lunes, 10 de junio de 2013

EXPEDIENTE: EL CARNICERO...

Rosendo Zavala
Saltillo.- Decidido a terminar de golpe con su nefasta obra, Pablo tomó el cuchillo que estaba en el mostrador y enfurecido lo clavó en el cuello del carnicero, degollándolo sin piedad ante los trabajadores, que pasmados se limitaban a llorar en silencio.

Mientras el comerciante yacía tirado en el charco de su propia sangre, los ladrones vaciaban la caja registradora con parsimonia casi perfecta, sabiendo que tenían la situación controlada, incluso desde la calle.

Cargando una bolsa llena de vinos para festejar su osadía, los amigos abordaron la camioneta del victimado para escapar a toda prisa, sin saber que el destino les cobraría factura con la más despiadada de las respuestas en tan sólo unas horas.

Aires de grandeza

Sin sospechar que la tragedia se postraba sobre su local, don Porfirio animaba su existencia con la fortaleza que el trabajo le daba, cobijado por el apoyo de sus trabajadores, que en equipo lo hacían prosperar bañado en éxito.

Al otro extremo de la ciudad, Pablo y Misael alimentaban sus sueños de grandeza en la casa donde fortalecían los resquebrajados lazos familiares que aún existían, porque la jodidez que sorteaban diariamente comenzaba a hacer estragos en su economía peligrosamente.

Con la incipiente llegada del verano, los hermanos renovaron bríos, y resueltos a sacudirse la pobreza idearon un plan que validara sus deseos, mientras las circunstancias configuraban el momento exacto para que dieran el golpe perfecto.

En medio del trajinar cotidiano que enloquecía las calles de la Nueva Tlaxcala, un racimo de toquidos alertaron a Misael, parecía que la puerta caía a puñetazos, y sigiloso abrió para ver lo que pasaba, recobrando la calma cuando vio el rostro que le pareció trivial.

Se trataba de César, el vecino a quien pretendían incluir en sus aires de grandeza mundana por conocerlo desde siempre, y sabiendo sus alcances de maldad lo invitaron al atraco imaginario que cristalizarían en la realidad sin problemas.

Durante los azotados calores de junio, los potenciales asaltantes se reunían para afinar los detalles de lo que creyeron una buena opción para destacar socialmente, siempre con la mirada fija en el solitario evento que los hiciera ricos.

Amenizando sus ambiciones con alcohol y tabaco, vieron pasar los días entusiasmados con la afinación de detalles que los hizo recorrer algunos puntos del Saltillo bravo, tratando de localizar el negocio que tomarían como “cliente”, para materializar sus hasta entonces utópicos ideales.

Brutal ataque

Convencidos de que la bonanza llegaría por kilos, los parranderos merodearon en carro por las paupérrimas calles del sector elegido, y tras varios minutos de andanzas observaron el “Súper” que tenían en su “agenda de trabajo”.

Presurosos avanzaron hasta postrarse en el exterior de la puerta de cristal, donde intercambiaron indicaciones antes de cometer la bajeza que cambiaría el rumbo de los implicados en tan sangriento crimen.

Balbuceando sus planes mientras observaban con calma el vaivén de compradores, los ladrones aguardaron hasta que la voz de mando se activó, y gritando insultos irrumpieron en el negocio, donde tras evacuar a los consumidores procedieron contra los empleados.

Y es que mientras Misael cuidaba el acceso de entrada para evitar una sorpresa que pudiera hacerlos caer en manos de la justicia, Pablo y César se abalanzaban contra uno de los tablajeros que amarraron para que no estorbara a sus planes delictivos.

Al darse cuenta de lo que ocurría Porfirio intentó correr, pero fue alcanzado por los mismos sujetos, que librando una batalla física lo sometieron sin problemas amarrándolo de pies y manos con cinta industrial, realizando el aberrante acto que enmudeció a los presentes como por arte de magia.

Mientras el dueño del negocio permanecía a merced de sus captores, Pablo se acercó al mostrador para tomar el cuchillo que empuñó con furia y sin pensarlo tomó de los cabellos a su victimado, rebanándole el cuello para arrancarle la vida.

Empujado por la inercia de su peso, el cadáver cayó sobre el charco que su propia sangre había formado, ante el terror que invadía a los empleados del Súper.

Por su parte, los delincuentes de ocasión aprovechaban el lapsus de miedo que invadía a los ofendidos, dividiendo sus quehaceres para robar todo lo que encontraran a su paso y terminar su faena con el éxito presupuestado.

