Cuando deslizaron el cierre
de la bolsa negra, vieron que al hombre le seguía saliendo espuma por la boca.
Era una espuma blanca, viscosa, de burbujas pequeñas y ocurrentes, que se
reventaban y salían de la comisura, sobre una pequeña capa de esa sustancia
blanquizca y seca, junto esa esquina de la boca.
El médico legista preguntó
sobre la hora y causa de la muerte. Era un joven alto, corpulento, el que
reposaba en la plancha del forense. Y venía de la cárcel, donde, según los
reportes, había muerto repentinamente. El acta levantada por personal del penal
señalaba que ellos estaban en el área médica, cuando fueron avisados de que en
el módulo de reos peligrosos había una emergencia.
Ellos tomaron las
provisiones, con una rapidez insospechada. Luego les dijeron que no se movieran
de la clínica. Ahorita lo llevamos para allá. Lo llevaban cargando entre
cuatro. El hombre iba flácido y con los ojos cerrados, a ratos temblaba, como
si sufriera pequeñas convulsiones, y luego se calmaba: era una escena intermitente,
combinada con el brincoteo del taslado y el nerviosismo de quienes lo llevaban.
Era un hombre de buena
estatura y fuerte. Aparentemente sano. Había llegado ahí por homicidio pero no
era el único cadáver que llevaba su sello, ese por el que se le acusaba. Su
güera colt nueve milímetros había cantada a varios, al oído, cerca del corazón
y de la nuca, sus mejores canciones, las que solo ella sabía interpretar: las
rolas de la muerte y esa pólvora esparcida y negra y gris.
En el mundo de la mafia, era
respetado y tenía un peso y una posición envidiable. Cercano a los jefes, de
todas sus confianzas, y una garantía a la hora de los encargos. Mátalo, sonaba
en sus oídos, y él ya veía caer al hombre ese al que debía darle piso. Pero
ahora estaba preso por un descuido, unos polis que no quisieron darle
salvoconducto a pesar de que les dio la clave, un destino plagado de caprichos
y vericuetos que debía recorrer. Más fama, pensó. Pero no le gustaba estar
encerrado, con las alas rotas y la mirada corta.
De repente cayó esa tarde.
Solo dos lo vieron, porque estaban con él. Luego gritaron, pidieron ayuda y
otros reos y el vigilante de esas carracas corrieron, y auxiliaron. Lo vamos a
llevar a la clínica. Y los médicos lo quisieron reanimar. Intentaron sin
convicción y rápido lo declararon muerto. Pero cómo, si estaba bueno y sano,
dijo uno. Lo metieron a la bolsa y la cerraron.
Así llegó a la morgue. El
forense ordenó que lo pusieran en la plancha, para hacerle la autopsia. Cuando
abrieron, vieron la espuma -provocada por la sal de uvas- y al hombre
encandilado por las luces, abriendo torpemente los ojos. Desperezándose. Se
levantó, agarró la ropa y se marchó. Los peritos no lo creyeron: afuera, lo
esperaban sus sicarios.
(RIODOCE/ COLUMNA “MALAYERBA” DE JAVIER
VALDEZ/ 10 abril, 2016)
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