Alejandro Almazán/enviado
La región más helada
de la República Mexicana, con menos 14.5 grados durante el día, casi congela al
visitante, quien además debe librar a “los sicarios y a un león que se ha
comido los venados de la zona”... “Aquí nosotros tenemos doble cuero”, dicen
los niños.
UNO
La gente del rancho
Santa Bárbara sabe que ha amanecido bajo cero grados cuando miran que el jabón
líquido para los trastes está congelado. Aquí la comida que no cabe en el
refrigerador se suele dejar a la intemperie. Si alguien va a pescar al río, en
menos de 10 minutos el pez se pone tieso como un tronco. Y a partir de los cero
grados, las tuberías se rompen y forman de prisa pequeñas montañas de hielo.
Santa Bárbara ha sido el lugar más frío de México en este invierno: los últimos
días ha rondado por los 14 grados bajo el punto de congelación. Pero hoy sábado
12 de enero hace calor: estamos a menos cuatro.
DOS
Nunca has ido a
Santa Bárbara, pero por la manera en que una amiga ha pronunciado el nombre
intuyes que inspira frío el mero hecho de decirlo. Aún así, sales de Durango y
después de una hora de curvas, sierra arriba, encuentras a pie de carretera la
entrada al rancho. Doña Cecilia, la centinela, te dice amablemente que desde
hace dos años Santa Bárbara es un mundo inaccesible para los reporteros: todo
porque un tipo de la televisión exhibió a los 40 pobladores como gente
subdesarrollada y eso indignó a los dueños. Entonces te saltarás el alambrado y
agarrarás un camino que sigue el curso de la tortuosa sierra. Pronto
comprenderás que has cometido una de las peores estupideces en tu vida: el
rancho queda a 14 kilómetros y hoy amaneció a menos 14.5 grados. El frío te
quemará la cara como si te hubieras untado una pomada para dolores musculares;
hasta creerás que tu rostro debe traer un sabor a mentol. En cada bocanada de
aire sentirás que los pulmones te revientan y al paso del tiempo descubrirás
que no hay ropa térmica que pueda mantenerte caliente. Te acordarás de tu gente
y desearás con todas tus fuerzas no estar ahí. Luego de dos horas, te crujirán
los huesos, traerás agarrotada la cara y pensarás que si una nevera trabaja a
menos cinco grados y todo está tieso ahí adentro, tu futuro inmediato es
apocalíptico. Por si fuera poco, el frío te deshidratará y tú, siempre
irresponsable, no cargarás agua. Tendrás que beber del arroyo helado donde los
animales aplacan su sed y, para no congelarte, seguirás caminando por aquel
patíbulo de tierra fría. En algún momento notarás que arrecia el viento, lo
escucharás aullar. Eso te tranquilizará: entre más aire sople, el frío se irá a
otra parte más lejana. Te encontrarás a unas vacas acurrucadas, inmóviles, y te
dará la impresión de que ni siquiera respiran. Mirarás cada tanto hacia el
cielo azul cobalto y pensarás que el sol sólo parece haber sido dibujado en el
paisaje; brilla, ciega, pero es distante y frío.
Sortearás a un toro,
te caerás y alucinarás con la muerte. A eso de las seis de la tarde, tres horas
después de haber saltado la cerca, llegarás hecho una piltrafa al rancho y
María, una treintañera de sonrisa aniñada, te dirá con la más absoluta
sinceridad que estás bien pendejo. “El frío era el menor de tus problemas”,
tratará de hacerte entender. “¿Qué tal si te hubieran salido sicarios?, ¿o qué
tal si te hubieras topado al león que se anda comiendo a los venados?”.
TRES
El destino no pudo
poner a Santa Bárbara en un lugar más desventurado: está en un bajío a poco más
de dos mil metros sobre el nivel del mar, rodeado de cerros que impiden que se
escape el áspero frío que lo cubre como si fuera de plomo. Ocho meses al año hay
heladas, por eso sus lugareños dicen que el invierno siempre comienza aquí y
nadie pone cara de congelado. El rancho está en el mapa gracias a que el 13 de
diciembre de 1997 alcanzó un récord: amaneció a menos 25. De hecho, el profe
Vicente Ruiz tiene un monumento para que a nadie se le olvide ese día: las
hojas de la Comisión Nacional del Agua donde el propio profe apuntó todas las
temperaturas que hubo aquel año.
