Se juntaron porque iban a
unir sus soledades. Eso le dijo ella a él, romántica y con una sobredosis de
amaneceres entre cejas. Él asintió con la mirada y luego con la cabeza y le dio
un beso largo y profundo, como si hubieran nacido pegados de labios con adhesivo
de saliva y amarrados entre tantos músculos acuosos.
Ella venía de un divorcio
lacerante, pero se sentía viuda. La peor de las muertes le había atrapado ahí,
en esa ciudad en la que todas las calles conducen al mar: su ex esposo había
sido interceptado por hombres armados, quienes lo sorprendieron cuando cerraba
el despacho, muy cerca del centro. Lo sometieron con facilidad y luego lo
subieron a un carro con vidrios de humo y se fueron sin rumbo. Otro vehículo
que iba atrás los siguió de cerca. No lo han vuelto a ver.
Es la muerte sin cadáver ni
sepelio ni panteón. A dónde los rezos y el llanto, las flores del día de
muertos, el novenario, las tres misas para que el sacerdote lo nombre y le dé
un oxígeno que ya no necesita pero que los vivos sí para consolarse. En qué
lugar se encenderán las veladoras y se le llevará la música que tanto le
gustaba y se le pondrá algún cidí con las mañanitas en su cumpleaños.
Muerte extendida y
multiplicada. Muerte que salpica y alcanza a muchos. Muerte de búsquedas y
preguntas, de policías de manos sucias y funcionarios con escritorios llenos de
papeles mordidos por el polvo, de acudir a sicarios para preguntar por el ese
que quizá ellos mismos ultimaron. Muerte sin muerte: desaparecer, ser levantado
por hombres armados, es una forma de morir.
En qué andaba metido, con
quién se llevaba, a quién le debía, qué problemas tuvo. Eran las preguntas que
todos le hacían pero pocos querían responder. De esas condenas nadie lo va a
defender. Solo ella. Sola.
Y ella lo sabe. Pero no deja
de atisbar en los espejismos, escasísimos oasis en medio del chapopote
citadino. Nada que olisquear, el firmamento es el mismo y ese abogado no está.
Y en esas idas y venidas se encontró a ese hombre alto, barbón, de escasos
cincuenta, que le guiñó el corazón. Salieron, bebieron y comieron, y luego
terminaron bebiéndose y asomándose del otro lado de los pliegues. Y se amaron
como adolescentes y se tocaron como ciegos y hambrientos.
En eso estaban, en la cúspide
del amor. Él salió de la ciudad, a unos trámites. De regresó se accidentó. Los
médicos hicieron lo posible. Ella lo buscó pero no pudo llegar. Él convaleció
unos días. Pronunció un nombre que nadie pudo escuchar. Y a los días murió.
Ella le dijo aquella vez: juntemos nuestras soledades. Ahora es doble viuda y
está sola.
(RIODOCE/ COLUMNA “MALAYERBA” de Javier
Valdez/ 7 diciembre, 2015)
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