Los padres de los presos de la cárcel en
la que se produjo el motín quieren saber si sus hijos están vivos o muertos
Hoy no es día de visita en la
cárcel de Topo Chico, hoy es día de buscar a los tuyos porque podrían estar
muertos.
Pancho supo por las noticias,
de madrugada, que había habido un motín en el interior con decenas de muertos y
condujo a toda prisa hasta aquí, saltándose semáforos y límites de velocidad.
Dentro está su hijo, Israel Saucedo, sentenciado a 10 años de prisión por
"contradecir las leyes de Dios", es decir, por matar a otro hombre.
La entrada es caótica, la gente se amontona en la verja, hay gritos, empujones,
pero Pancho mantiene la calma y hace la fila a pleno sol como un feligrés
disciplinado en la puerta de un confesionario. Su esposa le dice que coma
tacos, beba agua, o le va a tumbar el calor. "No me muevo hasta que sepa
dónde está mi hijo", contesta.
Los familiares de los presos
se agolparon desde primera hora de este jueves en la entrada de la prisión más
antigua de Monterrey, en el norte de México. Una pelea entre bandas por el
control de la cárcel, según la primera versión oficial, derivó en plena noche
en una revuelta que se saldó con casi medio centenar de muertos. Hasta mediodía
no había lista definitiva de víctimas, solo eran cadáveres anónimos, sin nombre
ni rostro. Podría ser cualquiera.
Los padres, hastiados por la
confusión y la falta de información, trataron de entrar por la fuerza a la
cárcel, para ver con sus propios ojos si los suyos habitaban el reino de los
vivos o el de los muertos. La policía los contuvo como pudo, y organizó dos
filas, uno para familiares de presos del módulo C y otra para los del módulo B,
las dos áreas donde se había producido el motín.
En la primera cola está
Víctor Omar Solís, que viene desde Sabinas, una población de otro Estado, a 90
kilómetros. Busca a su hermano Rubén, encerrado por "acompañante de
robo". "Le explico: iba a Sabinas en un carro robado cuando lo paró
la policía. Al que conduce lo condenan por robo, y a él por acompañante. Sí, mi
hermano estuvo pendejo". Hace un rato le llamó por teléfono una tía y le
dijo que en uno de los planos que emitía Televisa había visto a Rubén apoyado
en una baranda, sano y salvo. No se fía, y dice que que hasta que no hable con
él, lo toque, lo abrace, lo bese y lo estruje superando ese muro de pudor que
se levanta entre familiares varones, no se quedará tranquilo.
Sudado, con gotas que le caen
por la frente, un hombre que no quiere dar su nombre ha logrado colarse al
interior de la prisión para hablar con su hermano, condenado por homicidio. Se
vieron "en las barandillas", como le dicen al área de visitas. El
hermano está en el módulo A pero le contó que ha visto "la matazón".
"Me dice que se hizo todo el conflicto por el poder. Agarran la plaza ahí
dentro pero debería tenerla la autoridad, no esos pinches becerros. Me dijo que
ahí dentro hay capitados. Esos güeyes (los guardias) no se meten ni para
dentro. Empezó el despapaye y el quemadero, abrieron todas las celdas",
cuenta. Le ofrece el testimonio a unos periodistas locales, aunque, bien
pensado, prefiere hacerlo por carta, sin firmar. Los "pinches
becerros" ahora le parecen lobos.
Julio César está preso por un
robo. Es boxeador, y ahí dentro enseña a pelear a los demás muchachos. Le
llaman El Boxer. Roberta Orozco, su madre, todavía no ha tenido noticias de él
y se teme lo peor. A través de los barrotes grita el apellido de uno de los
guardias, bigotón y con visera.
-Hidalgo, Hidalgo, ¿el Boxer
está bien?
El carcelero no encuentra la
voz que lo llama de entre las decenas de rostros. Mira de un lado a otro hasta
que por fin posa la atención en Roberta, que le agita el brazo. Hidalgo,
después de unos segundos que a ella le parecen siglos, levanta el pulgar en
señal de aprobación. Vale, el Boxer está vivo.
En la prisión de Topo Chico
se mezclan hombres y mujeres con nombres de telenovela. Melisa Berenice conoció
en un taller a Marco Antonio y hace dos meses tuvieron una hija a la que
llamaron Graciela Esperanza. Dentro hay una guardería. La tía de Melisa
Berenice le pidió esta mañana a los guardias que le permitieran llevarse al
bebé a un lugar más seguro. Le contestaron que no, que debía formular una
petición oficial a los servicios sociales. Enfadada, trató de trepar los muros
de la prisión, hasta que se quedó sin fuerzas y cayó al suelo. No había caído
en la cuenta de que es casi más difícil entrar que salir de una cárcel. Dice
que, "como todo el mundo comprenderá", no va a comenzar un trámite
burocrático en medio de este desorden.
Los edificios del módulo B
están pintados de azul celeste y verde. Un niño trepa por la alambrada hasta
toparse con las púas. Coloca las manos alrededor de la boca, a modo de altavoz:
"¡Panzón, te quiero!". El aludido, un punto minúsculo tras los
barrotes de una ventana, saluda con la mano. Desde aquí parece flaco.
El ambiente jocoso queda
sepultado a la vuelta de la esquina. Por la puerta trasera los forenses sacan,
poco a poco, los cadáveres de los presos asesinados. Por una vez, la buena
noticia es quedarse dentro.
(DOSSIER POLÍTICO/ TOMADO DE: JUAN DIEGO
QUESADA / EL PAÍS/ 2016-02-12)
No hay comentarios:
Publicar un comentario