El profe, que
estudió para contador, lleva el registro del clima desde 1976, cuando llegó al
rancho para dar clases. Todas las mañanas, antes de las siete, abre con llave
una casita de madera, como la de los pájaros. Ahí adentro está el termómetro.
El viejo, que rara vez se quita las gafas de sol, podría ser el primer tipo
serio en pronosticar el tiempo: sabe a cuántos grados amanecerá Santa Bárbara.
Apenas ayer viernes por la noche, me había advertido que despertaríamos a menos
cuatro; hoy, en cuanto lo miro, me dice con aires de apostador consagrado:
“Nunca me equivoco, es un sábado para ponerse shorts”.
—Yo estoy que me
congelo —le digo al profe que también es el tendero y una especie de guía
espiritual del rancho.
—Ay, muchacho
—contesta con un cigarro colgándole de los labios—, seguro tú no sabes lo que
es el verdadero frío. Cuando hace frío todo el rancho truena y uno puede oír
hasta cómo se cuaja el aliento.
—¿Usted no siente
frío?
—Uno se impone desde
chamaco y a esta edad ya no nos gusta el calor. A mí me hace daño, se me sube
la presión. Tú, todo tapado, pareces bola de estambre, y veme a mí: con esta
camisa y la chamarrita ando a gusto —dice y yo pienso que como está vestido el
profe no pasarían más de quince minutos para que a uno se le caigan la cara y
las manos a pedazos.
CUATRO
La casa de Irene La
Morena es acogedora: la leña la ha calentado a unos 19 grados, 25 más que el
exterior. Este ambiente sería perfecto si saliera agua del fregadero, pero está
congelada. La Morena deberá esperar hasta medio día para que comiencen a caer
cubitos de hielo. “Lavar es un sufrimiento”, dice mientras cocina los mejores
frijoles de la sierra. “Las manos se te acalambran y se te despellejan”. Yaneth
apenas tiene dos meses en el rancho y no acaba de acostumbrarse al dolor que
produce el agua en el lavabo. “Pero mi marido dice que poco a poco me voy a
imponer”.
Imponer. Aquí todos
dicen ese verbo con la misma facilidad de quien avienta salivazos. Supongo que
lo hacen para que nadie dude que han dejado clara su superioridad al frío.
CINCO
Las antenas
parabólicas permiten adivinar qué están haciendo los niños a esta hora de la
mañana. Y sí: Uriel y Lenin, por ejemplo, están frente al televisor como si
fuera una fogata. A Lenin, el de dos años, le desagrada llevar mucha ropa
encima. Yolanda, su madre, batalla siempre para vestirlo. Ella cree que el nombre,
“de un señor que vivió en el hielo”, ha hecho que su hijo sea más resistente al
frío.
En Santa Bárbara hay
unos 15 niños y todos parecen ser felices. Para ellos, el frío es parte de la
vida y no parecen sufrirlo. Se enferman poco y las mejillas rojas son parte de
su look. Cuando le pregunté a César, el único que cursa la secundaria, por qué
creía que él no sentía frío me dijo: “Porque nosotros tenemos doble cuero”.
Los niños sueñan con
montar a caballo, arrear las vacas y cortar los pinos de un solo hachazo.
SEIS
Don Sergio, el
administrador del rancho, trata a los trabajadores con cierto cariño paternal.
Siempre les está regalando chocolates para que no se les escape la energía.
Aquí, dependiendo el frío, se labora desde las ocho o nueve de la mañana; la
jornada termina a las seis, a la hora en que el frío comienza a cebarse con
mayor virulencia. Según José Vidal, el trabajo más pesado en temperaturas bajo
cero es lo aquí llaman vaquerear, que no es otra cosa que estar todo el día
arriba de un caballo, arreando al ganado. “El aguanieve pone resbalosa a la
sierra y el caballo se cae a cada rato”, dice sin ningún resentimiento. Este
sábado, como las vacas no han dado leche por el frío, a José le tocó cubrir las
ubres con piel. Calcula que para media semana dejará de tomar leche en polvo.
Hoy, mientras llega
otro frente frío (el profe Vicente dice que en un par de días sucederá), creo
parece ser un buen día para tomarse un café.
(MILENIO/ALEJANDRO ALMAZÁN/20 DE ENERO 2013)
No hay comentarios:
Publicar un comentario