Era
un hijo modelo. De la casa a la escuela, de la escuela a la casa. Sus
tardes eran de tareas y de escuchar música en su cuarto.
Combinaba los ratos con sus amigos en la cancha de básquetbol, donde practicaba futbol y béisbol, además de baloncesto: él, buen conversador y agradable, ellos con su cigarro entre los dedos, quemando el viento y la vida.
Pero él se abstenía, al menos frente a ellos, de los botes helados y las parrandas que terminaban con el sol de las ocho de la mañana.
Decía paso sin ver a las idas al mar, a las noches de cotorreo en las canchas, a los encierros en la casa de algunos de ellos y a las juergas interminables: antreras, bocados insaciables de oscuridad y neón, alcancías carmesí, mares de piel y deseo, punchis punchis de tormento, contoneo y más contoneo.
Tengo mucha tarea. Mañana voy a ayudarle a mi papá. Ya vienen los exámenes parciales. Esos eran sus argumentos. Sin fumar ni tomar. Los cuates del barrio le decían atalaya y la banda de la escuela le puso monaguillo. Bien portado el bato.
Su madre mujer de casa. Los muebles chillaban de limpios. La loza en su lugar. La comida, la mejor. Hacendosa y abnegada, pulcra, decente al hablar y al hacer. Dama de domingos de misa y de rosarios y rituales de barrio en las fiestas de la iglesia de la colonia. Su padre carpintero: hombre recio y recto, amable, eficiente y trabajador, honesto, de pocas palabras, pero precisas y bien disparadas. Todos los clientes sabían que cumplía en los trabajos encargados y a tiempo.
Él aprendió de ellos y parecía beber de esos rituales de lucha y abnegación, responsabilidades y honestidad. Cumplía con ir a la escuela, regresaba puntual, hacía tareas y llevaba buenas cuentas de cada una de las materias. Esa era su historia, la conocida y que no sorprendía. Una noche no llegó a dormir. La madre tomó el rosario y sobó las palmas de sus manos. A ratos llevó ambas al pecho. Y rezó por él. El padre instaló una preocupación de alcantarilla entre ceja y ceja y también oró. Llamaron a los amigos, a la escuela, un maestro, los de la cuadra. Nadie sabía nada. No contesta el celular, dijo el hombre. Debe andar con la novia, se contó ella.
Lo encontraron al día siguiente, en la cajuela de un automóvil. Destrozado a tiros, torturado. Ellos, los padres, estaban igual. O peor. Algo se apagó por dentro. Una parte de ellos se les murió. La madre se negaba a revisar la recámara. Le dolía solo abrir la puerta. No puedo, repetía. El hombre le sobaba el hombro y la abrazaba. Hasta que se animó.
Tengo que limpiar, debo enfrentar esto. Movió ropa y muebles. Se sentó en la cama a llorar y cuando se calmó movió el colchón: dólares planchados anidaban en la base, tapizando la madera, muy cerca del edredón.
(RIODOCE/ Columna Malayerba de Javier Valdez/
Combinaba los ratos con sus amigos en la cancha de básquetbol, donde practicaba futbol y béisbol, además de baloncesto: él, buen conversador y agradable, ellos con su cigarro entre los dedos, quemando el viento y la vida.
Pero él se abstenía, al menos frente a ellos, de los botes helados y las parrandas que terminaban con el sol de las ocho de la mañana.
Decía paso sin ver a las idas al mar, a las noches de cotorreo en las canchas, a los encierros en la casa de algunos de ellos y a las juergas interminables: antreras, bocados insaciables de oscuridad y neón, alcancías carmesí, mares de piel y deseo, punchis punchis de tormento, contoneo y más contoneo.
Tengo mucha tarea. Mañana voy a ayudarle a mi papá. Ya vienen los exámenes parciales. Esos eran sus argumentos. Sin fumar ni tomar. Los cuates del barrio le decían atalaya y la banda de la escuela le puso monaguillo. Bien portado el bato.
Su madre mujer de casa. Los muebles chillaban de limpios. La loza en su lugar. La comida, la mejor. Hacendosa y abnegada, pulcra, decente al hablar y al hacer. Dama de domingos de misa y de rosarios y rituales de barrio en las fiestas de la iglesia de la colonia. Su padre carpintero: hombre recio y recto, amable, eficiente y trabajador, honesto, de pocas palabras, pero precisas y bien disparadas. Todos los clientes sabían que cumplía en los trabajos encargados y a tiempo.
Él aprendió de ellos y parecía beber de esos rituales de lucha y abnegación, responsabilidades y honestidad. Cumplía con ir a la escuela, regresaba puntual, hacía tareas y llevaba buenas cuentas de cada una de las materias. Esa era su historia, la conocida y que no sorprendía. Una noche no llegó a dormir. La madre tomó el rosario y sobó las palmas de sus manos. A ratos llevó ambas al pecho. Y rezó por él. El padre instaló una preocupación de alcantarilla entre ceja y ceja y también oró. Llamaron a los amigos, a la escuela, un maestro, los de la cuadra. Nadie sabía nada. No contesta el celular, dijo el hombre. Debe andar con la novia, se contó ella.
Lo encontraron al día siguiente, en la cajuela de un automóvil. Destrozado a tiros, torturado. Ellos, los padres, estaban igual. O peor. Algo se apagó por dentro. Una parte de ellos se les murió. La madre se negaba a revisar la recámara. Le dolía solo abrir la puerta. No puedo, repetía. El hombre le sobaba el hombro y la abrazaba. Hasta que se animó.
Tengo que limpiar, debo enfrentar esto. Movió ropa y muebles. Se sentó en la cama a llorar y cuando se calmó movió el colchón: dólares planchados anidaban en la base, tapizando la madera, muy cerca del edredón.
(RIODOCE/ Columna Malayerba de Javier Valdez/
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