Luego de que uno de los hampones sacara los 7 mil pesos que estaban protegidos en la caja registradora, la tercia se reunió en la calle para emprender la escapada utilizando la camioneta dorada que Porfirio tenía estacionada afuera del comercio.

Así comenzó la odisea de los “socios”, que sin saberlo cavaron su propio fin, mientras intentaban huir de las autoridades, porque su historia estaba escrita con letras de dolor y encierro, el mismo que los cobijará con su negro manto durante los próximos 26 años.

Festejo económico

Impulsado por la adrenalina que recorría su cuerpo, César se tragaba el asfalto del bulevar Fundadores apoyado en los eufóricos gritos de sus compañeros, que derrochando alegría resolvían la manera de cómo dividirían los bienes robados minutos antes.

Para dar el toque final a su patética misión, los prófugos detuvieron la troca en el estacionamiento de una tienda comercial en el sector Mirasierra, donde abordaron otro vehículo que los llevara a la casa donde darían rienda suelta al festejo que pensaban prolongar durante toda la semana.

Ya por la noche, el furor de la misión cumplida se palpaba en el escondite provisional de los delincuentes, que decididos a pasarla bien brindaron con el elixir de lo prohibido, ahogándose en alcohol mientras se repartían el dinero, los aparatos electrónicos y la mercancía ajena.

En otra parte, los deudos del comerciante caído realizaban las exequias funerarias para honrar su memoria y darle el último adiós, sumidos en la tristeza de haber perdido al pilar de la familia de una manera jamás imaginada.

Días después, el efecto de la parranda se había convertido en un vago recuerdo que se mezclaba con el crimen del mercader ultimado, y el mundo de los hasta entonces afortunados ladrones retornó a la realidad cotidiana que lo hizo volver a las andadas.

Tratando de sacar distancia a las cosas que les evocara tan trágico pasaje, los malandros regresaron a la tienda donde dejaron la camioneta dorada, trasladándola hasta un domicilio de la colonia Loma Linda para esconderla de la mirada de las autoridades.

Pero sus intentos de discreción resultaron en vano, porque la operación “olvido” se esfumó cuando agentes de la Fiscalía General del Estado dieron con el mueble propiedad del comerciante, confiscándolo como parte de las evidencias que en cuestión de horas resolverían el homicidio.

Ajenos a lo que pasaba, los tres victimarios se divertían gastando por toda la ciudad el dinero robado, mientras la hoz de la venganza ministerial tomaba forma lenta y apaciblemente, sin que sus elegidos se dieran cuenta.

Triste final

Animados por la frescura de la noche, Lupe y César aprovecharon la ocasión para despejar sus mentes de las maldades terrenales que les ocupaban, abordando el auto en que recorrieron las calles hasta que el destino los alcanzó también sobre ruedas.

Y es que utilizando lo más granado de su artillería humana, la ley extendió el operativo que dio con el paradero del carro boletinado días antes, reconociéndolo como el utilizado en el asalto que se vistió de luto a plena luz del día.

Tras detener la marcha del compacto que trasladaba criminales, los efectivos policiales interrogaron a sus ocupantes, que traicionados por el miedo escupieron la verdad, desmoronando el secreto que no pudieron guardar ni una semana.

Con la declaración de los asegurados la Fiscalía multiplicó esfuerzos, y en cuestión de minutos se trasladó hasta de centro de rehabilitación donde estaba internado Misael, cortándole las ganas de abandonar el vicio, pues lo arrestaron para someterlo a investigación por los hechos de que se le acusaba.

De igual manera, Pablo fue abordado por los agentes que lo descubrieron deambulando por una colonia del oriente de Saltillo, completando la tripleta de sospechosos que se habían involucrado en el asesinato del próspero carnicero.

Ya con los inculpados en su poder, la entonces FGE los sometió a un arraigo de 15 días para establecer su participación en los hechos, decretando su culpabilidad e inmediato encierro en el reclusorio local donde ahora purgan su condena.

Mientras esperaban el veredicto del juez que lleva las diligencias del caso, Pablo no soportó la idea de pasar el resto de sus días tras las rejas y se suicidó en la solead de su celda, escapando de su presente por la puerta falsa antes de que la realidad le diera una bofetada de encierro permanente.

Posteriormente, Misael y César escucharon el veredicto del fiscal que los condenó a 26 años 3 meses de prisión, bajo el delito de Homicidio calificado con premeditación, alevosía y ventaja, esperando a que el tiempo pase para recuperar la libertad en el ocaso de su vida.


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