cosas: que comía, que tomaba
agua, que estaba en la casa; ahí empezó lo mío.
Dos días después de que Jorge
se durmió vi otra isla, la isla grande que había visto antes; creo que era la
Isla Socorro, era inmensa, me levanté en chinga y le dije a Jorge: Jorge,
aliviánate, ya la hicimos, ahí está una isla. Fue el día 17 ó 18. Fui a moverlo
para decirle que se alivianara, pero ya me di cuenta que estaba duro, que no se
movía, que tenía los ojos abiertos; entonces me acerqué despacito y se los
cerré con la mano, despacito, como para no molestarlo; entonces fue cuando me
di cuenta que yo ya sabía que estaba muerto desde que le di de comer pescado y
se quedó dormido, porque yo ya había visto que tenía los ojos abiertos y que no
se movía. Y en las noche, cuando me abrazaba a sus piernas, me daba cuenta que
estaba frío, frío, pero nunca pensaba que estaba muerto, aunque ya lo sabía,
porque en mi mente me metí que estaba vivo.
Luego de cerrarle los ojos
amarré dos tambulacas con el cabo para dejarlas ir, para ver qué onda con la
corriente, y ya miré que las tambulacas se iban en chinga; entonces las recogí
otra vez, y me amarré, me amarré a dos tambulacas, para flotar hasta la orilla;
logré avanzar unos metros pero la misma marejada me volteó y ya me andaba
ahogando. Tragué mucha agua. Entonces saque el cuchillo y trocé el mecate del
que me había amarrado y me pesqué del mecate que sostenía la tambulaca, porque
ese nunca lo solté, porque no sabía qué onda. Y ay te voy pa’ arriba otra vez.
Luego de eso, ya por la tarde, me agarró una tormenta. Me volví a meter al
camarote con Jorge, ya sabiendo que estaba muerto. Y me volví a agarrar de sus
pies fríos…
Y cuando amaneció, chin: la
isla había desaparecido.
POBRE VIEJITO, NO LA VA A HACER
No fue la única tormenta,
fueron tres los vientos que me tocaron, fuertes; eran unos aires grandísimos,
que veía usted la ola como poste de la luz, y yo miraba la panguita aquí abajo
y la ola en la quinta madre, y al rato estaba arriba y miraba hacia abajo y me
daba miedo porque se veía un abismo. Una vez, de la desesperación, me amarré de
los pies y me quise echar al agua para morirme de una vez, pero me arrepentí y
me volví a desatar.
Eran momentos nada más,
porque nunca pensé en morirme; yo veía a Jorge que no pedía nada, que no se
preocupaba por nada, que no se quejaba de nada, que no pedía agua ni comida; yo
también quería estar igual que él, muerto, me entiende, para no sentir nada. Y
me ponía el cuchillo aquí, en el pecho, derechito, para que con el movimiento
de la panga se me fuera cuando dormía; pero nada, ya cuando despertaba amanecía
el cuchillo en los “pieses”.
Yo tenía mucho miedo; decía:
diosito, haz lo que quieras conmigo pero yo no quiero ver cuando me vaya a
morir. Entonces cuando había vientos me metía al hoyo que había hecho para
tirar el “guato”. Lo tire todo un día que estaba el agua calma. En la madre,
decía yo, si me encuentran con esto me van a chingar. Y la tiré; la pensaba por
mi compa, pero total, él ya se había ido. Ni modo, le hice un hoyo al banco y
eché al agua los paquetes. Media tonelada, un paqueterío por todos lados, con
tan mala suerte que no se iban los paquetes. Como dos días anduvieron dando
vueltas alrededor de la panga porque no había corriente. Chin, decía yo, pinche
mala suerte; con que no me hallen ahora.
Y me metía en el hoyo cuando
había vientos fuertes y decía: Dios mío, tú sabes lo que haces conmigo. A veces
me tenía que levantar porque entraba agua. Los soportes del motor se vencieron
con el tiempo y nomás quedó colgando y pegaba en el fondo de la panga; y de
tanto chingazo, la propela me agujeró la lancha y entraba agua. Tenía que estar
“achicando”. Y a veces despertaba porque me estaba ahogando porque dormía boca
abajo, no podía estar de lado. Y despertaba ahogándome. Y en chinga a sacar el
agua y a sacar el agua. Y ya en la mañana miraba el mar clarito otra vez, como
si no hubiera pasado nada. Siempre cuando había vientos, al otro día amanecía
calmito, calmito.
DILE A DIOS QUE ME HAGA EL PARO
Es feo estarse muriendo de
hambre y no tener nada qué comer. Yo sufrí, lloraba, gritaba; me hice loco de
ira, de coraje, de miedo; me golpeaba. Ya después me tomaba los “tragonones” de
agua cuando ya no había nada que comer, me los pasaba y ya me quedaba dormido; y
a puro delirar, me entiende; que andaba en un quiosco, se me figuraba mi madre,
siempre se me aparecía ella en mis alucinaciones; de repente, en los canales
que hay ahí en Baricueto, donde vivo, se me figuraba que estaban llenos de
dulces; yo quería comer y despertaba y era mentira, pura ilusión, pura mentira,
me entiende, porque nada más alucinaba y alucinaba y alucinaba.
