Hombre
de familia. El hogar era su guarida, la mejor tibieza, la calentura inacabada
que le había permitido procrear a esa morrita que ya era toda una señorita y
seguir al frente de su clan de tres. Cada quince días se ausentaba dos: se
montaba en la Cheyenne café y partía con maletines repletos de cheques.
Subía
por la sierra e iba para la sierra, caminos agrestes y contoneados. El
brincoteo, los laureles y tabachines que luego eran los pinares tupiendo la
orografía inconmensurable. Llegaba, saludaba, repartía, convivía, dormía,
despertaba con el amanecer y se despedía. Así lo hizo durante años, sin
contratiempos ni ausencias.
A
su alrededor, se le juntaban los muertos. A este por qué, preguntaba. Le decían
casi siempre lo mismo: por traidor, por bocón, por malapaga. Mantuvo relación
de trabajo y hasta de amistad con algunos de ellos, pero una vez despedazados a
cuernazos y a la vera del camino, él tenía que hacer como si nada y seguir
avanzando hacia la serranía de Durango o a su casa.
Y
él incólume y apacible. No usó armas, actuó prudente hasta en sus
adquisiciones. Con los años se compró una camioneta de lujo y luego otra. Nadie
nunca lo vio en ellas porque eran para su mujer y su hija, aunque ninguna sabía
manejar y parecía no interesarles. Compró un departamento y una casa de interés
social a la que luego le construyó dos cuartos y techó la cochera.
Siguió
mudo, llevando esa valija llena de papeles y regresando con la bolsa vacía y el
orgullo del deber cumplido. Sentado, frente a la tele, dejaba que lo cobijaran
los brazos de sus amadas y lo colmaran de apapachos. La sala, ese espacio de la
casa, se iluminaba con él y ellas, que hacían que la primavera se estacionara
en cada rincón del inmueble, aunque afuera caía un otoño siniestro, nebuloso y
de lluvia.
Así
era él. Sentado en ese sillón, se echó cuando más tres cervezas y nunca fumó. A
los cuarenta y siete estaba pleno, entero, feliz y realizado. Muchos muertos en
su vida, pero ninguno tan cercano como para que lo despojara de ese amor o
sembrara sombras en su devenir. Todos, al final, eran muertos ajenos,
distantes, ya retirados de los vericuetos insondables de esa memoria de
precisión de juego geométrico.
Tenía
cuarenta y siete cuando se quedó dormido. El medico dijo fue un infarto:
quieto, con una media sonrisa en su rostro y esa apacibilidad envidiable. Su
esposa tiene ahora que aprender a manejar, vender las camionetas y rentar las
casas. Ella trabaja en un supermercado y dice que es feliz porque también lo
amó y le dejó todo, menos deudas.
Él
era pagador. Llevaba los cheques a la gente de arriba, a la sierra. Sin pólvora
en los dedos ni orificios en la piel. Trasladó millones todos esos años y ni
siquiera un asalto.
Columna publicada el 19 de enero de 2020
en la edición 886 del semanario Ríodoce.
(RIODOCE/ MALAYERBA/ JAVIER VALDEZ/
ENERO 21, 2020,10:28 AM)
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