El
presidente Enrique Peña Nieto luego del anuncio de la creación de nuevas
unidades para prevenir conflictos de interés dentro de la Secretaría de la
Función Pública, el 3 de febrero de 2015 Credit YURI CORTEZ/AFP/Getty Images
CIUDAD
DE MÉXICO — El 11 de mayo de 2012, Enrique Peña Nieto, el joven gobernador del
Estado de México y candidato presidencial del Partido Revolucionario
Institucional, fue a la Universidad Iberoamericana, una institución de élite,
para conversar con los estudiantes.
Para
la elección del 1 de julio de ese año, Peña Nieto, que encabezaba las
encuestas, se disponía a recuperar fácilmente una presidencia que su partido no
había ocupado por 12 años después de haber gobernado México durante 71 años
consecutivos. Peña Nieto y sus asesores no habían aceptado invitaciones para
hablar en la UNAM, la enorme universidad pública en Ciudad de México con una
larga historia de protesta y agitación política de izquierda, pero seguramente
decidieron que no corrían riesgos si iban a “La Ibero” privada, católica y
jesuita, conocida por educar a los hijos de personas adineradas, el tipo de
escuela a la que Peña Nieto enviaría a su propia hija adolescente si ella
pudiera cumplir con los estándares de admisión.
Sin
importar cuáles fueran las preferencias políticas de esos estudiantes, Peña
Nieto y su gente esperaban una recepción amable en la que los estudiantes
aplaudieran en el momento adecuado, hicieran preguntas serias y bien
intencionadas que el candidato —tan ensayado— sabría cómo responder, y que
aparecieran videos del evento en los programas nocturnos de noticias de la
monolítica televisora Televisa, que respaldaba al candidato del PRI por encima
de los candidatos de los partidos rivales, el conservador PAN y el partido de
izquierda PRD. Peña Nieto se presentaba, y lo vendían a México y el mundo, como
miembro de “un Nuevo PRI”, uno moderno, activamente respetuoso de la democracia
y el Estado de derecho, un partido que rechazaba el autoritarismo corrupto y a
menudo violento que lo había caracterizarlo durante sus muchas décadas en el
poder.
Ese
11 de mayo, que se conoció como el “viernes negro”, casi salvó a México.
Ese
día, los estudiantes de La Ibero no querían escuchar sobre aquellas reformas
neoliberales que el candidato siempre pregonaba. Querían hablar de San Salvador
Atenco, un pueblo en el Estado de México donde, en 2006, como gobernador, Peña
Nieto había enviado a 3500 miembros de la policía estatal para acabar con los
disturbios surgidos cuando 200 policías antidisturbios desalojaron de sus
puestos a 40 vendedores de flores asociados con una organización campesina de
defensa de la tierra.
Dos
jóvenes fueron asesinados: un policía le disparó a corta distancia a un niño de
catorce años y la policía apaleó a un universitario hasta matarlo. Cientos
fueron arrestados y se informó que decenas de mujeres fueron atacadas
sexualmente por la policía; violaron a algunas de ellas en repetidas ocasiones.
Entre esas mujeres había observadoras de derechos humanos y estudiantes
extranjeras que fueron deportadas para evitar que hablaran. El gobierno de Peña
Nieto las tachó de mentirosas y las procesaron en vez por diversos delitos.
“Atenco
no se olvida”, gritaron los estudiantes dentro y fuera del auditorio en La
Ibero. Exigieron respuestas por parte del candidato, quien exasperado —¿qué
tenía que ver eso con el “Nuevo PRI” y sus reformas?— finalmente respondió:
“Fue una acción determinada, que asumo personalmente, para restablecer el orden
y la paz en el legítimo derecho que tiene el Estado mexicano de hacer uso de la
fuerza pública”.
Los
estudiantes contestaron con gritos de “asesino” y “¡fuera!”. Peña Nieto
respondió con una mirada impávida antes de que su equipo de seguridad y
asesores lo sacaran del escenario. Sus portavoces y simpatizantes afirmaron en
Televisa esa noche que los manifestantes no eran estudiantes, sino agitadores
profesionales infiltrados por el candidato de la izquierda. En respuesta, un
estudiante grabó un video, que desde luego se hizo viral, en el que 131
estudiantes de La Ibero mostraban sus identificaciones de la universidad y
afirmaban haber participado en la protesta.
