El médico se aprestaba a operar cuando le avisaron: van para allá.
Había dejado a un hombre de sus confianzas cerca del pueblo, para que
les diera el pitazo si pasaba algo. Y pasó. Era un convoy de militares, a
toda velocidad y en vehículos artillados.
El especialista le avisó al paciente y al resto de médicos. Medio
anestesiado y a medio vestir, casi lo empujó para que abandonara el
quirófano y se metiera a su carro y huyera. Uno de los escoltas estaba
ya sentado frente al volante y otro lo ayudó a acomodarse. Salieron de
ahí haciendo chillar las llantas.
Cuando los guachos llegaban por la calle principal, ellos ya habían doblado la esquina de la calle de atrás. Pélate pero en chingamadriza,
le dijo el paciente, a quien apenas le salían las palabras cuales
eslabones enclenques y a punto de extinguirse. A los dos minutos había
helicópteros de la Marina.
Rodearon, entraron abriendo y derrumbando. Cascos, fornituras,
rodillas dobladas, armas automáticas y cortas. Gritos y más gritos.
Abajo todos. Aislaron a parte del personal de la clínica en uno de los
cuartos. A otros en un salón más pequeño. Hicieron preguntas. El médico
levantó la mano y tres uniformados lo llevaron a otro espacio.
A quién ibas a operar, dónde está, quién es. Contesta. El doctor
respondió que él no operaba porque era médico general. Mintió en eso y
en otras cosas. El jefe de los militares le advirtió que lo estaba
interrogando por las buenas. Pero él se amarró y no lograron desatarlo.
Lo sacaron a uno de los patios. Te estoy preguntando por las buenas,
le repitió el de mayor rango. No sé nada, mi jefe. Esa es la verdad. Yo
solo vine a visitar a unos doctores y vengo de Culiacán. El militar
estaba encabronado. Le advertía, No me hagas emputar más. Volteó a ver a otros dos que lo flanqueaban y les ordenó, Agárrenlo.
Le pegaron en el abdomen. Lo tumbaron a golpes y lo patearon. Una y
otra y otra vez. Las mismas preguntas, iguales respuestas. No sé nada,
es la neta. El médico quedó en el suelo: sangre en la boca y las
piernas, espinilla abollada y panza adolorida.
De verdad no sé. Respondió de nuevo, tirado, entre el polvo, las dolencias y herido.
Lo dejaron ahí. No supo si durmió o se desmayó o solo cerró los ojos
para huir en su mente de esa jauría de botas y culatas. Oyó gritos
adentro. Movieron muebles, quebraron cristales. Amenazaron y volvieron a
amenazar. Los boludos zumbaban oídos y despeinaban árboles.
El médico con los ojos cerrados y en medio de la hinchazón. Se vio
esposado, arraigado, del otro lado de los barrotes. Estos hijos de puta
me van a llevar. Pero no. Se quedó ahí, por las buenas. Porque por las
malas tenía dos costillas fracturadas y un pinche dolor de cabeza y de
espinillas.
7 de junio de 2013.
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