Óscar Fidel González Mendívil
Durante el siglo
XIX, después de haber sufrido las guerras intestinas y de intervención extranjera,
uno de los principales problemas que seguían aquejando al país era el de la
delincuencia, en particular los asaltantes. Debido a ello el presidente Benito
Juárez emitió un decreto mediante el cual autorizaba a los vecinos de un
poblado que hubiere sufrido un agravio, a formar un piquete para perseguir y
ahorcar a los asaltantes. Cuando Sebastián Lerdo de Tejada toma el cargo de
presidente, modifica el decreto y agrega que antes de ahorcar al asaltante, de
entre el grupo de perseguidores debe designarse a uno que fungirá como su
defensor.
Difícil pensar que
esta previsión garantizaría el derecho a una defensa adecuada, solo imagine
usted que una persona que persigue a otra porque la considera culpable de un
ilícito, esté dispuesta a defender su presunta inocencia. No obstante, la
medida refleja también una preocupación por establecer alguna medida para
limitar los excesos del ansia vindicativa.
Tal vez sea la
influencia religiosa la que ha incorporado en nuestra conciencia colectiva la
idea de encontrar al pecador y sancionar el pecado, que en extenso se traduce
en ubicar al culpable y castigarlo. Tal vez sea el desarrollo de formas de
gobierno tiránicas durante la Colonia y de las instituciones importadas para
perpetuar dicho gobierno, especialistas en hallar culpables, como la
Inquisición. El caso es que en nuestro país la cultura de la culpabilidad se
encuentra sumamente extendida.
Con no poca
frecuencia, la pregunta que muchas madres hacen al encontrar cualquier cosa que
no es de su agrado es ¿quién fue? No se cuestionan qué pasó o cómo pudo pasar,
quieren saber quién es el culpable del desastre en turno. Yo no sé ustedes,
pero aunque no haya participado, no dejo de sentirme algo culpable, así sea
porque me asusta el tono de voz del reclamo, o bien para llenar alguna
expectativa de mi interrogador.
Esta forma de pensar
permea y siempre ha permeado nuestras instituciones de justicia. Quien ha sido
interrogado por algún policía, incluidos los de Tránsito, sabe que de forma
automática, el rol que le ha sido asignado a uno es el de culpable. Lo mismo
ante el Ministerio Público y durante los juicios.
La autoridad de
procuración de justicia debe pues, procurar culpables y cuando los encuentra,
el paso natural para demostrar que es eficiente, es darlos a conocer a la
opinión pública. No importa que legalmente no haya iniciado siquiera el proceso
penal. La autoridad lo presume responsable y lo presenta así a los medios de
comunicación, que hacen otro tanto para difundir la probable culpabilidad. Por
otro lado, el público consume este tipo de noticias, que algunos esperan y
alientan, ya que así se ha acostumbrado desde hace muchos años. Parece un
ritual simbólico, recuperar la seguridad que el crimen desestabilizó, a través
de saber capturado al culpable.
Así se forma la
opinión de que acusar es suficiente para dar por hecho que el acusado es el
responsable. El problema es que acusar nunca es suficiente, además hay que
probarlo y hacerlo por los medios legales respetando las reglas del debido
proceso judicial. En caso contrario, se pervierte el sistema de justicia y se
le reduce a mero trámite para que el acusado demuestre ante el juez que no es
culpable, cuando se supone que el principio de presunción de inocencia debía de
operar a su favor.
En los procedimientos
penales “brincarse las trancas” siempre da malos resultados. Forzar una
confesión, inducir un testimonio o influir un peritaje por parte del Ministerio
Público, da al traste con el trabajo del fiscal. Por eso, la legalidad de todos
los actos de la parte acusadora es tanto o más importante que la presentación,
sea como sea, de un probable responsable, incluso si es el verdadero culpable.
Este es el problema
que han puesto en evidencia los casos del general Tomás Ángeles Dauahare y de
Florence Cassez. En el primero, la PGR construyó su acusación sobre la base de
las declaraciones rendidas por dos testigos protegidos identificados con los
nombre clave de Jennifer y Mateo. Posteriormente la PGR reconoce por escrito
ante el juez, que no corroboró los testimonios que involucraban al general con
el cártel Beltrán Leyva y lo acusaban de recibir dinero a cambio de proteger
los transportes de droga de esa organización.
En el segundo de los
casos, la Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, tras haber
rechazado un primer proyecto en marzo de 2012, resolvió sobre el amparo
interpuesto por Florence Marie Louise Cassez Crepin, sentenciada como
responsable del delito de secuestro, en hechos que han sido motivo de amplio
seguimiento mediático desde su detención y presentación en tiempo estelar en el
noticiero Primero Noticias conducido por Carlos Loret de Mola, en lo que ahora
se conoce como “el montaje televisivo”. Tras una deliberación que parecía se
inclinaba por rechazar el nuevo proyecto presentado por la Ministra Olga
Sánchez Cordero, ella misma reconsideró su postura y propuso conceder el amparo
liso y llano. La nueva propuesta fue aprobada por tres votos a favor y dos en
contra, con lo cual la ciudadana francesa quedó en libertad.
La decisión considera
que el montaje preparado por la entonces Agencia Federal de Investigación tuvo
un “efecto corruptor” que generó la destrucción de los principios de presunción
de inocencia y defensa adecuada. Las opiniones no se hicieron esperar y se
mostraron divididas en cuanto a la valoración del juicio emitido por los
Ministros de la Primera Sala. Las voces que critican a la Suprema Corte de
Justicia hacen énfasis en la indefensión de las víctimas de la banda de
secuestradores a la cual se alegó pertenecía Florence Cassez.
Es importante
recordar que la Corte no juzgó sobre la inocencia o culpabilidad de Cassez
porque ese no era el alegato jurídico que se llevó al máximo tribunal. Los
Ministros decidieron que la falta de respeto por parte de las autoridades a los
derechos de la persona detenida, es suficiente para contaminar el proceso penal
de tal manera que el juicio no siguió los principios legales que garantizan el
debido proceso. En consecuencia, el juicio no fue justo y, culpable o no, la
acusada debía ser puesta en libertad.
Recuerda usted el
adagio que reza “es mejor liberar a un culpable que encarcelar un inocente”,
pues bien, a esto es a lo que se refiere. Cuando no son más que expresiones
conceptuales se escuchan como perlas de sabiduría, por el contrario, cuando las
relacionamos con un caso concreto, nuestra opinión puede verse afectada por los
embates de la duda. La Corte ya decidió, ¿y usted?
(RIODOCE.COM.MX/ Óscar Fidel González Mendívil /Domingo 27 de enero de 2013)
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