Por eso cuando me dijeron que
tenía 55 días en el agua no lo creía… no lo creo les dije… 55 días. Pues si
saliste para el día del padre, tienes los mismos días que nosotros. 55 días.
Hasta a mí se me hacían largos, o sea, tanto tiempo, pues, pierdes la noción;
como que me fui imponiendo a estar día con día en la panga.
Eso sí, todo el tiempo estuve
con la ilusión de que me iban a rescatar: Dios mío no me hiciste el milagro hoy
pero mañana me lo vas a hacer. Y me acostaba con la ilusión. Muchas noches me
despertaban los colazos porque las caguamas se ponían debajo de la panga y los
tiburones andaban detrás de ellas y les pegaban los “chingamalazos” y me
sacudían la panga y ya me levantaba y decía: yo ya llegué a la orilla, pero no,
eran los tiburones porque ya los miraba cuando arrancaban: en la noche se mira
cuando arrancan porque blanquea pa’bajo.
Siempre anduve rodeado de
tiburones y la panga llena de gaviotas. Ya al final no lamía la falca porque
estaba llena de gaviotas. Yo siempre dije que estaba cerca de la orilla porque
la gaviota es muy huevona. Tengo que estar cerca de la orilla, decía, porque
estoy en medio de dos tierras. O salgo al Castillo o salgo a San Felipe, pero
tengo que salir. Yo siempre pensé que andaba aquí cerca, que andaba en el mar
este, porque habíamos salido de Guaymas. Y así estuve varios días de esos, que
pensaba que llegaba a la orilla y nada, y ya me quedaba llorando… y lo miraba.
Todos los días rezaba, me
levantaba y me ponía a platicar con mi compa. Le decía cómo estaba yo: pos aquí
estoy, mi Jorge, esperando que diosito me haga el milagro; ayúdame tú también,
yo sé que puedes, que estás cerca de él. Dile que no me deje morir, que me haga
el paro, que me saque de esta. Y le preguntaba dónde andaba él y le rezaba el
Ave María, su Padre Nuestro; sacaba mi librito del Justo Juez en la mañana y en
la tarde y a cada ratito; ya no tenía nada más qué hacer más que pedirle a Dios
y cantar, porque mi madre me enseñó a cantarle a Dios. Y entonces me daba
ánimos porque yo sabía que era el único que me podía sacar… y me sacó y lo hizo
de la única manera que podía ser: hallándome, porque si hubiera varado en
alguna orilla, tampoco la hubiera hecho porque yo ya no podía caminar y ahí
hubiera quedado. Si no hubiera sido así no la hubiera hecho.
EL FOQUITO Y LA ISLA
Yo tenía varios días viendo
un foquito cuando me rescataron. Lo veía en la noche y en el día aparecía una
isla, pero con mucha niebla, mucha brisa… y lo veía a veces lejos, a veces
cerca; uno no sabe porque la vista empieza a fallar con la brisa, la sal; ya no
sabes. Y un día miré muy cerca la isla: cuatro, cinco kilómetros, o menos, no
sé, es difícil calcular; la miraba perfectamente: el verde, las piedras, no
miraba movimiento, y entonces calculé que si la corriente me llevaba hacia las
piedras me iba a estrellar la panga, entonces me amarré, amarré el motor al
cabo y lo solté; primero corté los amarres del motor, que ya nomás traía
colgando y lo puse como ancla.
Y ahí estaba, no sé si fue
ese mismo día porque como te dije ya no sabía mucho qué onda. El caso es que
una mañana oí de repente un ruido como de motor y dije: ahí viene saliendo una
panga, ahorita me va a ver; y la esperaba y nada, y nada, y… ¡ah cabrón!, pues
qué onda. Y de repente oí el motor bien cerquita pero no veía nada que saliera
de la isla; entonces “voltié” pa’trás y ya vi el helicóptero que venía hacia
mí; me paré en chinga para hacerle señas pero como que ya me habían visto
porque se acercaron mucho a la lancha y les gritaba, y me decía con el
micrófono: ya te vimos, no te preocupes. Yo les hacía señas de que traía un
muerto, les hacía la señal de la cruz con la mano y les señalaba la proa de la
panga, donde estaba el cuerpo de Jorge. ¡Acuéstate! me gritaban, ahorita van a
venir por ti. Entonces el helicóptero agarró hacia la isla y se perdió en un
cerro. Entonces me acosté como me dijeron, traté de dormir, no sé si logré
dormir, pero ahí estoy, esperando acostado, ya casi no me podía mover,
batallaba mucho para hacer cualquier cosa.
Y CASI SE DESMAYA… EL DOCTOR
Ya al rato escuché un ruido
muy fuerte, como de tormenta, ¡ah cabrón!, dije, ya cambió el aire… y empecé a
buscar qué pasaba; “voltié” pa’ todos lados, para la isla: nada; hacia atrás:
nada. Me asusté y decía yo qué ondas… Cuando de repente que veo aparecer un
barco grande, enorme, derechito a donde estaba yo: ya venían por mí; el barco
se fue acercando, acercando, y ya vi que venían todos los tripulantes agarrados
de las barras del barco, mirándome, ya les habían dicho que estaba ahí y a lo
mejor que traía un compañero muerto.
