Váyanse. Les dijo el bato. Váyanse, ahorita que se puede y antes de que me
llamen, de que se enteren los jefes que ustedes están aquí. Porque si
eso pasa, entonces la orden va a ser dales fierro. Y ya no voy a poder
hacer nada: los tendré que matar.
Bueno, y qué tanto les pagan por hacer esas encuestas, digo, como
para que se arriesguen a que les demos piso, que los trocemos. El
empleado, que parecía el jefe de cuadrilla, respondió que quinientos
pesos. Eso, preguntó el otro. Eso es mucho más de lo que pagan a
cualquier matón para que se los chingue a ustedes. De verdad, háganme
caso y pélense.
El encuestador se le quedó viendo. Sonreía de lado, como si tuviera
el rostro o la boca o la vida incompleta. Como si de repente hubieran
desaparecido los músculos que permitían terminar ese gesto en su cara.
No se la creía. A su lado, alrededor, estaban otros quince empleados,
entre jovencitas de menos de veinte y dos más de veinticinco.
Los habían enviado a esos pueblos, entre las montañas. Dos semanas
después habría elecciones en la región. Los votantes optarían entre dos
candidatos a alcaldes y otros dos a diputados.
Unos días antes fue asesinado uno de los promotores y candidato a
regidor. Le llamaron por teléfono, desapareció. Cuentan también que ya
lo habían amenazado.
El ambiente estaba corrompido y traía un olor a viejo, a guardado, a
humedad de encierro, a oscuras sensaciones de miedo. Terror, ojos
desviados, miradas gachas, sudor podrido, carne seca, pólvora en tensa y
psicótica espera, dedos inquietos, presurosos y tercos. Era el aire, el
monte, los votos y votantes.
Váyanse. Se los digo ahorita, al chile. Más tarde será eso, tarde.
Las campañas habían frenado un poco. La intensidad menguaba: pocas
pancartas en la postería, sitios públicos y tiendas conocidas. Ningún
volante en las calles luego del homicidio.
En cualquier momento el jefe me puede llamar. Cualquiera de los
plebes que andan conmigo va a soltar la lengua. Pa’cuando me llame, ya
no respondo. Lo jaló a la cabina de una camioneta que ya tenía el motor
en marcha. Aquí en el aire acondicionado se está más agusto. Y como le
decía, amigo, tienen que pelarse pero de volada.
Échense un taco si quieren, antes de que se retiren. Pero nada más.
Aquí no pueden ganar los otros, del partido contrario. Esos no. Aquí la
gente lo sabe: voto a favor de ellos, bala en contra. Aquí no hay de
otra ni remedio.
El empleado tomó el teléfono y le avisó a su jefe. Jefe, ya nos vamos, nos cayeron los gansitos marinela. Colgó. El bato aquel preguntó qué era eso de los gansitos. Es la clave para avisar que suspendemos, que hay peligro.
NOTA: esta columna dejará de publicarse dos semanas, por vacaciones. Gracias.
11 de julio de 2013.
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