El crimen organizado
se está burlando del presidente Andrés Manuel López Obrador. Ha convertido sus
frases coloquiales y sus amenazas a criminales de acusarlos con sus mamás y
abuelitas, en un búmeran que pone en entredicho su compromiso de garantizar la
seguridad de los mexicanos. Tendrá que aprender a no hablarles así a los
criminales –porque la realidad lo empuja al ridículo-, y que tampoco se les
extiende un salvoconducto de impunidad con la promesa de que no los combatirá,
porque lo que sucedió en Coatzacoalcos y Minatitlán, en Aguililla y en Iguala,
que revivieron las matanzas en este país, se incrementará en tanto los
delincuentes vayan tomando mayor conciencia que su único enemigo es la
organización criminal rival, porque el gobierno les cedió la plaza.
La matanza de
policías estatales en Aguililla puso al gobierno federal en una crisis
originada por su incompetencia. Más de 30 personas armadas emboscaron a 42
policías y les dispararon con R-15 y AK-47, fusiles de asalto que no tienen los
cuerpos de seguridad civiles. Los R-15 son de uso reglamentario del Ejército;
los AK-47, no los usa ningún cuerpo de seguridad en el país. Por definición, la
Fiscalía General debió haber atraído el caso de manera automática, al haberse
utilizado ese tipo de armamento. No lo ordenó el presidente y nadie se movió.
Un día después, otra matanza, pero ahora realizada por militares, se dio a 670
kilómetros, en Iguala, donde abatieron a 13 presuntos delincuentes de una
manera, cuando menos, oscura.
La decisión
presidencial de no confrontar a los grupos criminales, menos aún combatirlos
sistemáticamente -en Iguala se cruzaron con ellos-, se va a convertir en el
misil contra su popularidad y aprobación. A López Obrador le importan mucho las
encuestas –quizás es el presidente que más apegado a ellas ha gobernado-, pero
las está leyendo mal. El que los mexicanos no quieran violencia y critiquen las
estrategias de los gobiernos de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto, no lo
debe llevar a la esquizofrenia.
Se queja de las dos
formas de enfrentar a las organizaciones criminales, pese a que sus estrategias
fueron totalmente distintas. Calderón las enfrentó y se elevó la violencia
hasta mayo de 2011, cuando comenzó su inflexión y caída. Peña Nieto se
benefició de la inercia, pero al no confrontarlos, en tres años la violencia
creció a niveles nunca antes vistos, otra tendencia alcista que heredó al nuevo
gobierno. López Obrador critica a los dos y escoge el camino de Peña Nieto. Su
gobierno se parece mucho al que le precedió, donde la seguridad está en manos
de quien no sabe nada de seguridad.
Pero está peor que
el de Peña Nieto. Alfonso Durazo, secretario de Seguridad y Protección
Ciudadana, tiene la responsabilidad de la Guardia Nacional, pero el mando
operativo, la doctrina y sus integrantes, dependen de la Secretaría de la
Defensa. Pero el secretario de la Defensa, el general Luis Cresencio Sandoval,
no está a cargo de la estrategia, o mejor dicho, de la ausencia de ella. Es
decir, quienes saben operar en campo, ponen la gente, las armas y el prestigio,
están al margen del diseño de la estrategia, y quienes les ordenan qué hacer,
desconocen cómo hacerlo.
El Presidente no
sabe nada del fenómeno, pero habla todo el tiempo de él. No se involucra y
exige, correctamente, que los responsables den buenos resultados. Pero en estos
momentos, no se sabe cuáles son los resultados que quiere. Su definición de
victoria para revertir el estado de cosas en el tema de la seguridad, es
devolver la paz y la tranquilidad a los mexicanos, mediante dos acciones:
prevención y actos de fe. La primera carece de recursos. No hay dinero para
construir una Guardia Nacional –sólo hay salarios presupuestados para siete mil
guardias-, ni tampoco para equipamiento. El dinero para programas sociales para
incorporarlos a la vida legal, se ha reducido en el presupuesto porque no hay
recursos. La segunda es una broma. “Abrazos, no balazos”, es una frase bonita
que no tiene nada que ver con una política pública de seguridad.
López Obrador ha
dicho que no han podido hacer las cosas como querían hacerlo de rápido porque
les dejaron un tiradero en el tema de seguridad. Es cierto, y lo supieron
durante la transición, pero aún así optaron por tirar todo lo que se construyó
en el pasado, como lo que quedaba de Plataforma México y los servicios de
inteligencia civil, para sustituirlos por nada. Incurrió el presidente en el
mismo error trágico de Peña Nieto, al pensar que todo lo pasado era falso,
estaba podrido y debían tirarlo a la basura. Las únicas armas reales que tiene
el presidente en sus manos son la retórica y su discurso amable, eficiente en
la gradería, pero calamitoso para bajar la inseguridad. Debe recordar que hoy,
los muertos ya no son de Calderón ni de Peña Nieto. Los muertos son de él, de
su gobierno y de su incapacidad para desarrollar una estrategia de seguridad.
La soberbia, la
marca del nuevo gobierno, está cobrando su cuota. Hasta hace unas semanas,
varios de los colaboradores más influyentes de López Obrador decían que todo
estaba bajo control, el plan de rescate de Pemex, la economía y la seguridad.
Hoy vemos que al plan de rescate de Pemex le han tenido que seguir inyectando
recursos porque no sale, la economía está estancada y en el umbral de entrar en
recesión, y la seguridad, como lo peor de todo. La ineptitud se convirtió en el
lastre que lo está hundiendo en un mar que desconoce, aunque el presidente siga
pensando que su política de palabra cristiana es suficiente para parar las
balas y las matanzas. Así, no va a poder con la violencia.
(EJE CENTRAL/ESTRICTAMENTE PERSONAL/ RAYMUNDO RIVA PALACIO/
17 DE OCTUBRE DE 2019)
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