Juan estaba muy chico cuando
su madre murió de cáncer. Su hermana menor nació y a los pocos meses ella fue
llevada al panteón. Se quedó con su padre, un hombre huraño y gritón. De él se
sabía por los gritos y las pedas y los cintarazos. Los vecinos por eso evitaban
quejarse de los niños y sus travesuras, el balón golpeando los portones,
quebrando el foto que colgaba de la marquesina, el cristal de la ventana.
Vas a ver, plebe jijo de le
chingada. Por eso Juan buscaba las aceras de enfrente y sus casas y sus
familias. No era niño de la calle pero como si lo fuera. Huía de su casa para
irse a la de Fran o a la de enseguida. Fran y él eran los únicos niños de la
cuadra, el resto eran morritas menores y mayores pero ningún hombre: el barrio
para ellos, para volar en ese patín del diablo, en la baica, la patineta, para
patear el balón y jugar a los penaltis y cachar con manillas y pelota de béisbol.
Sentados en el macetero, en
el filo de las guarniciones, recargados en el arbotante, bajo la sombra del
ficus, desculando hormigas y abriendo fuego con la lupa y el sol de mediodía.
Aquello era el paraíso para ellos solos. Algunas vecinas le daban agua y
comida, y Juan nunca decía que no. Era callado y ojeras que amenazaban con
devorarse los ojos y buena parte del rostro. Una mirada triste y pestañas de
tejaván. Un cabello negro y pálido. Un tupé que no hacía más que taparle las
heridas del alma. Juan tenía familia y casa, pero era un niño sin hogar. Ahí,
en esas viviendas de clase media, solo tenía a su hermana y a Fran, y cuando
llegaba su padre no tenía nada.
Una vez el hombre decidió
casarse. La mujer, con buena posición económica, compró casa y atendía a Juan y
a su hermana. Sí los regañaba, pero sin malos tratos. Pretendía, en medio del
desierto, ofrecerles un santuario de manos tendidas, miradas tiernas, abrazos y
apapachos, comida y algo de estabilidad. No era la madre, pero parecía. Era la
madrastra dulce y comprensiva. Y justo cuando ellos parecían divisar del otro
lado de la tormenta el puerto seguro, el frágil camino a la felicidad, el padre
decide divorciarse. Y todo se desmoronó.
Volvieron las mentadas y los
golpes, la borrachera en casa y el exilio de Juan y su hermana. La calle, la
banqueta de la casa de Fran, los gestos generosos de los vecinos, eran su única
guarida. Hasta que el hombre se infartó. Sin asideros, frente al abismo
insondable, Juan dejó el barrio y se refugió con otros familiares. Dicen que
volvió a la cuadra en busca de aquellos tiempos: fumaba desde los doce y
pisteaba temprano. Dicen que se asomó de tarde, en busca de alguien. Dicen que
conoció gente de mirada oscura y hocico siete punto sesenta y dos. Que por eso
lo mataron, saliendo de su casa, apenas a los diecinueve.
(RIODOCE/ REDACCION / 20 marzo, 2017)
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