Relato de un alumno anónimo: ponga
Ernesto, como el Ché
En
la escuela, los padres convirtieron la cancha en sala de espera
Tixtla,
Guerrero.- En la cancha de basquetbol se han suspendido los juegos. En lugar de
risas y gritos, el silencio reina en la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, en
el estado de Guerrero.
En
el centro del campo, un altar con flores y veladoras concentra las miradas. Es
una pequeña ofrenda que han puesto mientras esperan noticias de los 43
estudiantes desaparecidos desde la noche del 26 de septiembre.
Quienes
aquí esperan son padres, amigos, parientes y compañeros de los muchachos
normalistas. Hombres de campo con huaraches y sombrero; otros, comerciantes y
empleados. Las señoras usan mandiles de cuadritos.
Cargan
bolsas con algo de comida. Sin respuestas ni novedades sobre los jóvenes
desaparecidos, la cancha de basquetbol se ha transformado en lugar de espera,
en el espacio donde estar juntos y conjurar la angustia.
No
estamos aquí porque no tengamos nada que hacer. ¡Desaparecieron a nuestros
hijos!, dice un señor elevando la voz.
Nosotros
venimos a apoyar a las familias. Uno de los desaparecidos es el ahijado de mi
papá, explica Ericka Dirciu. Junto a su esposo, Alberto Rosas, decidieron pasar
el domingo en la normal rural Manuel Isidro Burgos. “¿Por qué? Porque esta
escuela es el símbolo de Tixtla. Hace un año tuvimos una contingencia, se
inundó el pueblo (cuando las tormentas Ingrid y Manuel), y los únicos que
ayudaron fueron ellos y la policía comunitaria. Los únicos”.
Manuel
Martínez, del comité de familiares, explica que la rutina de la escuela ha
cambiado porque cada vez hay más parientes y vecinos aquí. Durante los nueve
días que han pasado se van rotando. En la noche llegan más y más. Ya no tenemos
donde acomodar a la gente, duermen en aulas y cubículos.
¿No
vio jaboncitos por aquí?, preguntan Alejandro y José, dos muchachos de segundo
año. Es que los habitantes de Tixtla acercan ayuda. Son despensas, comida,
ropas y objetos de higiene que van acomodándose en mesas alrededor de la
cancha.
Algunos
dormitan en sillas mientras otros mantienen los ojos abiertos y el rostro
tenso. En el piso, manos expertas pintan mantas sumamente prolijas con
caricaturas del gobernador Ángel Aguirre y del alcalde de Iguala, Jorge Luis
Abarca, con la leyenda asesinos. En grandes letras rojas exigen justicia.
HORROR Y MEMORIA
Fue
algo muy feo. Simplemente no puedo borrar las imágenes de la sangre de mis
compañeros, recuerda un chavo de 23 años, estudiante de primer año. Sobrevivió
a la balacera y al secuestro masivo, pero el miedo ronda todavía. Por eso pide
ocultar su nombre y dice póngale Ernesto, como el Che Guevara.
La
noche del 26, relata, “yo venía en el tercer autobús y bajé para empujar la
patrulla (que les impedía el paso). Llegó mi compañero Aldo (Gutiérrez Solano)
y empezamos a empujarla. Entonces nos empiezan a disparar y a él le pega una
bala en la cabeza. Veo un charco de sangre y grito. Cuando intentamos jalarlo
rafaguearon otra vez y ya desde entonces fue descarga continua contra
nosotros”.
Dice
que les disparaban desde diversos puntos y por eso se tiraron al piso. Después,
algunos como él lograron resguardarse entre el primer y el segundo camión. “Veo
entonces que juntaban casquillos los municipales y hasta les grité, ¿qué hacen,
cabrones?
“Entonces
a los del tercer camión (que no habían bajado) los rafaguean y los rodean.
Después los encañonan y así los bajan. Los acostaron en el piso y se los fueron
llevando en grupos. Sí los subieron a las patrullas”, remarca y repite como un
mantra el listado de carros oficiales que han identificado.
–¿A
cuántos se llevaron en ese momento?
–Eran
como 30.
–¿Por
qué crees que se los llevaron?
–No
tengo explicación. Sinceramente no tengo respuesta. Es lo que quisiéramos
saber.
LOS NORMALISTAS
Ayotzinapa,
cuna de la conciencia social, dice el portón de entrada a la escuela donde 540
jóvenes de bajos recursos estudian para ser maestros de primaria y educación
bilingüe, en castellano y lenguas indígenas.
Adentro
casi no hay paredes blancas. Están cubiertas por murales cargados de historia y
política. Nos podrán faltar recursos, pero nunca nos faltará la razón, dice
una.
¡Hey,
Zacatecas!, ¡Tú, chilango!, ¡Acapulco! Los chavos se nombran por su lugar de
origen. Desde 1936 jóvenes de todo el país han tenido en este internado su
oportunidad educativa.
Se
migra por necesidad económica. Vienen a estudiar aquí porque son de bajos
recursos, de ciudades pobres de nuestro país, cuenta Manuel Martínez. Bien lo
sabe, él llegó desde el Istmo de Tehuantepec y en 2004 egresó como maestro
rural de primaria. Ahora sus dos sobrinos son alumnos y uno de ellos fue
secuestrado la noche del 26 de septiembre.
(Periódico
La Jornada/ Especial para La Jornada/ Paula Mónaco Felipe/ Lunes 6 de octubre
de 2014, p. 7)
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