Hace tres años el cártel más peligroso
de los últimos tiempos, Los Zetas, tenía un campo de tiro “secreto” en San
Buenaventura, en el corazón mismo del
estado de Coahuila. Aunque el estruendo de las balaceras era escuchado por los
vecinos, la policía no actuaba. Hasta que una tarde, los marinos reventaron el
cuartel del grupo criminal. “La escuela”, como le llaman los vecinos, es un
predio con bardas de block agujereadas, acribilladas con fusiles de asalto.
“Los policías estaban con los malos. Aparte de recibir su sueldo, ellos les
daban un salario”, dijo una habitante de San Buena que prefirió no revelar su
identidad.
La DEA provocó la matanza de las
familias de Allende, Coahuila, revela investigación de Pulitzer
Ciudad de México/Coahuila, 25
de junio (SinEmbargo/Vanguardia).– A las afueras de San Buenaventura, Coahuila,
hay un predio solitario con bardas de block, rafagueadas todas con
ametralladora, al que la gente de acá ha bautizado con el nombre de “La
escuela”.
Algunos dicen que porque
todavía hace unos tres años, este sitio era usado por Los Zetas, el cártel más
peligroso y sanguinario de los últimos tiempos, para practicar el tiro al
blanco.
Pero otros, los menos
optimistas, creen que éste era un lugar de ajusticiamientos y que por eso,
especulan, ha de haber enterrados aquí muchos cadáveres de personas que fueron
levantadas, secuestradas, asesinadas y después desaparecidas de la faz de la
tierra, en los días en los que la delincuencia anduvo recio por estos lares.
Era la época en la que en San
Buena los malandros hacían lo que querían, sin que nadie les dijera nada.
Desde entonces la gente del
pueblo evita pasar por este lugar, nadie va para allá.
Ninguno se atreve a arrimarse
ni asomar la nariz por equivocación.
El miedo aún se palpa, se
huele en las calles de San Buena y sus alrededores, como si fuera un personaje
urbano más, como si fuera parte del mobiliario citadino.
La gente del pueblo habla
poco cuando le pregunto por este campo de tiro clandestino de Los Zetas, con
apariencia de corral o establo de vacas lecharas.
Dice no saber nada o que “que
pa qué chingaos, oiga” o “está cabrón, amigo”.
Porque en San Buena, dicen
los que saben, todavía quedan algunos zetas, “pero se manejan muy sordeado”,
“es más sordeada la cosa”, “sus movimientos son más sordeados”.
“Sordeado”, dicen los
sambonenses, como para dar a entender lo oculto, lo secreto, lo encubierto, lo
oscuro.
Con todo y que los registros
de la policía municipal hablan de puros rateros o delincuentes de baja estofa,
que todos los días hacen de las suyas en San Buena y puntos circunvecinos.
“Yo no vi. Se oía. La gente
te cuenta por ahí, ‘está una balacera para allá, bruta’, que era donde decían
que (los Zetas) se ponían a practicar”, dice José Inés Romo Torres, regidor de
la Comisión de Seguridad Pública de San Buenaventura y uno de los pocos en el
pueblo que ha aceptado platicar conmigo.
En San Buena son
desconfiados, desconfían de los forasteros que se acercan a preguntarles
cualquier cosa.
Así son las reglas, el
protocolo de seguridad en San Buenaventura: “no te metas con nadie, no le digas
a nadie nada, porque no sabes con quién estás hablando”.
“No vayan a ser ustedes de
esos y entonces sí…”, dijo don Gilberto Sandoval, un ejidatario de Santa Gertrudis,
municipio de San Buena, la tarde que fui a buscarlo a su casa para que me
contara sobe los estragos que hicieron los Zetas en aquella región.
“El otro día andábamos allá,
cortando leña, y me dicen ‘vámonos, porque aquí hay chingos de casquillos tirados’.
Donde quiera te hallas casquillos”, contó Inés Romo, el regidor de la Comisión
de Seguridad, una mañana que lo entrevisto en su oficina del Ayuntamiento.
Cuando entendí que teníamos
que ir a “La escuela” solos, el fotógrafo y yo, sentí temor y un hormigueo
incesante corriéndome por todo el cuerpo. Eran mis nervios.
“Todavía andan allá”, me
había dicho, refiriéndose a Los Zetas, uno de nuestros informantes, cuando le
rogué que hiciera de guía, que nos acompañara, y se negó.