Me les quedaba viendo a los
batos y nadie me decía nada, nada más se me quedaban mirando y yo desesperado y
desesperado, y les empecé a gritar tengo mucha hambre, tengan piedad de mí,
tengan compasión de mí, tráiganme comida por favor… y yo llorando y gritándole
a los batos, por compasión: no sean malos, porque yo no miraba nada de
movimiento, todos viéndome nomás; cuando al ratito miré que se empezó a
levantar el helicóptero y se vino en friega a donde estábamos nosotros, y se
paró arriba del barco, entonces ya cayeron cuatro pangas, de esas panguitas
chiquitas coloradas que usan para las maniobras, para cerrar los chinchorros.
No me preguntaron nada, tenía
todo pelón, la carne se me veía, pedía que no me movieran, les decía que me
dolían mucho las nalgas, las piernas; tenía todo pelado. Cuando no me pude
subir me amarraron con los cinchos.
La lancha la remolcaron, a mí
me subieron en una de las lanchas de ellos, y el cuerpo de Jorge en otra; me
habían dado agua con un algodón porque yo quería prenderme del pomo, luego con
un gotero, después con una cuchara, me preguntaron si podía subir solo una
escalera del barco y les dije que sí, pero en el primer paso resbalé y quedé
horquetado, entonces me dijeron que no podía… y unos murmuraban: pobre viejito,
no la va a hacer.
Ya arriba les decía que me
acostaran boca abajo por el dolor que tenía. Me quitaron el “chor”, el cinto,
un cinto negro como cincho con el que había amarrado el motor; me lo puse
porque ya se me caía el “chor”; y me veían y decían: no creo que la haga el
viejito. Ya para eso habían llegado los navales, el doctor, para examinarme. A
Jorge lo metieron en un tambo de 200 litros con hielo.
Ya me cortaron el “chor” y me
echaron unos polvos; me querían poner suero pero no me hallaban la vena, no me
la hallaba el doctorcito, hasta que me la halló, pero antes ya había vomitado y
casi se desmaya; se desvaneció, porque dijo que no se acostumbraba al vaivén
del barco, que no estaba impuesto. Era un doctor muy joven. Una vez, ya que
estaba más recuperado le pregunté ¿Y por qué casi se desmaya doctor? Se supone
que usted es marino… Luego me confesó que no soportaba los barcos y que lo
traían ahí por castigo.
A DIOS NO SE LE ENGAÑA
Entonces me llevaron a la Isla Socorro. Es la
isla más grande que hay ahí; yo ya la había visto antes. Creo que es la que vi
cuando nos agarró la tormenta. La conocí por los cerros, el verde; es una isla
grande. Me bajaron ahí.
Recuerdo que el “chaca” de
los marinos, hable y hable por radio. El helicóptero de la Marina aterrizó en
el atunero y ya se bajaron como ocho o diez soldados; se presentó el “chaca”
conmigo, y me dijo que me iban a llevar a la Isla Socorro porque allá había
médicos y camas de hospital.
Luego los del atunero me
decían que no me iban a soltar; me dijeron: nosotros no lo vamos a soltar, ya
nos habló el jefe y nos dijo que nos fuéramos así, con lo que traíamos. Y es
que no habían llenado las bodegas todavía, pero los marinos les dijeron que no,
que iban a mandar un avión de México para el traslado, para llevarme a
Mazatlán, para no esperar el barco de las provisiones.
Y ya, los convencieron porque
luego me dijeron los del atunero que no querían soltarme pero que era por mi
bien, que les habían dado chance de completar la carga con las 200 toneladas
que les faltaban, pero que no era lo más importante, que allá en Mazatlán nos
encontraríamos de nuevo. Y ya, me tomaron fotos, me subieron los batos hasta el
helicóptero; unos hasta tenían lo ojos llorosos porque como que me habían
agarrado aprecio, como que me veían como un animalito. Total que se despidieron
de mí, me anotaron sus nombres y teléfonos en una camiseta, sus sobrenombres,
direcciones… y hasta me dijeron que podía trabajar con ellos en un barco
atunero, que ellos iban a hablar con los jefes.
DESPUÉS DE CLARIÓN NO HAY NADA
Ya bajamos en la Isla Socorro
y fue la primera vez que tenté tierra desde que salí del Castillo. Me llevaron
a un hospital muy grande y más grande se me hacía porque yo era el único
paciente. Estaba solo, los pasillos y las salas solas, un camerío, solo. Y el
aeropuerto, está grandísimo, más grande que el de Culiacán, arriba del cerro,
parejito, parejito, está hasta arriba.
