La sección B-III para mujeres de este campo de
concentración era conocida por los presos como “Mexiko”.
Aquí la crónica de un
viaje a aquel lugar de horror extrañamente conectado con nuestro país.
Julio I. Godínez Hernández /enviado
México está en el
Infierno. En el último rincón de los campos de exterminio nazi. Ahí, donde los
últimos presos fueron enviados por el Tercer Reich cuando ya no cabían en
ningún otro lugar. Donde los registros se terminaron y la gente se encontraba
—sin saberlo— a la espera de ser eliminada. Ahí, donde la vida agonizaba ante
el corredor de la muerte. Al final de los laberintos del horror, al final de
Auschwitz-Birkenau, justo ahí, está “Mexiko”.
Son pasadas las
12:00 horas de un día del durísimo invierno de Polonia y todo está cubierto por
una gruesa alfombra blanca. Sobre el amplio terreno rodeado de púas cae un
molesto y fino granizo que se adhiere a la ropa. Aquí el frío cala, y muy
dentro. Frente a mi todo el paisaje es gris, tanto que el horizonte —apenas
delineado en el campo por la nieve— se difumina con las bajísimas nubes
causando una sensación de soledad y angustia.
Así debió haber sido
el clima de aquel 27 de enero de 1945, justo hace 68 años, cuando los
soviéticos liberaron Auschwitz. Una fecha que la Organización de las Naciones
Unidas (ONU) fijó como el Día Internacional de la Memoria de las Víctimas del
Holocausto.
“Es difícil imaginar
las condiciones de este lugar cuando los soldados aliados llegaron”, dice
Dorotah Dominis, la guía polaca que lidera el recorrido frente a la puerta de
entrada, la misma por la que cruzaba casi cada día “el tren de la muerte”
repleto de gente que hacían su último recorrido.
EL NÚMERO 73670
He llegado hasta
aquí con la esperanza de hallar el lugar exacto donde se encuentra un sitio que
los presos de este campo de concentración alemán tuvieron a bien llamar
“Mexiko”. La inverosímil historia me la contó hace muy poco tiempo el
colaborador de MILENIO Diario, Jorge F. Hernández, escritor y buen amigo, quien
a su vez escuchó hace ocho años, durante un evento de la comunidad judía en el
Distrito Federal, la narración de voz de un viejo ex presidario polaco de este
campo de concentración.
Según Jorge, Shie
Gilbert, de entonces 85 años, le dijo que había nacido y estudiado en un pueblo
a 75 kilómetros de Varsovia, la hoy capital de Polonia. Durante la Segunda
Guerra Mundial, Shie, nombre abreviado de Joshua (el cual se pronuncia Yeshua)
se sumó a la Resistencia Polaca, cuyos miembros combatieron con más entusiasmo
que con verdaderas posibilidades de derrotar a las tropas nacionalsocialistas
alemanas. No obstante, el joven fue detenido por los alemanes junto con su
hermano mayor Moisés. Ambos, me contó Jorge, “fueron llevados al campo de
Auschwitz en el primer oprobioso transporte que partió del ghetto de Varsovia
hacia las puertas del Infierno”, como se le conocía a este campo de
concentración.
Shie y su hermano
Moisés aprendieron el lenguaje que aquí se usaba. “En este lugar se hablaban
hasta 20 lenguas diferentes, por eso había un conjunto de palabras comunes”, me
platicó Jaroslaw Mensfelt, investigador del museo de Auschwitz, mientras
hurgábamos en archivos en su nada ordinaria oficina en medio del campo de
concentración que aparece en la famosa película La lista de Schindler, de
Steven Spielberg, sitio que también es conocido como B-I y que mira a una
cámara de gas.
Como otros presos,
los dos jóvenes polacos aprendieron que el lugar donde los recién llegados a
esta “fábrica de la muerte” se desprendían de todas sus pertenencias se llamaba
“Kanada”, “un galpón donde separaban la ropa y apilaban maletas vacías,
apartando candelabros y aretes, billetes y otros valores”, me dijo Jorge. Según
Mensfelt, “había (también) un lugar conocido como el ‘mercado persa’, un punto
conocido como ‘Irán’ y, más tarde, un sitio que llamaban ‘Mexiko’. Creo que así
podían ubicar un sitio entre gente que hablaba diferentes idiomas; parece que
era más fácil”.
Poco antes de que
llegasen las tropas soviéticas que liberaron Auschwitz-Birkenau, junto a otros
miles de presos que aún podían caminar, los hermanos Gilbert fueron conducidos
por los nazis hacia los Alpes en lo que se conoce como La marcha de la muerte.
La intención era alejarlos del campo, para, junto con la destrucción de las cámaras
de gas, los crematorios y el desmantelamiento de las barracas, tratar de borrar
toda evidencia del genocidio que aquí se cometía.