EL MAPA DE LA RUTA DE LA ESCUELA
Para llegar allá hay que
primero salir de día, y en coche, de San Buenaventura al norte por la calle de
Juárez, desde el centro.
Tomar la salida al pueblo de
Hermanas, municipio de Escobedo.
Doblar a la izquierda, a la
altura de la calle José María Pino Suarez y la gasolinera.
Internarse en una brecha de
terracería hasta cruzar el camino que conecta la salida a Hermanas con la
carretera a San Blas.
Pasar un anuncio grande de
obras de drenaje del Gobierno estatal.
Y seguirse de largo por la
trocha, bordeada de ranchos y de breña, hasta topar con un predio bardeado de
block, en medio de la nada.
Ahí es “La escuela”.
Hace ya algunos meses que
alguien, voy a decir que “alguien” para evitar irme de la lengua, me contó
sobre este sitio perdido en el desierto y a mí me entró la curiosidad de
conocerlo, saber si existía, dónde estaba.
Y ahora que estoy aquí, todo
lo que quiero es salir corriendo, temeroso de encontrarme con algo o alguien
indeseable: un zeta bien amorterado, una osamenta, qué sé yo.
Acá, el sol calcinando hasta
los huesos, todo es silencio, sólo se escucha, de vez en vez, el canto de las
chicharras del mediodía y el ruido metálico, como de muchas máquinas, que hace
el molino de piedra situado en las faldas de un cerro pelón y parduzco.
Me quedo un rato contemplando
“La escuela” que es este predio con bardas de block agujereadas, acribilladas
con fusiles de asalto, según parece; disparadas, dice la gente de San Buena
que, por Los Zetas.
“La escuela” es un cuadrado
de aproximadamente 32 metros por 32 metros, con varios huecos o entradas a lo
largo de su perímetro y dos zanjas a sus costados, que miden seis metros de
ancho, aproximadamente, y unos tres de profundidad.
A mí no me consta, pero en
San Buena circula, de boca en boca, el rumor de que Los Zetas contrataron a un
lugareño, dueño de maquinaria pesada, para que hiciera estas fosas.
No encontré en el pueblo
quién confirmara o refutara esta versión, la gente no suelta sopa: “no te metas
con nadie, no le digas a nadie nada, porque no sabes con quién estás hablando”.
Afuera de las zanjas se ven
todavía los cerros y cerros de tierra que una mano de chango sacó del subsuelo.
Recorremos por fuera la
construcción, rodeada de matorrales, de silencio, de nada.
Ni un cristiano se ve por
aquí ni un animal de campo siquiera, sólo dos gusanos negros, de esos que
llaman milpiés, uno enroscado en la tierra, el otro reptando por el muro de “La
escuela”.
Recuerdo que cuando entramos
en la brecha de 3.6 kilómetros que separara a San Buena de este campo de tiro
subrepticio, tampoco vimos a nadie. Ningún mueble, ningún burro, ninguna
liebre, ningún coyote, ningún correcaminos, ningún perro. Esa fauna que suele
encontrarse uno por el monte. Nadie.
A “La escuela” nadie viene,
nadie se atreve a arrimarse ni asomar la nariz por equivocación.
Pintado sobre el muro de
block hay un tag ilegible y más allá la cara de un simio trazada con saña.
A lo largo de la barda,
boquetes y más boquetes de bala, abiertos con armas de alto poder.
Si eso hicieron las balas
sobre el block, que no harán en un cuerpo humano, reflexiono y siento
escalofríos.
Un taxista de San Buena me
contó que en los días de la llamada guerra contra el narco, a Los Zetas les
gustaba pasearse por el pueblo en sus trocas último modelo, enseñando sus armas
de grueso calibre sin que nadie les dijera nada.
A las afueras de San Buenaventura,
Coahuila, hay un predio solitario con bardas de block. Foto: Vanguardia.
A lo largo de la barda,
boquetes y más boquetes de bala, abiertos con armas de alto poder. Foto:
Vanguardia.
En uno de los lados externos
de la construcción, justo entre la zanja y la pared de block, hay un aljibe
subterráneo, rectangular y de varios metros de profundidad.
Me pregunto: ¿quién carajos
mandaría, y para qué, levantar este corralón con aspecto de granja o establo de
vacas?
En San Buena nadie lo sabe,
pero dicen que es inverosímil que lo haya construido la mafia.
Sólo me cuentan que durante
la época de la peor violencia en el pueblo, Los Zetas se dedicaron a despojar
de sus propiedades a medio mundo.
