domingo, 17 de noviembre de 2013

CHILE: UNA HISTORIA DE TRES PADRES

Jóvenes protestan en Chile contra modelo neoliberal. Foto: Xinhua / Jorge Villegas

MÉXICO, D.F. (Proceso).- El general Fernando Matthei, excomandante en jefe de la Fuerza Aérea de Chile, habrá de despertarse temprano por la mañana, como lo acostumbran los militares, este domingo 17 de noviembre. Al despertar, tratará, creo yo, de no admitir que enfrenta un día lleno de fantasmas. Supongo, sin embargo, que ese hombre que integró durante 13 años la Junta que mal-gobernó su patria va a sacudirse cualquier recuerdo ingrato o resquemor incesante para poder sobrellevar lo que ha de ser, sin duda, una jornada excepcional en su larga vida, puesto que tiene ese día la oportunidad única de votar por su propia hija Evelyn, que se presenta como candidata a la presidencia de la República en nombre de la alianza derechista que actualmente ostenta el poder en Chile.

Falta que le hace a Evelyn Matthei el voto de su padre. No sólo parece asegurada su contundente derrota a manos de Michelle Bachelet, representante de la Nueva Mayoría (las encuestas indican más de 25 puntos de ventaja para la socialista Bachelet, quien ya fue presidenta entre 2006 y 2010). Es posible incluso que la agresiva y ofuscada Matthei no alcance siquiera el segundo lugar en el escrutinio, un resultado desdoroso que puede suscitar una crisis letal en la derecha chilena que logró, cuatro años atrás, elegir en segunda vuelta a Sebastián Piñera como jefe de Estado.

Me pregunto qué va a sentir el general Matthei cuando vea en la papeleta electoral el apellido Bachelet junto al suyo. ¿Recordará en ese momento que hay un chileno, un íntimo amigo suyo, camarada de toda la vida, un general de Aviación que no podrá emitir su voto en estas elecciones? ¿Pensará Fernando Matthei en Alberto Bachelet, padre de Michelle, que no tendrá jamás la posibilidad de votar por su hija para la presidencia, puesto que en marzo de 1974 el general Bachelet murió de un paro cardiaco inducido por las torturas a las que fue sometido durante seis meses por sus propios colegas militares?

Únicamente por haber sido colaborador del presidente Salvador Allende y mantenerse leal a su causa y su palabra.

Fernando Matthei era agregado aéreo en Londres para el golpe del 11 de septiembre de 1973, y nada pudo hacer, por lo tanto, para ayudar a su compadre del alma, el devoto con que intercambiaba discos y con el que conversaba largamente de política y literatura. Su inacción, sin embargo, ya no podía justificarse cuando volvió a Santiago a finales de enero de 1974, en vista de que fue nombrado director de la Academia de Guerra de la Aviación, el lugar donde precisamente estaba detenido y fallecería dos meses más tarde el hombre al que Evelyn conocía como el “tío Beto”. Aunque en varios procesos posteriores la justicia chilena determinó que al entonces coronel Matthei no le cabía culpa penal en la muerte del general Alberto Bachelet –debido a que los subterráneos donde apremiaban a su compañero de armas estaban fuera de límites para todo personal que no perteneciera a la fiscalía militar–, otra cosa es la responsabilidad moral. La que, según el mismo Fernando Matthei, todavía le pesa y avergüenza, como confiesa en un libro que escribió en 2003: “Primó la prudencia”, dice, “por sobre el coraje”.

Ni el más delirante novelista –y me cuento con orgullo como uno de ellos– podría haber imaginado una historia más inusitada, de dos amigos con destinos tan contrarios: uno que muere por haber tenido el coraje, pero tal vez no la prudencia, de aceptar, con rango ministerial, el puesto de jefe de Abastecimiento y Distribución en el gobierno de Salvador Allende; y el otro que vive con excesiva prudencia y sin coraje, para convertirse por dos años en el ministro de Salud de Pinochet y, enseguida, en integrante de la Junta; la hija de Alberto que llegaría a ser ministra de Salud y después de Defensa en el gobierno de centro-izquierda de Ricardo Lagos, y la hija de Fernando que fue senadora y luego ministra del Trabajo en el gobierno conservador de Sebastián Piñera; la socialista que fue presidenta de Chile y la derechista que aspira a serlo.

Aunque a estas alturas a lo que de veras aspira es a obtener una votación que le permita ocupar por lo menos un honroso segundo lugar en las preferencias populares.

Y es aquí donde la historia de Chile nos ofrece un espec­táculo aún más sorprendente, puesto que el general Matthei, al revisar la papeleta con los aspirantes a la presidencia, reconocerá, sin lugar a dudas, el apellido de otro candidato cuyo padre tampoco podrá votar en estas elecciones porque fue ultimado por la dictadura.