No obstante, Jorge
dice que el viejo Shie le contó que 10 días antes de ser hallados por los
soldados aliados su hermano, que llevaba el nombre del profeta del Éxodo, murió
a causa del frío y por comer en exceso, luego de meses de hambre constante.
Más tarde, cuando
Shie fue rescatado en aquel lejano 1945 por una patrulla de soldados aliados,
uno de ellos le preguntó si quería volver a Varsovia o ir a Palestina.
Entonces, Shie, quien ya no sabía si tenía amigos o familia en Polonia (después
supo que 62 familiares habían sido asesinados), respondió una sola palabra:
“Mexiko”.
“El hombre llegó a
nuestro país por pura coincidencia —me relató Jorge—, y aquí se hizo mexicano,
tuvo familia y floreció. Fue muy querido”.
Al final de su
plática el escritor le prometió a quien fuera conocido en México como Salvador
y que llevaba en su brazo tatuado el número 73670 con un triángulo invertido
“por ser un preso peligroso” de Auschwitz-Birkenau, que iría a Polonia, a los
campos de concentración, en busca de su sombra.
Jorge cumplió su
promesa hace unas semanas (de ello dio cuenta en su columna Agua de Azar, de
MILENIO Diario, 13 de diciembre de 2012). Sin embargo, el clima, su delicada
salud y la opresión del detestable tiempo le impidió ir en busca de aquel
descampado “donde se recostaba de tarde en tarde el sol” y que lleva el nombre
de nuestro país. “Nadie sabe dónde está”, me dijo con su característica voz
rasposa.
BIRKENAU
“Es difícil de
imaginar las condiciones en las que se vivía en este lugar”, repite la guía Dorotah
Dominis a un lado de la vía donde eran seleccionados los recién llegados a este
campo de exterminio.
“Señoras y señores,
les pido que hagan un esfuerzo por imaginar cómo era el momento en que abrían
aquellos vagones repletos de gente. Cómo era ver por vez primera este sitio.
Justo aquí —cuenta mientras señala un paso entre una vía y otra— era el lugar
donde se separaba a hombres de mujeres y niños; ellos a la derecha y los
pequeños y las mujeres a la izquierda. Después, una sola persona, un médico nazi,
era quien decidía quienes se quedaban a trabajar y quienes, de inmediato, eran
trasladados a la cámara de gas. Síganme. Haremos el recorrido de la muerte”.
Esto que miro, una
larga avenida que rompe en dos a Auschwitz-Birkenau separada por enormes rejas
de púas electrificadas, fue lo último que vieron antes de morir miles de niños,
mujeres, enfermos y ancianos. Su destino era cualquiera de las dos cámaras de
gas que aquí existían. No se sabe con exactitud cuántas personas fueron
asesinadas en estas instalaciones de las que hoy sólo quedan las ruinas; sin
embargo, se cree que en este campo de concentración murieron entre un millón y
un millón 300 mil personas.
Hasta esta cámara
subterránea —ubicada al final de la calzada— eran llevadas los recién llegados
bajo el argumento de que iban a tomar un baño antes de pasar a su “nueva vida”.
Muchos de ellos creían que así sería. Frente al derruido edificio, imagino los
gritos de desesperación al darse cuenta, ya desnudos, de que aquella aparente
sala de duchas era una habitación que velozmente se llenaba del veneno
experimental Zyklon-B; imagino también —tal como pidió la guía Dorotah—, a las
800 o mil 200 personas que ahí cabían agolpadas en un solo sentimiento de
desesperación. También el olor a proteína quemada que expedían las chimeneas de
los crematorios contiguos, cuyas cenizas humanas cuentan que llegaban hasta
Cracovia en una nube gris como este día.
Birkenau es una
extensión del campo de concentración Auschwitz B-I, el primer campamento que
fue construido en 1940 en este pueblo polaco. El famoso sitio cuya puerta de
entrada está coronada por la leyenda en alemán “Arbeit macht frei” (“El trabajo
te libera”).
Hasta hace poco
tiempo, apenas unos pocos paseantes visitaban Birkenau, a pesar de que en 2011
Auschwitz tuvo 1.4 millones de visitas. Solo ex presos y familiares de gente
que aquí murió venían a dejar una rosa en algún lugar simbólico ubicado a no
más de cinco kilómetros del famoso B-I. Sin embargo, gracias a que hoy el museo
se conecta con este lugar a través de un camión que hace el recorrido de ida y
vuelta de manera gratuita cada 30 minutos, más personas llegan a conocer
Birkenau, el cual en sus últimos días recibió a presos que provenían de todo
Europa.