Pos ya me llevaron con el
doctor, un chilanguillo, y ahí está inyectándome suero y preguntándome qué
onda, que si qué nos había pasado, que suerte había tenido, que por poco y no
la hago…
Luego me dijo: ¿quieres
escuchar música? Sale le dije yo, y me puso El mariachi loco. Y órale, qué “chilo”
pensé yo, porque no oía música desde que salí del Castillo. Pero el cabrón no
me la quitó en toda la noche; era un casete con la misma canción y le daba
vuelta y vuelta y otra vez y otra vez, toda la noche hasta que amaneció y hasta
que me sacaron de ahí. Ya me tenía bombo el doctor, imagínese. Fue el mismo que
me platicó que en un tiempo ahí había gente y que la sacaron porque había
explotado un volcán; que había ido el gobernador a inaugurar un Infonavit; que
había un chingo de borregos en la isla…
Pero yo no sabía nada de esas
islas; ni en el mundo las hacía. Ya luego me explicaron que la Isla Clarión es
la que estaba al último; que eran cuatro; me dijeron por dónde había andado,
las rutas que había tomado; los del atunero me mostraron un mapa y me
explicaron. Y me dijeron que si no me hubieran hallado ahí, nadie me hubiera
encontrado nunca.
LLAMADA INSÓLITA
Mi primer contacto con mi
familia fue de arriba del barco con mi tío Ramón; traen teléfono satelital, son
una chingonería esos batos. Me pidieron el número de mi tío y de volada, tin,
tin, tin, tin y ya estaba ahí mi tío; estaba descansando en Los Cascabeles con
su familia; era el 15 de agosto, un sábado. No, pues no lo creía mi tío. Y pues
ya, me dijo: ahorita voy con tu mamá a avisarle. Ya con mi amá hablé de la Isla
Socorro, un día después de que llegué.
Me platicó que estaba en la
casa arreglando la enramada para la zafra del camarón cuando llegó una patrulla
para decirle que habían hallado una panga con dos náufragos del Castillo pero que
había uno muerto y uno vivo y que no sabía quién era el muerto y quién era el
vivo. Mi amá, que ya traía luto desde muchos días antes porque le dijeron que
yo ya estaba muerto, estaba desesperada; mi tío todavía no llegaba, pero al
rato ya, llegó y le dijo que había platicado conmigo por teléfono, que estaba
bien.
Y ya mi amá se fue a
Manzanillo porque creía que me iban a llevar para allá. Me acuerdo que lo
primero que me preguntó cuando me habló fue ¿Eres tu mijo? Sí ama, soy yo; era
lo único que quería saber; cuídate, ¿vienes bien? Sí, voy bien… y ya me
encamaron otra vez.
Otro día, como a las 10 de la
mañana, había un chingo de soldados cuando me sacaron de la enfermería;
soldados por aquí y por allá, había como unos ochos carros, tres adelante,
cuatro atrás y yo en el medio, donde iba el capitán.
Ya en el avión, el “chaca” de
la Naval me dijo: tú para mí no andabas en el tiburón; tú andabas pasando mota,
pero si te hubiéramos agarrado con todo el colote, de todos modos te hubiera
hecho el paro por lo que has sufrido, por la buena obra que hiciste con tu
compañero; esa obra no cualquiera la hace; eso que hiciste de aguantar con el
compañero y traértelo, compa, mis respetos; si hubieras venido como hubieras
venido yo te hubiera hecho el paro, porque no cualquiera lo hace. Eso me dijo
el “chaca”.
PURO MAR…
Duramos como tres horas para
llegar al aeropuerto de la isla. Íbamos el capitán, yo, otros compas y el
muertito; ya lo llevaban en una bolsa. Pusieron soldados en fila, todo como una
ceremonia; los carros también.
Al rato llegó el avión,
grande, verde con gris; se despidieron llorando los batos, los navales; me
dieron su direcciones, búscame para hacer algo; me decían que me podían ayudar,
tomaron muchas fotos.
Ya me subí flanqueado por
tres soldados; se tomaron las últimas fotos; nos subimos y yo iba a un lado del
“chaca”… y por el otro, el cuerpo de Jorge. Me dijeron que si sentía algún
dolor cuando se levantara el avión que les dijera; y ahí vamos; cuando se iba
elevando me agarró un dolorazo del oído y hasta lloré pero no les dije nada;
luego se me pasó. Duramos como tres horas volando: puro mar, puro mar, puro
mar, puro mar…
LO QUE SON LAS COSAS
Iba viendo todo, pensaba en mi familia; en el
sufrimiento que viví, en Jorge; en el pacto que hicimos para no tirarnos al mar
si nos moríamos; porque yo también le había pedido eso, que si yo moría, él me
llevara a la casa con mi amá.
Fíjese lo que son las cosas:
yo no quería ir a ese viaje porque me acababa de robar una plebita de Navolato.
Pero aparte yo ya había trabajado para ese señor y las cosas no habían salido bien.
Entonces mandaron por mí y ya me fui a donde estaba la lancha ya cargada,
lista. Mi mamá estaba enterada de todo, y mis tíos también. Ya estando ahí les
dije: ¿saben qué?, yo no voy con este compa, o sea con el dueño; y alguien ahí
me dijo que sí porque él ya había quedado con él y no lo iba a hacer quedar
mal. Pues pa’ que luego ande hablando, como anduvo hablando la otra vez que
dijo que me quedé con unos paquetes, que le robé… y ni me pagó el bato. No, no,
a mí me pagó, tú hazle el paro; está bien pues, voy a ir, les dije, y ya de ahí
nos fuimos.
