sábado, 29 de marzo de 2014

NARCOSALAS PARA FRENAR LA HEROÍNA





Berlín, Alemania.- “En caso de sobredosis de heroína nuestro personal médico suministra de inmediato un fármaco que resulta efectivo en el plazo de pocos minutos. Durante este lapso de tiempo tenemos maquinarias para la respiración artificial. En el caso de un ataque espasmódico, como consecuencia de una sobredosis de cocaína, se utiliza otro medicamento: éste se suministra a través de aerosol y bloquea la reacción. En ambas situaciones, llamamos a la ambulancias para que lleve a las personas al hospital”. Christian Hannis habla como quien ha repetido estas palabras muchas veces, mientras conduce a dos reporteros en el interior de la organización que dirige.

El Birkenstube es una de las dos “zonas de consumo libre” de Berlín, allí donde los adictos pueden inyectarse o fumar estupefacientes en un ambiente aséptico, con jeringas limpias y bajo la supervisión de asistentes sociales y personal médico. Un lugar de asistencia primaria. La policía no puede acceder. Los “clientes” deben darse de alta, pero sus datos quedan anónimos. Se ofrecen duchas, comida caliente a dos euros, café a 30 céntimos y fruta gratis. Con instrumentos como este Alemania ha contenido el problema de la heroína desde los años noventa. En la estación del Zoologischer Garten ya no se ven jóvenes inyectándose. Se han mudado, son mayores y mueren menos. Hannis se para súbitamente, mira a los ojos y asegura: “Aquí nadie se muere de sobredosis”. En total, hay 24 lugares como éste en todo el país.

Alemania fue uno de los países tristemente famosos por la heroína a partir de los años ochenta, cuando en la capital alemana ésta era parte integrante de la escena underground que vivía al oeste del muro (el West, la capitalista). Años en los que se cruzaban las vidas de David Bowie o Iggy Pop en el barrio de Schöneberg con las de la drogadicta más famosa en el mundo: Christiane Flescherinow, autora de “Nosotros, niños de la estación del Zoo” y de una autobiografía última titulada “Mi segunda vida”.

Hoy, unos 35 años más tarde, los datos confirman que la tendencia es al retroceso. Tanto el número de adictos registrados, como las cantidades de heroína interceptadas por la Policía han bajado, según datos de la Oficina del Control de Drogas del Gobierno. En 2011, en este país fueron 944 las víctimas de la heroína. Es el dato más bajo desde 1988. Y se logró a través de campañas informativas y las que expertos definen como “ofertas de supervivencia”, es decir, programas de metadona y zonas de consumo libre como el Birkenstube. Se consiguió contener el contagio de hepatitis y HIV, síndromes conectadas a este tipo de drogadicción, y se estabilizó la salud de dependientes de larga fecha. Aún así, el precio de la heroína se redujo a la mitad en los últimos veinte años, y esto la confirma como una sustancia atractiva para muchos.

En Alemania y en Europa, la tendencia es contraria a lo que fue denunciado en Estados Unidos después de la muerte del actor Philip Seymour Hoffman por sobredosis. Desde la alemana Agencia Central para la Dependencia (DHS) aseguran, sin embargo, que los números que bajan no significan directamente una victoria contra este problema: aquí muchos dependientes de heroína están en programas de suministración controlada de metadona. Esto significa que están haciendo una terapia, sin embargo, se encuentran todavía lejos de la abstinencia. Son existencias en el limbo, colgadas a la dosis diaria. De la misma manera sobreviven, en el limbo, los clientes del Birkenstube.

“Prohibido descargar aquí sus sentidos de culpa”. El mensaje está colgado a espaldas de la barra del café. Al lado, un enorme cartel de fondo negro explica la oferta de la casa: jeringas de 20, diez, cinco y dos mililitros, agujas largas y cortas, papel aluminio, algodón, cucharas esterilizadas, agua destilada, mecheros, contenedores para jeringas usadas, garzas, parches, preservativos. Debajo del cartel, un gran contenedor con un embudo encima sirve para tirar las agujas usadas. Una practicante francesa, Lelia, sistematiza las tazas del café detrás de la barra y las frutas en dos grandes cestas. En la cocina, Natalia, otra joven empleada, prepara una salsa de verduras. Desde la sala principal del café se accede a otras dos habitaciones más pequeñas: la primera tiene una mesa y cuatro sillas, aquí se puede fumar en “free base”, heroína o cocaína. La segunda habitación es más amplia, tiene cuatro sillas rojas alineadas que miran hacia un espejo. En un rincón está colocado un respirador. Es la sala de las inyecciones.

