Un taller de cerámica en Casa
Xochiquetzal, albergue para mujeres que alguna vez se dedicaron al trabajo
sexual en Ciudad de México. Es obligatorio participar en dos talleres de artes
diarios. Credit Adriana Zehbrauskas para The New York Times
CIUDAD DE MÉXICO – Marbella
Aguilar guarda su colección de libros usados en un estante escondido en su
habitación de Casa Xochiquetzal, un hogar de estilo colonial grande y de color
amarillo en el centro de esta metrópoli.
Marbella Aguilar, de 61 años: "No
quiero hablar del pasado, solo olvidarlo".
“Me encanta leer y escribir”,
dijo Aguilar, de 61 años. “Poesía, prosa, lo que sea. No puedo dormirme sin que
estén mis libros aquí al lado”. Entre sus favoritos menciona Los miserables,
Lolita y las obras de Pablo Neruda y de Tolstoi.
Sol, de 60 años: "Todavía me duele
el remordimiento. Lo que más duele es que tuve que hacerlo".
Pero ella misma podría llenar
todo un libro con sus experiencias, pues su vida ha sido todo menos ordinaria.
Y Casa Xochiquetzal no es cualquier hogar: es un albergue para trabajadoras
sexuales retiradas o semijubiladas.
Norma Angélica Sánchez Garduza, de 53
años: "Nunca quiero regresar a las calles, es muy duro. Pierdes tu
dignidad como ser humano".
Nombrada en honor a la diosa
azteca del amor sexual y de la belleza, la casa abrió sus puertas en 2006
después de que Carmen Muñoz, quien fuera trabajadora sexual, encontró a algunas
de sus antiguas compañeras durmiendo en camas improvisadas hechas de cartón en
la zona de La Merced, un “barrio rojo” en el centro de Ciudad de México. Las
mujeres, después de una vida de trabajar en las calles, estaban solas sin tener
a dónde ir.
María Norma Ruiz Sánchez, de 65 años:
"Este hogar me salvó".
Muñoz las acogió con apoyo de
algunos aliados: un grupo de feministas mexicanas ofreció ayudar y con dinero
tanto privado como público, y un edificio provisto gratis por el gobierno de
Ciudad de México, fundaron Casa Xochiquetzal, un refugio para que las mujeres
que dejaran las calles pudieran vivir con dignidad.
“Es un hecho recurrente que
familiares, hasta los hijos, las abandonan, e incluso las lastiman, cuando
descubren que son trabajadoras sexuales”, dijo Jésica Vargas González, la
directora del albergue. “Todavía es una profesión muy estigmatizada”.
No es fácil encontrar la
casa: está escondida entre un laberinto de puestos callejeros. Las puertas
gigantes de madera de la entrada usualmente están cerradas. “Solo se permiten
visitas con cita previa por correo”, dice un cartel a la entrada.
Durante una visita reciente,
una de las residentes, que pidió que la llamara Sol, gritó desde el patio en el
primer piso hacia el balcón de la segunda planta: “¡Ya está el desayuno!”.
En la actualidad hay
dieciséis residentes, con edades que van desde los 53 a los 87 años, y cada una
es responsable de cocinar su propia comida y de limpiar tanto sus habitaciones
como las áreas comunes. Se atienen a un programa diario con actividades
obligatorias, aunque la manera en la que cada una hace el trabajo establecido a
veces las lleva a pelearse.
La casa, con grandes puertas de madera,
está escondida entre puestos de mercado. Credit Adriana Zehbrauskas para The
New York Times
En la actualidad hay 16 residentes en la
casa. Credit Adriana Zehbrauskas para The New York Times
“A mí me gusta todo tan
limpio que brilla”, dijo Rosa Belén Calderón Velázquez, de 68 años, quien
siempre parecía estar o trapeando algún piso o con plumero en mano. “Mi madre
me decía: ‘O lo haces bien o no lo haces'”, dijo con una expresión de fastidio.