“Tenías temor de salir a los
ranchos a visitar un familiar porque te paraban, te quitaban la troca, el
dinero, te podían quitar la señora, el hijo. Decías tú: ‘mejor no salgo’, la
gente estaba muy temerosa”, me dijo José Inés Romo Torres, el regidor de Seguridad
Pública.
Entonces Los Zetas eran los
amos y señores de las calles de San Buena que iban hechos la fregada en sus
muebles del año sin placas, atravesándose al paso de quien fuera sin que nadie
les dijera nada.
“Les valía, no podías
decirles tú ‘eh, fíjate’, porque a lo mejor te balaceaban. Entonces tenías que
aguantar si te rebasaban o te decían ‘quítate a la chingada, quítate’, no
podías decirles ‘¿qué, güey?, ¿qué traes?’, o ‘bájate’, te tronaban. No salías
a pistiar en la noche ni nada, porque era un pedo aquí”, me contó el regidor.
Pero eso no salió en los
periódicos.
En los ejidos de San Buena,
como Santa Gertrudis y San Blas, los campesinos cuentan historias tremebundas
sobre muertos, desaparecidos, despojados y desplazados por Los Zetas.
“Ya decían ‘mataron a julano’
o ‘hubo una balacera en tal parte’, y así. Los miraba uno con las… (armas) que
las traiban en la mano, iban caminando con ellas”, narra don Gilberto Sandoval,
ejidatario de Santa Gertrudis, una tarde que sudamos a chorros bajo el portal
de su casa.
La mayoría en Santa Gertrudis
es gente que vive y trabaja en Estados Unidos (lo noté en el estilo americano
de las casas, el día que pasé por esta congregación), pero seguido viene a
visitar el pueblo.
Con esto de la violencia, los
paisanos se han ido retirando y ya regresan poco, porque han agarrado miedo.
De vuelta en “La escuela”,
maleza crecida, polvo y regados o enterrados entre el polvo, cartuchos
percutidos calibre .223, que, después sabré por un amigo reportero veterano de
la policiaca, son como los que escupen los rifles AR–15 o las metralletas Uzi.
Un vecino de San Buena, dueño
de un rancho cercano a “La escuela”, me platicó del miedo que pasaba todas las
tardes, cuando escuchaba el estruendo de las balaceras proveniente del campo de
tiro de Los Zetas.
Una verdadera “Fiesta de las
balas”, como el capítulo del libro de “El águila y la serpiente”, de Martín
Luis Guzmán.
“A estas horas estaba el
tiroteo cabrón de ametralladoras: pa-pa-pa. Yo no me arrimaba allá, ¿a qué
chingaos te arrimas? Por andar de mirón, cabrón…”, me dijo el hombre un día que
lo entrevisté en su solar, rumbo al ocaso.
En San Buena no entendían
cómo si todos sabían de la existencia de “La escuela”, de este campo de tiro
“secreto”, por el estallido de los plomazos, la policía no daba color.
La respuesta llegó un día en
que, ante la vista del pueblo, un convoy de soldados irrumpió en la alcaldía
para llevarse a un grupo de municipales.
“Los policías estaban con los
malos. Aparte de recibir su sueldo, ellos les daban un salario”, me dijo una
habitante de San Buena que prefirió no revelar su identidad.
Camino con sigilo
escudriñando el predio.
De pronto me sale al paso un
saltamontes, otro y otro, chingos de saltamontes.
La respuesta. “Los policías estaban con
los malos. Aparte de recibir su sueldo, ellos les daban un salario”, me dijo
una habitante de San Buena. Foto: Vanguardia.
A pesar de que los habitantes
se enteraban de lo que sucedía en el pueblo preferían no comentarlo. Foto:
Vanguardia.
EN SAN BUENA HUBO MATAZÓN, DICEN VECINOS
“Se oía decir que los malandros
iban a tirar los cuerpos de sus víctimas en las brechas que llevan a las
rancherías cercanas al pueblo, pero…”
Me confío otra tarde sentada
en una mecedora del porche de su casa, una joven señora que vive por las calles
de Hidalgo y Viesca, en el centro, el sitio donde Los Zetas se apoderaron de
tres mansiones, casi una manzana, y establecieron ahí su cuartel con circuito
cerrado de televisión y sistema para espiar llamadas.
Los Zetas tenían su guarida
en pleno centro de San Buena, muy cerca de un parque y una escuela, y nadie les
decía nada.
