domingo, 18 de agosto de 2013

PRÓFUGO

Los abogados, los organismos defensores de los derechos humanos y uno que otro del bajo mundo se lo dijo: vete. Sus amigos, todos extranjeros, estaban muertos. Los encontraron en una zona enmontada, con torturas cavernarias y orificios de bala generosamente distribuidos.

Quedas tú, pronunció la novia. Decidieron que lo iban a esconder aquí y allá, mientras las cosas se calmaban. Lo metieron a una casa y luego a otra y a otra. Así anduvo, a salto de casa, esperando salvarse. Él insistió que lo llevaran al aeropuerto ya, que se regresaba a su país. Pero sus allegados le advertían que todo podía pasar una vez que pisara la calle. Y se calmaba.

Sus amigos habían llegado a la ciudad para estudiar. Rápido se introdujeron en varios espacios de la vida local y en pocos días ya tenían amigos. Se enteraron con esa rapidez de los negocios, del narcotráfico y sus capos, y no hizo falta mucho para que se dieran cuenta de las guapuras culichis y sus contoneos desbordantes.

Ya tenían una fiesta en tal colonia, ya les invitaban un café en alguna residencia ubicada en un sector pudiente, ya los convidaban a comer a tal restaurante, ya se extraviaban en los caminos de los vellos marcadas en espaldas y bajo ombligos femeninos. Luego luego hicieron deporte de fin de semana y a más de alguno lo invitaron a formar parte de equipos de futbol y basquetbol.

Los extranjeros fueron rápidamente incorporados a la dinámica citadina, sus esquinas y aceras, sus sótanos y también el cenit cotidiano de los placeres carnales y climáticos: navegaron las aguas profundas, esculcaron en las grietas, fueron espeleólogos de piezas humanas y sus tibiezas, paquidermos del pavimento y la noche, eclécticos de los amaneceres en aires ajenos.

Por eso se pusieron en la mirilla de los fusiles automáticos. Y sucumbieron. Se metieron tanto que ya no encontraron cómo salir, y cuando por fin parecían emerger y recuperar a bocanadas el aire puro y perdido, se toparon con los hocicos fríos en espera de la calentura efímera del disparo, del gatillo jalado.

Desaparecieron algunos días. Cuando los encontraron, estaban bocabajeados, mordiendo la maleza y el lodo, escampando entre grillos y chapulines y hormigas, próximos a los gusanos. Él les moqueó en lo público pero se derrumbó a solas. Su novia lo consoló y los amigos, con los esfínteres hechos nudos, lo asilaron: cada casa un escondite, cada puerta un latido, cada paso o voz extraña un sobresalto.

Pasaron meses. Lo sintieron a salvo y salió. Gozó y gozó su libertad y esa entrepierna. Embarazó a la novia y cuando supo que iba a ser papá, huyó. Ella soltó el llanto y se aferró al embrión. En un momento de lucidez y añoranza, gritó: ojalá lo hubieran matado al cabrón.

16 de agosto de 2013

No hay comentarios:

Publicar un comentario