Jorge Sánchez Cordero/Proceso
MÉXICO, D.F.
(Proceso).- A inicios de diciembre de 1992 Babri Masjid, una mezquita de cerca
de 500 años de antigüedad ubicada en la ciudad Ayodhya, al norte de la India,
fue destruida por una turba de fundamentalistas hindúes. Estos kar sevaks reclamaban
que la mezquita –construida por Babur, el primer emperador Mogol, entre 1528 y
1529– había sido erigida en los cimientos de un templo hinduista, capital del
legendario héroe hindú Rama.
En febrero de 2006
la capilla de Askari, erigida como mausoleo en honor de al-Hadi (870-868 d.C.)
y de su hijo Hasan al-Askari, en Samara, Irak, fue dañada severamente por
sectas sunitas. Ali al-Hadi era el décimo de los 12 imanes chiitas y las
intrigas palaciegas contribuyeron a su reclusión en Samarra. El atentado
destruyó la preciada cúpula dorada de la capilla. En otro ataque perpetrado en
junio de 2007 fueron destruidos los dos minaretes restantes de ese recinto.
Estos eventos no
hacen más que evocar de nuevo la discusión en torno a la preservación del patrimonio
cultural en casos de extrema violencia. Actos de destrucción como los referidos
son llevados a cabo por grupos armados no gubernamentales, ya sea opositores,
insurgentes, terroristas o del crimen organizado, que se valen de la
depredación del patrimonio cultural como parte de su estrategia para la
consecución de sus objetivos. Sin embargo, delimitar los contornos de estos
grupos de naturaleza amorfa requiere de sofisticadas sutilezas jurídicas, lo
que obliga a distinguir entre conflictos armados y tensiones y disturbios
sociales internos, y entre éstos últimos y actos de terrorismo.
Más complejo aún: la
emergencia de estos grupos responde a un modelo totalmente distinto del modelo
tradicional de conflicto armado, pues se trata de grupos armados no gubernamentales
cuya beligerancia carece del elemento tradicional de internacionalidad y se
acompaña de actos de extrema violencia, ante las cuales se torna muy difícil
asegurar la preservación del patrimonio cultural.
Lo anterior ha
obligado a examinar la eficiencia y la precisión del ámbito de legalidad de los
instrumentos internacionales que intentan proteger el patrimonio cultural en
estos tiempos, en los cuales se presencian nuevas formas de conflictos armados.
EL DERECHO HUMANITARIO Y LA INDEFENSIÓN DE LA CULTURA
La Convención de
Ginebra y el Protocolo II Adicional de 1977 no permanecieron insensibles a la
protección de la herencia cultural: prohíben la comisión de cualquier acto de
hostilidad contra monumentos históricos, obras de arte y santuarios de oración
que formen parte del legado cultural o espiritual de los pueblos; también
prohíben que esos recintos y objetos puedan ser empleados como respaldo de
actividades militares. Este criterio es consistente con el Protocolo I
Adicional de 1977 de la Convención, el Estatuto de la Corte Penal Internacional
para la antigua Yugoslavia y el Estatuto de Roma de la Corte Penal
Internacional.
Es una
interpretación aceptada puntualizar que en sus inicios el derecho humanitario
trató de referirse exclusivamente a situaciones entre Estados nacionales y
soslayó el de las guerras civiles. La Convención de Ginebra, eje del derecho
humanitario, empezó a variar esta tendencia, desarrollada después por el
Protocolo II Adicional de 1977 al introducir la noción de “conflictos armados
que carecen del carácter de internacionalidad”, en clara alusión al concepto de
guerra civil, ampliado ahora por la jurisprudencia internacional (caso Tadic).
La emergencia de
grupos armados no gubernamentales y de nuevas formas de violencia ha variado,
sin embargo, en las últimas décadas. Las notas distintivas de estos grupos, en
ocasiones efímeros, son claras: actúan con una gran hostilidad, son altamente
violentos y tienen un mínimo de organización. Igual se confrontan con gobiernos
y fuerzas armadas convencionales que con grupos étnicos o religiosos, en un
afán incesante de satisfacer sus necesidades de identidad (Domínguez-Martés).
Tanto por el perfil
de sus participantes como por sus efectos, que trascienden fronteras, estos
grupos y los conflictos que conllevan han demostrado la precariedad del
Protocolo II de 1997 en materia de conflictos armados no gubernamentales. La
consecuencia de ello es grave, toda vez que la protección de los legados
cultural y religioso inmersa en estos nuevos fenómenos de violencia escapa al
ámbito de aplicación de la Convención de Ginebra y de su Protocolo II de 1977.
La Convención de La
Haya de 1954 y su Protocolo II de 1999 empiezan a mostrar también claras
insuficiencias en lo que atañe a la protección del patrimonio cultural en
tiempos de conflicto armado y carecen de elementos de internacionalidad.
La citada Convención
es la primera en introducir en la terminología internacional la noción de
“bienes culturales” y su definición difícilmente podría ser más generosa, en
especial en tiempos de conflicto armado entre Estados, pues se articula con las
legislaciones de cada uno de los Estados nacionales.
La acotación que
hace esta Convención a conflictos armados “genuinos” (Toman) deja fuera de la
protección al patrimonio cultural de actos de vandalismo o provenientes de
movimientos sociales inorgánicos y relativamente fugaces, pero de gran
intensidad en sus formas violentas.