El terreno donde
está construido Birkenau está rodeado por un bosque de abedules y fue concebido
como un sitio adicional ideal para completar el plan que el escritor e
historiador británico Laurence Rees describió como la “solución final”, un
programa que pretendía exterminar a los judíos.
Al final del
recorrido, Dorotah nos pide que subamos a la torre principal de la llamada
“puerta de la muerte”. Desde ahí se aprecia todo el campo de concentración: las
barracas de tabiques rojos, las barracas de madera; detrás de ellas, las
letrinas; y a la derecha, al fondo, un descampado que apenas perceptible entre
la neblina, “ ahí está México”, me dice Dorotah.
COLORES METAFÓRICOS
Las botas crujen a
cada paso que doy sobre la alfombra de nieve. La guía polaca y el grupo de
judíos han regresado a Auschwitz. La tarde invernal ya comienza a oscurecer el
campo, aunque apenas son las 14:30 horas. Camino a toda prisa junto a las
barracas de madera que veía desde el mirador mientras los pocos visitantes que
quedan cruzan cabizbajos junto a mí cubriéndose del hielo que cae.
Poco a poco el
camino pierde firmeza, se vuelve resbaloso a falta de tránsito constante.
Normalmente, los tours no vienen hasta este punto y pocos visitantes
individuales se aventuran a caminar a falta de un sitio que retratar con su
celular o su iPad. Tal vez sea, también, la velocidad con la que tienen que
recorrer el inmenso sitio para volver —algunos el mismo día— a Cracovia,
Varsovia o, incluso, a París, Londres o Tel Aviv.
Al final del
solitario camino me encuentro con una puerta de malla metálica negra que da a
una calzada que divide los sectores B-II y B-III, justo éste último era
conocido por los presos como “Mexiko”.
Frente a mi hay un
inmenso terreno repleto de nieve con algunos postes derruidos y un pequeño
canal que lo circunda. Calculo que sea de la extensión de unos diez campos de
futbol, tal vez más. Camino por la calzada para tratar de encontrar un paso. Finalmente,
unos metros más adelante, encuentro piso firme. La perfección de la blanca
alfombra que cubre el terreno apenas está descompuesta por huellas pequeñas que
han dejado algunos animales que acaso salen de noche en busca de comida.
Doy un paso y la
nieve me llega hasta los tobillos. Cruje el hielo más fuerte. Camino despacio
siguiendo las huellas de los animales para no equivocar el andar, hasta un gran
rectángulo de concreto que supongo era la base de una barraca. Quito la nieve y
me siento. Estoy en México.
En junio de 1944, el
asesinato de judíos húngaros alcanzó su punto máximo. Ese año se cree que entre
30 y 50 mil judíos, hombres y mujeres se encontraban aquí en Birkenau, entre
ellos Shie y su hermano Moisés. Fue entonces cuando los directores del campo de
concentración pertenecientes a la SS, la organización de seguridad de la
Alemania nazi, decidieron que este arrinconado sector B-III alojaría a las
mujeres judías en espera de ser llevadas a las cámaras mortíferas.
Según una amplísima
colección de testimonios que recopiló la escritora polaca Seweryna Szmaglewska,
quien también habitó “Mexiko”, este lugar contenía barracas tipo suizas, de
madera, con techos y ventanas, pero sin ninguna instalación extra como
chimenea, luz, agua corriente, literas o letrinas. Estos bodegones fueron
calificados como los más deplorables de su tipo.
De acuerdo con las
memorias halladas por Jaroslaw Mensfelt durante nuestra búsqueda en los
archivos del museo de Auschwitz, 17 mil mujeres habitaron estas barracas, donde
tenían que dormir en el suelo cubiertas por trozos de telas de colores que en
su mayoría provenían de “Kanada”. La metafórica imagen multicolor de aquellas
mujeres moviéndose en el suelo hizo que alguien evocara asociaciones con la
cultura mexicana.
Según el volumen I
de los Asuntos Generales en la Historia del campamento Auschwitz 1940-1945, en
octubre de 1944 las últimas mujeres que habitaron las barracas B-III fueron
trasladadas al sector B-IIc y un grupo de hombres del B-IId fueron traídos para
desmantelar el campamento para enviarlo al campo de concentración de
Gross-Rosen, aquí mismo en Polonia.
El ladrido de unos
perros rompe el silencio mientras camino de regreso sobre la nieve. La tarde y
la luz casi se han ido; sin embargo, pienso que “Mexiko”, la palabra misma, fue
apenas una anécdota que alivió a muchos prisioneros que pensaron en colores
alegres y en el calor del sol de nuestro país mientras esperaban su fatal
destino.
Me voy de aquí.
Encontré lo que buscaba: México sí estaba en el Infierno.
(MILENIO DOMINICAL/Julio I. Godínez Hernández
/enviado/27 Enero 2013 - 12:27am)
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