Sonó su teléfono. Número
desconocido. Contestó. Le preguntaron su nombre y si era el herrero. Había
hecho un trabajo que les gustó y querían que esa puerta también se la hiciera a
su patrón, quien, por cierto, quería conocerlo. Vamos a pasar por usted. Le
dijeron hora y lugar, y que debía ir solo y a pie. Así lo hizo.
Puntuales. Camioneta negra.
Dos hombres bajaron y le dijeron que subiera. No se agüite, compa. Agáchese
hasta que lleguemos. Supo que estaban en los linderos de la ciudad y escuchó el
ruido de un portón eléctrico. Ya puede levantarse. Entró a una casa, escoltado
por esos dos. Al fondo, lo esperaba otro vehículo y le ordenaron que subiera de
nuevo.
Salieron por la puerta
trasera. De nuevo le pidieron, amablemente, que se mantuviera boca abajo, en el
asiento de atrás. En unos quince minutos ya estaban en otra casa, una grande,
con cochera para seis carros. Al fondo había unos cuartos, sala amplísima y
otro patio más allá. El señor lo está esperando, le dijeron. Avanzaron con él y
pasó la puerta de la sala. Ahí lo detuvo un hombre empistolado. Aquí párese.
El señor estaba de espaldas a
él. No volteó cuando lo saludó. Así que usted es el herrero. Supe de un trabajo
que le hizo a mi compadre, una puerta. Quiero una igual para una de mis casas.
Pues tengo que tomar medidas, ver el material, la instalación, dijo. Nada,
nada. No más dígame cuánto va a ser. Quiso sacar una calculadora, pero lo
detuvieron. Cuánto, le repitió. Dígame cuánto y ya.
El hombre se puso nervioso.
Volteó a los lados y nadie lo secundó. Los matones lo observaban. Silencio. Le
voy a cobrar ochenta. Ochenta mil. El hombre dijo perfecto. Apuntó hacia un
mueble y abrieron un cajón. Le dieron la mitad, porque así lo pidió él. Avisó
que la puerta estaría lista en dos semanas, y que después de eso le dieron el
resto.
El hombre le dijo que podía
retirarse. Uno de los dos que lo habían llevado lo tomó del brazo y lo condujo
hasta un vehículo. De nuevo salieron por atrás. Agáchese, compa. Diez minutos y
entraron a una casa y antes de que supiera dónde, estaba en otro automóvil. Lo
llevaron al lugar dónde lo recogieron. Nosotros le llamamos.
Así fue. Quince días y sonó
el celular, eran ellos. Fueron por él. El ritual fue el mismo: dos carros, dos
casas deshabitadas. Y luego la vivienda donde instaló la puerta. Al día siguiente,
sonó su teléfono. Se vieron donde mismo. No se ponga nervioso, no más agáchese.
Una, dos, tres casas y tres carros. Llegó a otra sala. El hombre de espaldas.
Lo saludó y le dijo que agarrara el dinero de un cajón. Lo hizo. Entonces el
hombre se paró, volteó y le metió otro fajo bajo la camisa. Dólares. Buen
trabajo, amigo. Esto es para que se limpie el culo. Le dio una palmada y se
fue.
(RIODOCE/ COLUMNA “MALAYERBA” DE JAVIER
VALDEZ/ 24 enero, 2016)
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