Raquel López Moreno, de 81 años:
"Estoy orgullosa, pude pagar la escuela para mis dos hijas".
Las residentes también deben
participar en dos talleres diarios de artes y cocina. Hay una sola televisión,
en el patio, y solo la prenden después de las 18:00; hay un calendario con los
turnos de a quién le toca el control remoto. No se permite ningún tipo de
drogas en la casa.
En ocasiones se alberga
temporalmente a mujeres que no son sexoservidoras jubiladas; usualmente se
trata de mujeres sin casa que fueron víctimas de abuso. Todas las residentes
reciben tratamiento médico y psicológico.
Norma Sánchez Espinoza, de 83 años:
"Nunca disfruté ser trabajadora sexual, me entristecía".
“Son mujeres que necesitan
mucho amor, que se sienten muy solas”, dijo Karla Romero Téllez, la psicóloga
de 29 años que es voluntaria en el albergue. “Pero son muy fuertes. Son
sobrevivientes. Eso es lo que las define”.
Rosa Belén Calderón Velázquez, de 68
años: "La gente dice que soy fría, pero nada más no puedo llorar".
La violencia y el abuso, los
daños y las pérdidas: esos son los hilos que entrelazan todas las historias de
las residentes de la casa. María Norma Ruiz Sánchez, de 65 años, fue violada a
los 9 cuando iba caminando de regreso a su casa de la escuela en el estado de
Jalisco. Todavía se nota la cicatriz en su pierna izquierda de cuando le
quitaron a la fuerza el uniforme.
Huyó de casa a los 14 años
para escapar de un hermano abusivo. Un camionero la llevó hasta San Francisco,
donde pasó su cumpleaños 15 sola en una habitación rentada comiendo pollo y
tomando cerveza.
María Ramírez Canela, de 76 años:
"Si tuviera otra vida, preferiría estar sola que en mala compañía".
Poco tiempo después regresó a
México. A los 16, tuvo al primero de sus cuatro hijos. Trabajó en el campo, fue
dueña de un cabaret, en algún momento fue luchadora profesional y tuvo muchos
amantes pero un solo amor. Intentó suicidarse en cuatro ocasiones; la última
vez fue en una habitación de hotel en el Bar Nebraska, en las afueras de
Guadalajara.
A veces, Sánchez todavía va a
su “oficina”, como le llama; es un parque en la estación del metro Hidalgo
donde se mezclan los clientes nuevos con las memorias viejas. “Estoy muy
cansada, me duele todo”, dijo. “Hago bromas sobre mi vida para llevar el día a
día, pero mi tristeza no tiene fin”.
Hacia la tarde el sol
invernal se asomó por las ventanas y una agradable luz amarillenta hizo
resplandecer el patio. Había mucho silencio. Las paredes gruesas filtraban el
sonido de los puestos de afuera. Y las residentes, tan familiarizadas con el
movimiento frenético y abrumador de las calles que las rodean, ahora veían la
vida de esas mismas calles a la distancia, por fuera de las ventanas altas de
la casa.
Aguilar trabaja del otro lado
de la calle, en una tienda de muñecas. No le gusta hablar sobre su pasado y
cada vez que empieza a intentar contar su historia no puede aguantar el llanto.
Mejor recitó parte de un poema que ella misma escribió:
Soy yo quien te ama.
Soy yo quien escucha cuando estás
triste.
Soy yo quien te consuela en las noches
de dolor.
Soy yo quien te da calor cuando tienes
frío.
Y aun cuando me ignoras,
Siempre estaré ahí para ti.
Las residentes recientemente
sorprendieron a María Norma Ruiz Sánchez con un pastel de cumpleaños. Credit
Adriana Zehbrauskas para The New York Times
(THE NEW YORK TIMES EN ESPAÑOL/ ADRIANA ZEHBRAUSKAS 9
DE ENERO DE 2018)
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