LE DECÍAN EL DIABLO
Lloraba; entré en una
situación muy desesperante desde que me subieron al atunero; no dormía, tenía
pesadillas despierto; no sabía si era cierto lo que estaba viviendo, no quería
dormirme porque tenía miedo de que al despertar todo fuera un sueño, porque ya
había vivido eso muchas veces cuando soñaba que estaba en la casa, calientito,
con mi amá, comiendo pan, tomado agua; tenía mucho miedo; duré como diez días
para dormir.
Llegamos al oscurecer a
Mazatlán y lo primero que me sorprendió es que había un chingo de carrozas de
las funerarias que se peleaban el muerto, y ambulancias verdes, y la Cruz Roja…
y yo arriba del avión, buscando, pero no veía a mi amá, a nadie de mi familia.
Y ya bajaron a Jorge y se lo
llevaron a la funeraria que lo recogió. Y al rato no veía nadie pero vinieron
por mí del hospital de la Naval; venía gente de México, me metieron pa’dentro y
tampoco había nadie de mi familia; preguntaba por mi amá y nadie me daba razón.
Ya cuando me pasaron a la camilla y me tenían con suero, llegó mi apá. Eran
como las diez de la noche. Me dijo que mi amá venía de Manzanillo porque le
dijeron que allá estaba… y ay viene pa’trás.
Lo primero que me preguntó mi
apá fue de qué se murió el Diablo. ¡¿Quién?! El Diablo; ¡qué diablo! El Diablo.
Así le decían a Jorge y yo no sabía. Pues se murió de hambre, de sed; se murió
hace mucho, como más de un mes, le dije. ¿Y viene bien? Pues sí, viene normal,
seco, se secó, nada más que cuando lo subieron al barco, los muchachos lo
metieron a un tambo de 200 litros y lo llenaron de hielo y lo metieron a las
congeladoras; entonces el bato se soltó y se empezó a despellejar, a aflojar la
carne, pero venía bien, disecadito, seco, seco, completamente seco; yo creo que
por tanta agua salada que tomaba. Cuando lo sacaron se quedó parado el cuerpo;
estaba tostado, duro. Su papá lo recogió, no me dijo donde querían que lo
enterraran, nomás quería que lo llevara con su familia. Luego supe que lo habían
enterrado en Sánchez Celis, donde vivía su papá.
El 20 de agosto me vine al
Castillo; del hospital naval me sacaron y me llevaron al Ministerio Público a
declarar; fue solo una vez; ese mismo día me trajeron al Castillo en una
camioneta de mi tío Ramón; yo me sentía bien y quería llegar al baile del 20 de
agosto, Día del Ejido, pero antes de llegar a San Pedro se me acabó el aire;
sudaba “machín”: quiero agua, quiero agua, les decía. Me bajaron y me metieron
a un canal y por la misma piel bombeaba agua, por los poros; como que me había
deshidratado. Y ya volví a revivir otra vez. Mi apá y mi tío se asustaron y
decían que malamente me habían traído porque los marinos me decían que me
quedara unos días más hasta que estuviera bien recuperado. Pero yo no, quería
estar con la “plebe” porque me la acababa de robar. Después de eso le hice dos
niños, son los dos que tengo con ella.
Cuando llegué al Castillo
mucha gente fue a la casa; recuerdo bien que estaba sentado en la hamaca y un
tío mío se me hincaba y me decía: perdóname hijo, perdóname, porque yo todo el
tiempo le dije a tu madre que estabas muerto. Ella siempre dijo que estabas
vivo pero yo no le daba esperanzas porque siempre pensé que habías muerto;
perdóname, me decía, llorando fuerte.
Ahí me di cuenta de muchas
cosas; de gente que sí lo quiere a uno; de gente hipócrita; de gente que decía:
has de cuenta que volvió el diablo; miré caras de todas formas, gente que ni me
mastica, de todas: aquí está otra vez este hijo de la chingada; y a los que les
daba gusto verme. Fue el presidente municipal, el DIF me mandó despensas, me
llevaban a checar con el médico.
MI TESTIMONIO
Cuando ya me aliviané, le
pedí a mi Dios que me ayudara a dejar el vicio del “cristal”.
Cuando andaba allá le decía:
perdóname Señor, te prometo dejar el vicio y lo voy a dejar. Me acuerdo cuando
andaba delirando, pensaba que agarraba el foco y ya que estaba a punto, llegaba
un niño y me lo quebraba, y despertaba y decía: Señor, ayúdame, te lo prometo,
lo voy a dejar pero sácame de aquí.
Cuando me le pegué a mi amá
para venir a buscar otra vez la plebe que había dejado, volví a probar el
vicio. A usted lo puedo engañar, a la gente, pero a él no; yo por eso nunca di
mi testimonio; todo el tiempo me alejé de la gente que quería ayudarme con
Dios, porque ya le había fallado a él; me alejé de la gente que me decía: vamos
a ir a la basílica de Guadalupe para que des tu testimonio, o a Culiacán, a
catedral, porque sabemos que Dios te mandó para que dieras tu testimonio.