—¿Cuántos eran?
—Muchísimos, pero por lo
regular siempre llegaban en la noche, en camionetas ¿El barrio?, todo asustado,
porque ahí estaban, entraban y salían y se oían los gritos de las personas
donde las torturaban. Mucha gente se fue de aquí.
La gente del pueblo susurra
anécdotas que hablan de asesinatos cometidos con saña por Los Zetas, en contra
de sambonenses de apellidos sonoros o de personas que se metieron a la “maña”,
vino el Ejército y se las llevó.
Pero eso no salió en los
periódicos.
Hasta que un mediodía llegó
una expedición de marinos a reventar el cuartel de Los Zetas, que una noche
antes habían escapado después que alguien les diera el pitazo.
Eran los años en los que la
delincuencia anduvo desatada en San Buenaventura y las palabras “levantón”,
“malandro”, “balacera”, “arma”, “halcón” se hicieron parte del vocabulario
cotidiano de los lugareños, aun de las zonas rurales.
“Aquí tenían un halcón, aquí
venían y lo dejaban y lo relevaban. Un halconcillo que estaba al pendiente de
día y de noche”, me platicó un aldeano del ejido Santa Gertrudis, municipio de
San Buena, al que una tarde bochornosa encontré en su solar partiendo elotes
con las manos.
Los sambonenses recuerdan que
siempre veían en la plaza principal a varios halcones, niños de entre 15 y 16
años, vigilando, escuchando y alertando a sus patrones sobre el paso de
caravanas militares por el pueblo.
Los miraban con sus radios
afuera del Oxxo o en las esquinas y nadie decía nada.
“No te metas con nadie, no le
digas a nadie nada, porque no sabes con quién estás hablando”.
La mañana que me pasé
entrevistando a los habitantes de la plaza principal de San Buena, un bolero
anónimo me contó de una memorable balacera, a plena luz, que hizo que los
visitantes que descansaban en las bancas bajo la sombra de los árboles se
tiraran pecho a tierra, más por instinto de conservación que por estar
entrenados para un narcoataque.
En San Buenaventura, un municipio
de 24 mil 410 habitantes, gente hospitalaria, tranquila, obsequiosa, nunca
habían presenciado algo así.
Se oían los balazos donde
quiera y en San Buena no estaban impuestos a eso.
“Estuvo muy feo en aquellos
años. Veía uno que andaban las gentes esas por la plaza y pensaba ‘que Dios te
bendiga y a mí que no me olvide’”, me dijo el bolero.
“Veía uno que andaban las
gentes esas por la plaza y pensaba ‘que Dios te bendiga y a mí que no me
olvide’”, dijo un bolero. Foto: Vanguardia.
Al fondo del predio veo un
montículo de tierra, qué sinsentido, pienso, y luego un cuarto más chico con
preparación para baño.
En eso el fotógrafo me señala
a lo lejos, en lo profundo del monte, una casa abandonada con un papalote de
esos que se usan para sacar agua de los pozos por medio de la fuerza del
viento.
De regreso por la brecha de
polvo blanco como talco y arbustos a las orillas, pasamos por varias casas
estilo campestre, con cercas de malla ciclónica, árboles, palapas.
Paramos en algunos de estos
ranchos.
La mujer, piel tatemada por
el sol, que está tomando el fresco en el quicio de su puerta, dirá que no sabe
nada cuando le pregunto por el predio de bardas baleadas que dejamos atrás.
El hombre sin camisa que me
invita a pasar a su casa para sacudirme los 40 grados de calor a la sombra de
su huizache dirá que alguien, no recuerda quién, le contó que en aquel monte se
armaban las balaceras en grande, pero él no sabe, no estaba aquí, llegó hace
poco.
Y el señor de playera de
tirantes y gorra que se acerca cauteloso cuando lo llamo desde la puerta de su
finca dirá que “no, mi amigo”, que no sabría qué decirme sobre el campo de tiro
clandestino de Los Zetas.
A mí se me viene a la cabeza
la regla favorita de los sambonenses:
“No te metas con nadie, no le
digas a nadie nada, porque no sabes con quién estás hablando”.
ESTE CONTENIDO ES PUBLICADO POR SINEMBARGO CON
AUTORIZACIÓN EXPRESA DE VANGUARDIA.
(SIN EMBARGO.MX/ VANGUARDIA DE
SALTILLO/REDACCIÓN / SIN EMBARGO/ JUNIO 25, 2017, 2:55 PM)
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