Habían estado en una escena
de crimen. Ella juntaba los casquillos y él revisaba las heridas. Ahí, en el
campo de batalla, sobraban balas y pólvora, y parecía haber carestía de piedras
y tierra sobre ese asfalto de intento de ciudad. Los muertos estaban por todos
lados. Tiros de gracia, torturados, atados de pies y manos, decapitados, con
brazos cercenados, sierras eléctricas para cortar los dedos, quemaduras de
cigarros perfectamente redondas, latigazos en la espalda, cortes en el abdomen,
laceraciones por toques eléctricos en los genitales.
Ella miraba la sangre como
quien ve los árboles y el cielo o la lluvia o la gente en la calle, caminando.
Nueve milímetros, doctor. Son dos de nueve milímetros. El resto, las otras
ocho, son de cuerno de chivo, calibre siete punto sesenta y dos, y de erre,
calibre punto dos veintitrés. Están distribuidos en un perímetro de cerca de
tres metros, delimitado por la cinta amarilla que en inglés y con letras negras
dice Policía, no cruzar.
Una mujer y tres hombres de
voz lodosa llegaron al consultorio. Al fondo una mesa para tender los cadáveres
y realizar las periciales. El médico y su ayudante eran los únicos signos de
autoridad en esa pequeña región, alejada de los semáforos y el ruido. Los
hombres supieron de inmediato con quién entenderse. Le pidió a su auxiliar que
se retirara para hablar a solas con los desconocidos. Hablaron, fue rápido. La
mujer sacó de su bolso de piel tres fajos de billetes. Son trescientos. Ni las
manos se dieron. No me quede mal, doctor. Le dijo uno de ellos, levantándole el
índice flamígero.
Salieron y la joven ayudante
fingió revisar unos papeles. Sabía de qué se trataba, pero no dijo nada.
Volvieron a la revisión de cadáveres, las pinzas, el bisturí, las gasas, cósele
aquí y haz el papeleo. Ella volvió a revisar todo: en las especificaciones
decía que tenía lesiones de bala en la región parietal, tórax y cuello. Siete
balazos en regiones vitales. Heridas de muerte instantánea. La sangre le había
salido a chorros y ni cuenta se había dado: antes de caer al suelo, en esa
escena del crimen en la que él había sido el blanco, ya había dejado de latir.
El médico agarró el documento
y lo hizo trizas. Le dio a su auxiliar uno nuevo y le preguntó si podía
sellarlo. Lo hizo. Causa de muerte: infarto al miocardio. Riego sanguíneo
deficiente y daño tisular.
(RIODOCE/ COLUMNA “MALAYERBA” DE JAVIER
VALDEZ/ 3 JULIO, 2016)
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