Hasta ahorita estoy hablando.
Yo sabía que a cualquiera podía engañar pero al Señor no. Esto que le estoy
diciendo a usted es la verdad y nadie más que él y yo lo sabemos.
LOS CABOS SUELTOS
Sería diciembre de 1998
cuando fui por primera vez a El Castillo buscando la historia del náufrago. Me
recibió la madre de Gerardo Urquiza, Rosalba Soto, que entonces atendía un
pequeño restaurante de mariscos. Gerardo no estaba, así que hablé con ella.
Contó emocionada trozos de la
historia y me mostró una camiseta donde los pescadores del atunero que lo
rescató le anotaron a Gerardo sus nombres, apodos, teléfonos y una que otra
frase amigable. Con cierto disimulo, me dijo que su hijo había quedado un poco
dañado y que andaba prendido de la droga.
Le dije que regresaría para
ver si lo encontraba y volví semanas después, pero no encontré ni a la señora
ni a Gerardo. Había quedado de buscar a los pescadores en Mazatlán, pero
pasaron los días y no lo hice. Con el paso de los meses, la historia terminó
por extraviarse en el polvo.
***
Fue hasta que se publicó la
noticia insólita de que habían rescatado tres náufragos mexicanos en las Islas
Marshall, que pensé en retomar el tema. Era agosto de 2006. Como muchas
personas, también dudaba de la veracidad de lo que se estaba publicando, aunque
al mundo no le importó. Los convirtieron en héroes, se escribió algún libro y
hasta se dice que vendieron los derechos de la historia a una compañía de cine,
aunque no se ha sabido que hayan rodado nada.
De tal forma que regresé a El
Castillo para reiniciar lo que había empezado ocho años antes, pero la primera
noticia que me dieron es que la madre de Gerardo acababa de morir. Era una
mujer joven y se veía muy fuerte, pero la sorprendió un infarto. La otra
noticia, aunque menos trágica, era también lamentable: Gerardo estaba en la
cárcel de Navolato purgando una condena por robo y abuso de confianza.
Me lo confesó en una de las
seis o siete entrevistas que tuvimos en la estrecha dirección del penal.
Después del naufragio había regresado a lo mismo. Viajar de El Castillo a
Guaymas y de ahí a las costas de San Felipe, Baja California. “En uno de los
viajes el patrón no me quiso pagar y me quedé con el motor de la lancha, por
eso estoy aquí”, dijo.
Contó la historia con mucha
naturalidad y con una lucidez y memoria envidiables. Le pedí, desde el primer
encuentro, que no dijera nada que no hubiera ocurrido y que no ocultara nada
que considerara importante. “No —me dijo—, yo le voy a contar las cosas como
fueron, nada más”.
***
Por esos mismos días que
ocurrieron las charlas busqué datos en Mazatlán. Solicité una entrevista con el
jefe naval de la zona. Quería pedirle que me facilitara un viaje a la Isla
Socorro para recabar allá datos que sirvieran para redondear el reportaje. También
pedí información del caso, partes informativos, bitácoras, pero nada de eso se
obtuvo. Me quedó la impresión de que ni siquiera le dieron trámite a la
solicitud.
También se buscaron cabos en
PINSA, la empresa atunera a la que pertenece el atunero Azteca III. Preguntamos
por el piloto helicopterista y por el buscador de cardúmenes, los dos hombres
que encontraron a Gerardo cerca de la Isla Clarión, pero nadie quiso darnos
información de ellos.
En la Agencia del Ministerio
Público donde se consignó la muerte de Jorge Zavala Gómez, solo tenían el
número de averiguación previa con una nota que dice “Reserva”.
Otra búsqueda obligada era en
el ejido Sánchez Celis, ubicado a unos cuantos kilómetros de Eldorado, pues ahí
fue enterrado el cuerpo de Jorge Zavala. Ahí vivía su padre, don Amador Zavala
Cárdenas, quien recogió el cuerpo en Mazatlán y lo veló una noche antes de
sepultarlo. Al sepelio acudió la madre de Jorge, doña Bertha Gómez, una india
yaqui, callada, según contaron. Después que lo enterraron se fue y nunca
regresó al pueblo. Don Amador murió cinco años después y fue sepultado al lado
de su hijo.
La otra estación estaba en
Sonora. ¿Cómo era la familia de Jorge Zavala Gómez? Siempre, sobre todo en sus
últimos días, Jorge le rogaba a su compañero de viaje que si moría lo llevara
con su familia. En Sánchez Celis me enteré que doña Bertha vivía en Pótam, una
de las ocho comunidades yaquis que sobrevivieron a la devastación porfiriana.
Pero dejé pasar los días y
luego los meses, y la historia se volvió a enfriar. Cuando se cumpla una década
de la odisea, escribo el reportaje, les dije a mis amigos de Ríodoce, ya falta
poco. Pues vale más, me dijeron, porque si no la escribes al rato el muerto
puedes ser tú.
***
¿Por aquí se llega a Pótam?
