Javier Valdez /Malayerba
En ese pueblo
alejado del bullicio citadino, Manuel era joven y era minero. Dueño de ese
pedregal que escondía oro y plata: entre cuevas, montones de tierra, rocas
prehistóricas, ramerío poco crecido y caminos pelones abiertos a golpe de
suelas, llantas y paso de equipo y maquinaria pesada.
Él era un hombre
bueno y generoso. Tenía a treinta, cincuenta empleados. Los trataba
directamente y en ocasiones prescindía de su capataz para darles órdenes o
hacerles peticiones, incluso personales. Los conocía de nombre y así les
hablaba. Los tuteaba, aunque ellos, con esa concepción vieja del respeto, le
hablaban de usted.
Don Manuel, le
decían. A algunos les respondía sin titubear que él no era ningún don. Que
simplemente le llamaran Manuel. Nada de don. Ni eso de decirme señor para allá,
señor para acá. A la chingada. Tú dime Manuel. Así, como lo oyes me puedes
llamar.
A muchos de esos
jóvenes apoyó para que estudiaran. A otros les dio para que buscaran opciones
de trabajo y escuela en las ciudades cercanas, incluso fuera del país. Otorgó
becas para que los que tenían hijos no dejaran la escuela, les dio servicios
médicos y más de alguno durmió y vivió en alguno de los cuartos de esa casa de
hacienda feudal.
Pasaron años para
que aquellos jóvenes se hicieran hombres y buscaran otras opciones y tuvieran
casa y mujer y trabajo. Algunos volvieron envueltos en botas de piel de
anguila, cinto pitiado, camisa de seda y dólares como baraja. Manuel supo en
qué pasos andaban. Allá ellos. Igual los quería y los recordaba.
Seguía siendo el
señor, el patrón, el dueño. Sentado en su poltrona, en el zaguán de la casa,
miraba el pueblo y el campo, y mandaba. Sus hijos habían tomado parte de las
riendas de las minas. Iban y venían al campo, atendían la papelería y la
administración, y se asomaban en las cavidades pedregosas buscando destellos.
Uno de esos que
manejaban la droga y que habían trabajado con Manuel fue a visitarlo. Le dijo
que estaba muy agradecido y quería darle un regalo. Nada hombre, no es
necesario. Lo bueno es que estás de regreso, que te ha ido bien. Al día
siguiente le envió un maletín lleno de billetes. Aquí le mandan un regalo. Lo
abrió frente a los enviados y les dijo, No, gracias. Al día siguiente fue una
caja con botellas de güisqui. Respondió que ni tomaba, pero que igual estaba
agradecido. Y también la rechazó.
Sus hijos le
recomendaran que aceptara alguno de esos regalos, antes de que aquello se
convirtiera en un desaire amenazante: te puede matar, Apá. Llamó al generoso
hombre aquel para explicarle que en la amistad que tenían no hacían falta
dinero ni tomadera, pero que para brindar le iba a aceptar una botella. De
esas. Bucanas.
7 de febrero de
2013.
(RIODOCE.COM.MX/Columna Malayerba de Javier Valdez/abril 28, 2013)
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