Se trata de Marco Enríquez, hijo de Miguel Enríquez, líder del MIR (Movimiento de Izquierda Revolucionaria), que cayó abatido por la policía secreta en una calle de Santiago el 5 de octubre de 1974, dejando tras sí a un hijo de un año y medio de edad, que ahora, casi 40 años más tarde, le está pisando los talones a Evelyn Matthei. Si Marco puede, en efecto, repetir el 20% de los votos que consiguió con su candidatura a la Presidencia en las elecciones de 2009, logrará desplazar a la hija del general Matthei, para enfrentar a Michelle Bachelet en una posible segunda vuelta, permitiendo que el pueblo de Chile elija entre dos candidatos progresistas y dos visiones del futuro. Es un resultado improbable, pero dejemos que la imaginación corra con colores propios, como hubiera dicho el mismo Miguel Enríquez.

De todos los protagonistas de esta historia, ha sido Miguel a quien más conocí. Mi mujer Angélica y yo fuimos amigos suyos, hasta el punto de que, pese a que no estábamos de acuerdo con la vía armada que proponía el MIR, arriesgamos todo para dar amparo en nuestra pequeña casa a él y a otros dirigentes de su partido en 1970, cuando entraron a la clandestinidad durante el gobierno de Frei padre para provocar en Chile una rebelión al estilo de Cuba, una tesis que nunca dejaron de esgrimir, aun durante los tres años del gobierno allendista de la Unidad Popular.

¿Qué diría Miguel si viera hoy a su hijo deslumbrado por la necesidad de transformar y modernizar a Chile a través de medios pacíficos, si contemplara a su hijo desechando la violencia en que creía con fervor?

Muchos otros revolucionarios latinoamericanos sobrevivieron a la represión de las dictaduras y llegaron a entender que la democracia, lejos de ser la camisa de fuerza de los pueblos, es la condición esencial de todo cambio profundo, toda justicia duradera. Creo que esa hubiera sido también la evolución de Miguel, quien fue tan imprudente en sus ideas y acciones, y a la vez tan pleno de coraje en su vida, tan animado por una sed de liberación humana, que todavía me emociona.

Me hubiera gustado tener esa discusión con Miguel. Me hubiera gustado preguntarle si se arrepentía de los errores que cometió durante los años en que Allende fue presidente, cuando el MIR y elementos extremos y díscolos dentro de la Unidad Popular desestabilizaron al gobierno popular con sus tomas irresponsables de fábricas y terrenos y predios agrícolas, y aceleraron el golpe con su retórica de una revolución armada inminente que nunca se materializó.

Es una conversación que nunca tendremos.

El régimen al que sirvió con tanta fidelidad Fernando Matthei ejecutó a Miguel Enríquez a sangre fría, como lo hizo con miles de compatriotas.

Si por lo tanto hay una insinuación de justicia divina en la derrota que Evelyn va a sufrir incontestablemente a manos de Michelle –un hecho maravillosamente simbólico que la hija de Alberto triunfe sobre la hija del hombre que abandonó a su padre–, ¿no sería más que divino y justo que el hijo del guerrillero e insurrecto Miguel Enríquez dejara fuera de juego a la candidata del pinochetismo? Que el hijo de una de las víctimas le ganara a la hija de uno de los cómplices de esa política de exterminio sería una muestra definitiva de que Chile ha dado para siempre la espalda al legado de Pinochet.

Pero queda en este cuento inverosímil de fantasmas y padres y vástagos todavía una vuelta más de la tuerca histórica. Puesto que fue el mismo aborrecible general Matthei el que facilitó que hubiera hoy en Chile elecciones libres; que su hija y la hija de su compañero Alberto y el hijo de su enemigo Miguel pudieran disputar­ la presidencia; y que fuera el pueblo de Chile, y no sus fuerzas armadas, el que decidiera el porvenir.

Fue para el plebiscito de 1988.

Cuando Pinochet quiso desconocer su derrota en las urnas y echar a andar un autogolpe que lo mantuviera indefinidamente en el poder, fue el general Matthei el que impidió tal maniobra, reconociendo públicamente la victoria del “No”, abriendo paso al retorno de la democracia.

Yo quisiera creer que Fernando Matthei, esa noche del 5 de octubre de 1988, estaba pagando una deuda con su viejo amigo Alberto, mostrando ante Pinochet la valentía que no mostró 14 años antes, cuando ni siquiera fue a visitar ni menos a consolar a un camarada al que estaban torturando a escasos metros de su propia oficina en la Academia de Guerra.

Es una deuda, sin embargo, que no está enteramente saldada. Le queda al general Matthei, a los 88 años de edad, todavía otro gesto de redención con que pudiera señalar silenciosamente su verdadero arrepentimiento, conseguir que los fantasmas finalmente lo dejen en paz.

Sería un gesto simple, aunque arriesgado.

Sólo bastaría que el general Fernando Matthei, cuando entre al recinto electoral este próximo 17 de noviembre y recorra la lista de los candidatos a la presidencia de la República, decidiera en forma clara, tajante, deliberada, hacer una pequeña marca al lado del nombre de Michelle Bachelet; bastaría que él vote por ella, puesto que es desafortunadamente imposible que lo haga el papá…

*Ariel Dorfman es escritor chileno. Su último libro es Entre sueños y traidores: un striptease del exilio.

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