Sí, váyase derecho. El señor, que estaba sentado en una piedra, se levantó y me
dijo que si iba para el pueblo que le ayudara con un aventón. Tiene 72 años y
se acaba de juntar con una india de 44. Enviudó, dijo, y no se halló estar
solo. Me encontré esta mujer y ahí estoy con ella. Después de una pausa
estudiada presumió: “está maciza todavía”. ¿Sí?, le dije al viejo, medio en
serio medio en broma, si lo estuviera oyendo mi apá le diría que “el guango es
otro”. Don Epigmenio soltó la risa y dejó ver una hilera de dientes blancos,
macizos, esos sí. Sí, me dijo, así nos dicen cuando nos toca cobrar la pensión:
ahora les pagan a los guangos.
Le conté la razón que me
llevaba a Pótam y me dijo que conocía una hermana de doña Bertha. Me llevó
hasta su casa y después de saludar a la india se retiró.
Justina habla hasta por los
codos. Fue vaquera en su juventud, bragada, con pistola fajada por
recomendación de su madre. No ha de faltar un cabrón que se quiera aprovechar
que eres mujer, le dijo. Que no vean la diferencia. Por eso usaba siempre
pantalones. Una vez le dijo a su madre que le hiciera un vestido para ir al
baile. Y dice que cuando llegó nadie la conocía. También fue chivera, hace pan
en un horno que ella misma construyó y quesos cuando las vacas no están secas.
Si no hubiera sido por ella,
Ríodoce no llega a la casa de su hermana. Doña Graciela Peiro, viuda de don
Amador, dijo que vivía en una orilla del pueblo, que tenía un ranchito y unas
vaquitas. Pero en realidad no vivía en Pótam, sino en una alameda perdida hasta
para los que andan por ahí, y a la que se llega por caminos que desaparecen de
repente y por los que hay que regresar y volver a andar para encontrar tres o
cuatro paredes miserables hechas de carrizo y tierra muerta.
“La busca un señor porque
quiere escribir la historia de Jorge, viene de Culiacán”, le dijo Justina a su
hermana, vestida con un pantalón rosa, camisa a cuadros desfajada y gorra de
beisbolista.
“¿Y qué quiere escribir?, le
preguntó doña Bertha, ya que se sobrepuso a la sorpresa. ¿Por qué quiere
escribir la historia de Jorge? Todos tenemos una historia, todos, y el que diga
que no, es un hipócrita, disparó doña Bertha.
Me habían dicho que era de pocas
palabras, nunca que era tan contundente. A unos metros estaba Gabriel, hermano
de Jorge. Es el segundo de los tres hijos que doña Bertha tuvo con don Amador.
Gerardo describía a Jorge como un hombre alto, moreno, de bigote y pelo rizado.
Cuando vi a Gabriel supe que se parecían mucho, aunque un poco más bajito.
Jorge medía 1.85, me dijo
después de apaciguar su desconfianza. Cuando Jorge murió en el naufragio,
Gabriel estaba en la cárcel purgando una condena por delitos contra la salud,
por eso no pudo estar en el funeral.
Cuando salí lo primero que
hice fue ir a Sánchez Celis, contó. Visité la tumba y dejé un dinerito para que
le hicieran su lápida. Luego fui al Castillo a buscar a ese tal Gerardo, porque
en la peni me dijo gente de allá que todos en su familia son cabrones. Y yo
siempre tuve la desconfianza, la idea de que ese bato lo había matado para
quitarle la carga.
Pero no lo encontró. Le conté
lo que sabía del naufragio y por lo menos pareció que me creía. Él y su hermano
habían estado muchos años juntos en San Felipe. Jorge nunca le contó a Gerardo
que ya había tenido otro naufragio. Iban él y Gabriel pero esta vez sí andaban
pescando de verdad. Se les descompuso el motor y quedaron a la deriva. Fue un
mes de enero y se ponían espalda con espalda para sobrevivir al frío. Los
rescató un barco a los 12 días.
Jorge iba a cumplir 45 años
cuando murió. Doña Bertha lo recuerda muy bien “porque nació el mero día en que
murió Jorge Negrete, el 5 de diciembre de 1953”.
¿Por eso le puso Jorge? Yo
no, fue Amador, ni en cuenta me tomó. Un día se lo llevó al pueblo y cuando
regresó ya traía nombre. ¿Por qué no me tomaste en cuenta? Le reclamé. Porque
sabía que no te ibas a enojar, me dijo.
Dice Gabriel: “Mi hermano era
muy bragado, fuerte, era muy hombre. Por eso nunca creí que él se hubiera
muerto de hambre y de sed y el otro no. Era el mejor de esta región para montar
caballos. Le encantaban los jaripeos. Una vez vino por él Roberto Guinart, un
charro muy famoso y se lo llevó. Lo trajo para arriba y para abajo y hasta iban
a filmar una película, pero algo le pasó al compa ese y se deshicieron los
planes”.
¿Por qué no se trajo el
cuerpo?, le pregunté a doña Bertha. Supongo que a Jorge le hubiera gustado que
lo enterraran aquí. Pues no sé, pero así estuvo bien para que se le quite a
Amador. Los muchachos no lo querían porque los abandonó. Y mira que quedar
juntos.