LA JURISPRUDENCIA EXTRANJERA
El 8 de noviembre de
1993, en el contexto de la guerra de los Balcanes, fue destruido el viejo
puente de Mostar, sobre el río Neretva, símbolo de la época otomana de Bosnia y
Herzegovina; se construyó en el siglo XVI y lo flanqueaban dos torres: Halebija
y Tara. Afortunadamente escapó a la artillería el minarete de la mezquita
Pocitelj. La destrucción del puente de Mostar rápidamente se convirtió en el
símbolo de las atrocidades de la guerra en lo que respecta a la destrucción de
bienes culturales. El puente y la mezquita adjunta fueron reconstruidos por la
UNESCO y declarados patrimonio cultural de la humanidad.
La comunidad
internacional instaló la Corte Penal Internacional (CPI) para la antigua
Yugoslavia, ante la cual fue juzgado y condenado Slobodan Praljak por este acto
de barbarie, al igual que el general Tihomir Blastic por los atentados contra
sitios culturales en Bosnia y el Vicealmirante Miodrag Jokic por el bombardeo
de Dubrovnik en Croacia.
El Estatuto de la
CPI para la antigua Yugoslavia previno expresamente que le asiste competencia
para conocer de actos de personas que transgredan el jus belli consuetudinario
y en especial sobre la confiscación, destrucción o daño intencional a las
instituciones religiosas, de caridad o educativas, de artes, de ciencias,
monumentos históricos, obras de arte y ciencia (precedente Pavle Strugar).
Además, en sus
resoluciones la CPI fijó criterios acumulativos de enorme trascendencia para la
responsabilidad de quienes pretendan incurrir en actos de lesa humanidad
cultural: destrucción o daño de propiedad al legado espiritual o cultural de
los pueblos; que la propiedad no haya sido empleada para fines militares al
momento en que se perpetraron los actos hostiles y que el agresor los haya
efectuado con la intención de provocar el daño o la destrucción.
A los grupos armados
no gubernamentales les pueden asistir otras responsabilidades en caso de
atentados al patrimonio cultural, como lo señaló en los años 1991 y 1996 la
Comisión de Derecho internacional, que se pronunció en contra de la destrucción
sistemática de monumentos representativos de grupos sociales, religiosos y
culturales, entre otros.
El derribo del
puente de Mostar evidencia que los restos del pasado se emplean para construir
narrativas, establecer conexiones con el espacio y respaldar las identidades
contemporáneas. El código occidental exige que una comunidad demuestre una
continuidad inalterable de su existencia y de su arraigo en un espacio
determinado. Este es el fundamento de la noción de los grupos étnicos cristiano
y musulmán en lo que respecta al vínculo con su territorio, que les asegura el
acceso a su propio entorno.
LAS VACILACIONES DE LA UNESCO
Del entramado de la
legislación internacional se puede concluir que existen normas que protegen el
patrimonio cultural en caso de conflictos armados no tradicionales. Estas
normas imponen la obligación de salvaguardar la propiedad cultural, lo que
comprende la difusión del espíritu y del respeto a la propiedad cultural, la
prohibición de la destrucción intencional y la imposición de sanciones penales
o disciplinarias.
Este optimismo
contrasta cuando se analizan otras realidades. La destrucción de los Budas de
Bamiyan evidencia que los Estados nacionales gozan de absoluta impunidad cuando
incurren en destrucción del patrimonio cultural, como lo ejemplifica este caso,
en el que se carecía de necesidades militares y del objetivo de llevar
bienestar a los pueblos.
Ante este acto de
barbarie, la única reacción internacional fue la de la UNESCO en su Declaración
adoptada el 17 de noviembre de 2003, sin voto explícito, relativa a la
destrucción intencional del legado cultural. Se trata de un instrumento no
vinculante que carece de la fuerza para ser considerado como derecho
consuetudinario en el derecho internacional.
Aun cuando el caso
de los Budas de Bamiyan se intente presentar como una discontinuidad en el
derecho internacional, el que la comunidad internacional haya reaccionado en
forma tan tibia, incluso en tratándose de Estados con tradición democrática,
revela que las élites burocráticas se rehúsan a aceptar cualquier declaración
que menoscabe su poder, en el ámbito soberano de sus países, cuando estos mismos
grupos gubernamentales destruyan intencionalmente su legado cultural.
El mérito de la
Declaración de la UNESCO, quizá el único, es haberse constituido en el primer
referente en la historia en el que se ha abordado en de manera específica el
problema de la destrucción intencional del legado cultural en el derecho
internacional. Su pretensión es eminentemente educativa: infundir en los
individuos el respeto al legado cultural y preconstituir una referencia para
las siguientes generaciones con el propósito de documentar una respuesta a un
acto de barbarie.
De mayor utilidad
sería no tanto recolectar los escombros de los Budas de Bamiyan, como ahora se
pretende, sino los escombros de la historia, como sostuviera Walter Benjamín en
su Novena tesis sobre filosofía de la historia al comentar la obra Angelus
Novus, de Paul Klee. El grave riesgo es que el sistema cultural se balcanice y
trivialice con la emergencia de fundamentalismos culturales y religiosos,
neonacionalismos y el creciente discurso político etnográfico, en donde
proliferan los mitos de origen y de autenticidad y se emplea el pasado como
fundamento de vendetta histórica o como defensa de identidades existentes o
inventadas.
*Doctor en derecho por la Universidad Panthéon Assas.
(PROCESO/ Jorge Sánchez Cordero/ 8 de abril de 2013)
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