La puerta del Birkenstube se abre a las diez y media de la mañana. Es una entrada más bien anónima, en la esquina entre la Stromstrasse y la Birkenstrasse, en el barrio de Moabit, frente a un centro comercial muy frecuentado. A partir de esta hora los clientes llegan sin pausa. Hasta el cierre, a las 16.00, se turnarán unas cuarenta personas. Algunas se dejan entrevistar, explican sus historias y se prestan para retratos. Otras piden el anonimato. Otras rechazan hablar. “El tipo de cliente es extremamente variado. Hay personas de entre 18 y 65 años. Algunos vienen cada día, se quedan tres o cuatro horas; otros, una vez al mes, cambian 500 jeringas, toman un café de pie en la barra y se van”, explica Hannis. En el Birkenstube, una jeringa cuesta cincuenta céntimos, pero al cambio de una usada se recibe otra nueva gratis. “Hay personas que se afeitan cada día, otras que se duchan una vez cada seis meses. Están empujados por la dependencia de heroína y cocaína y por el hecho de tener poco dinero por otras cosas. Todos se siente perseguidos: las drogas son ilegales”.

El Birkenstube no es una consultoría, no se ofrecen terapias para salir de la drogadicción. A quienes piden ayuda, se le pone en contacto con otra oficina relacionada. El marco legal para estas estructuras fue introducido en 1994, en el ámbito de la Betäubungsmittelgesetz, la legislación de estupefacientes. Para la ley se trata de “estructuras en cuyas habitaciones los adictos de sustancias estupefacientes tienen la posibilidad de consumir drogas no prescritas por los médicos”. (© EL PAÍS, SL. Todos los derechos reservados.)

USUARIOS VARIOPINTOS

Berlín.- Chris es de los primeros en llegar. Es un hombre de treinta años que aparenta menos, es limpio y afeitado, viste deportivo y tiene una gran bolsa negra de gimnasia. Se dirige directamente a la habitación de las inyecciones donde se queda unos 15 minutos. Al salir, extrae de su bolso un contenedor con dos jeringas y las tira en el cubo apósito. En la barra recibe dos a cambio. Pide un café y se lía un cigarro. “Me acabo de inyectar un cóctel de heroína junto a medio gramo de cocaína”, cuenta. Es alemán pero habla castellano correctamente con un fuerte acento latino. 

“Trabajé seis meses en un centro en Nicaragua como voluntario para ayudar jóvenes drogadictos”. La contradicción no parece molestarle. Habla de su dependencia como si no fuera un problema. Sus ojos azules son lúcidos, sus manos tiemblan. Se ofrece al fotógrafo para un retrato.


Egidio es un hombre de Nápoles de 53 años, hijo de un emigrante de la primera generación, es zapatero de profesión aunque en la actualidad está desempleado. Su hija de 26 años trabaja y vive en Italia, tiene otro hijo de diez. En el Birkenstube los empleados le conocen y le encuentran simpático. Es bajo, sonriente con la cara expresiva y el pelo corto blanco. Se entretiene horas enteras. Hasta el final no consume drogas. Habla del café malo y el punto de cocción de la pasta. Otro italiano escucha la conversación: tiene 32 años, es del norte, ha estudiado letras y quería escribir: “Pero las cosas han ido diversamente”, comenta, lapidario, antes de salir. En este momento a Egidio le suena su móvil: es su madre, llama desde Nápoles.

Otro joven de la República Checa sale de la sala de las inyecciones. Ofrece contarlo todo de su drogadicción a cambio de dinero, mientras come uvas de una cesta. Vuelve a desaparecer en el baño. Sale corriendo, en las manos sujeta un preservativo lleno de agua, se dirige a la calle perseguido por una empleada del Birkenstube. Quiere tirar la bomba de agua desde el puente ferroviario a dos cuadras de distancia. Los empleados le amenazan con prohibirle la acceso a la estructura.

A las 15.30 ya no se puede entrar en el Birkenstube. En el café se quedan unas diez personas. Egidio sale de la habitación de las inyecciones. Ha esperado hasta el último minuto para poder aguantar hasta el día siguiente. Ya no sonríe, ni habla. (© EL PAÍS, SL. Todos los derechos reservados.)

OFERTA DE LA CASA

- Jeringas de 20, 10, 5 y 2 mililitros
- Agujas largas y cortas
- Papel aluminio
- Algodón
- Cucharas esterilizadas
- Agua destilada
- Mecheros
- Contenedores para jeringas usadas
- Garzas
- Parches
- Preservativos

(VANGUARDIA/  Agencias/ 29 de Marzo 2014)

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