***
Eran como las ocho de la
noche cuando entró una llamada a las oficinas de Ríodoce. Ya se habían
publicado las dos primeras partes del Sobreviviente inaudito. Oiga, dijo el que
llamó ¿no es usted de casualidad el que está escribiendo las notas de un
náufrago?
Era Miguel Ángel Navarrete,
el piloto que había buscado afanosamente en Mazatlán y me estaba hablando de
Culiacán. Es amigo de un muchacho que vende revistas en la esquina de Colón y
Morelos. Oye, le dijo, saliste en Ríodoce. ¿Y eso? ¿Cómo? ¿Por qué? ¿Tú fuiste
piloto, no?, ¿y te llamas así, no?
Pues sí, era él y tenía ya
cuatro años viviendo a cinco cuadras de las oficinas del periódico. Platicamos
largamente en el bar de la esquina. Supe por él que salvar al náufrago le había
costado el trabajo pero de eso ya no se enteró Gerardo Urquiza. Cuando vio el
cuadro dantesco cerca de la Isla Clarión reportó las coordenadas y pidió al
capitán que fueran a rescatarlos. Luego se dirigió al barco. Cuando se bajó del
helicóptero vio que tanto el capitán como el pescador, las dos autoridades del
atunero, estaban muy serios. No querían ir por ellos. Querían seguir pescando
para regresarse a Mazatlán. Y les advirtió: el muchacho se está muriendo, si no
los rescatamos, llegando a tierra voy a ir a la PGR, a la Marina y a la
Comisión de Derechos Humanos, porque esto es un delito. Los convenció, pero al
siguiente viaje ya no lo quisieron llevar. Dos meses después se subió a otro
barco pero fue el último viaje. Ahora trabaja de taxista
***
Hay muchas cosas que Gerardo
Urquiza no supo de Jorge porque éste no se las contó. Una de ellas es la razón
por la que había abandonado el pueblo para siempre y se había ido a vivir a San
Felipe. Una noche, cuando regresaba a su casa en la alameda, Jorge se encontró
con dos conocidos, indios también. Hacía frío. Jorge llevaba una pachita de
tequila y le pidieron un trago. Y se los dio, pero luego ya no querían
regresarle la botella. ¿No me la vas a regresar?, le dijo al que la tenía. No.
Jorge sacó una navaja de muelle y le dio ocho puñaladas, tan bien acomodadas
que el indio logró sobrevivir.
***
Gabriel estaba construyendo
su casita en la alameda. Ya había levantado el techo y dos paredes. Ahí dormía,
en un catre con un pabellón contra los moscos. Tengo que armar las paredes
porque ahí viene el frío, dijo. Pero poco a poco. Carrizo y tierra muerta los
materiales. Vi tres o cuatro libros encajados en los horcones junto a un
veintidocito. ¿Te gusta leer? Sí, en la cárcel no hay mucho qué hacer.
Después de que había ido a
Sánchez Celis volvió a lo suyo y esta vez cayó en Nogales. Otros tres o cuatro
años. Pero ya me dejé de eso, ya me di cuenta que no sirvo para capo, dice,
riéndose de sí mismo.
Le preguntó a su madre si ya
estaba la comida y aproveché para mirar a Justina. Ya era hora de regresar. Fui
al carro. En el asiento trasero traía un libro que le pensaba regalar a
Heriberto Gaxiola Zambrano, ex presidente municipal de Etchojoa pero oriundo
del Macucho, Guasave, villista por conocimiento.
Ten, gracias por todo, le
dije mientras le daba Pancho Villa, una biografía narrativa, de Taibo II.
Ojalá no tengas que leerlo en
la cárcel, pensé decirle. Pero solo lo pensé.
TIEMPO DE MORIR
El 8 de octubre de 2016, Gerardo apareció
muerto después de haber sido levantado de su casa una noche antes. Vendía droga
por su cuenta en El Castillo y ya le habían pegado varios balazos los dueños de
la plaza. Pero no dejó de hacerlo. Una de las balas le perforó el vientre y
usaba una bolsa y una manguera para desfogar la orina.
Se especuló sobre la forma en
que murió porque no tenía heridas de bala ni de arma blanca, solo quebrado el
cuello. Uno de sus hermanos había ido a verlo días antes y le dijo que ya se
dejara de vender droga, que terminarían levantándolo. “Deja tú que te vayan a
matar, que te torturen sería lo peor”. “A mí no me van a torturar porque no voy
a dejar que me lleven, le dijo”.
La noche del 7 llegaron por
él y la mujer con quien vivía contó que batallaron mucho para subirlo a la
camioneta porque se resistió a lo que sabía era un destino seguro.
“Por eso pienso que él solo
se mató. Le gustaba torcerse el cuello con las manos para descansar. Nos daba
miedo verlo. Por eso pienso que él se quitó la vida, para que no lo
torturaran”, dijo su hermano.
Su cuerpo fue encontrado en
uno de esos canales de riego que atraviesan el valle de Sataya, y que en sus
noches de delirio en el naufragio, a un lado de su compañero muerto, soñaba que
estaban llenos de dulces.
(RIODOCE/ISMAEL BOJÓRQUEZ/ 10 ABRIL,
2017)
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