Después
150 universidades mexicanas crearon grupos que se unieron al movimiento y
pronto, sobre todo en Ciudad de México, parecía que todos, no solo los
universitarios, querían convertirse en el estudiante 132. En una serie de
manifestaciones, cientos de miles salieron a las calles para protestar contra
la candidatura de Enrique Peña Nieto, el regreso del PRI y la complicidad
antidemocrática de los principales medios, en especial Televisa. #YoSoy132
gritaba a México y al mundo que la presidencia de Peña Nieto sería un desastre
para México y pondría su democracia en aprietos. Al final, no fue suficiente,
aunque el movimiento ayudó a hacer que la elección fuera una controvertida
contienda.
Un
miembro del movimiento estudiantil #YoSoy132 protesta con una pancarta en forma
de televisor a las puertas de la autoridad de comunicaciones, Cofetel, el 6 de
junio de 2012. Credit Tomas Bravo / REUTERS
He
estado pensando mucho en eso después del sustancial reportaje de The New York
Times en torno al gobierno mexicano y su aparente compra y uso de spyware altamente
sofisticado para celular —vendido y autorizado para uso exclusivo contra
terroristas y organizaciones criminales— contra periodistas, activistas de
derechos humanos y abogados, así como otros ciudadanos que el gobierno percibe
como adversarios, incluyendo un hombre que redactó y promovió una legislación
anticorrupción. El diario enfatizó que este es el suceso más reciente de una
larga serie de actos criminales, corrupción y negligencia oficial por parte del
gobierno que se han revelado durante la presidencia de Peña Nieto.
El
periódico recordó cómo Peña Nieto había llegado al puesto en 2012 “con la
promesa de poner en lo alto a México en el mundo” y ofrecer “la esperanza de
que la democracia del país había triunfado”. La mayoría de los medios más establecidos
e influyentes de Estados Unidos, incluso The New York Times, publicaron muchos
artículos positivos al respecto mientras que los periodistas que cuestionaron
ese optimismo fueron ignorados o ridiculizados.
Pero
la pregunta que me persigue y que me parece pertinente plantear no solo con
respecto a México, sino en general, es ¿por qué las reformas proempresariales
—como la privatización del petróleo o la promulgación de lo que resultó ser una
modesta reforma a la industria de las telecomunicaciones— son interpretadas por
tantas personas como algo que promete valores democráticos modernos y el
respeto por el Estado de derecho? ¿Por qué, en contraste, el historial de un
candidato que había violado los derechos humanos así como la seguridad y la dignidad
individuales, sobre todo en cuanto a las mujeres, no se interpreta como una
advertencia de valores antidemocráticos y un incumplimiento del Estado de
derecho?
Desde
luego, #YoSoy132 gritó esa advertencia al mundo. No necesitaron el programa
espía Pegasus para ver la relevancia de Atenco. Ahora, este se ha convertido en
un tema de interés para la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que ha
tomado el caso de 11 de las mujeres que fueron torturadas sexualmente y
violadas por la policía después de sus arrestos en Atenco y ha ordenado una
investigación en torno a los crímenes en la cadena de mando hasta llegar a los
principales responsables, es decir, el presidente Enrique Peña Nieto.
Algunos
mensajes que recibió la periodista Carmen Aristegui, quien ha sido blanco de
espionaje a través del programa Pegasus, durante una rueda de prensa el 19 de
junio en Ciudad de México. Credit Alfredo Estrella /AFP/Getty
Aquí
en México, que se ha convertido en uno de los lugares más peligrosos del mundo
para los periodistas, las revelaciones acerca de que el gobierno utiliza el
programa espía Pegasus para infiltrar celulares no fueron sorprendentes. Tantos
periodistas mexicanos como extranjeros suponen desde hace tiempo que sus
comunicaciones en celulares, correo electrónico y redes sociales no son
seguras. No solo el gobierno federal es responsable del ciberespionaje, de
acuerdo con el periodista Diego Osorno. “Hay gobernantes —pequeños virreyes—
que tienen sus propias unidades”, me dijo, “las cuales utilizan para espiar las
vidas privadas de sus oponentes y críticos. Tengo la impresión de que el
espionaje oficial, como muchos otros problemas, ya está fuera de control en
México”.
Para
mí, la cita más reveladora en el artículo de The New York Times del lunes fue
la de Luis Fernando García, el dirigente de un grupo digital, quien dijo que:
“El hecho de que el gobierno esté usando vigilancia de alta tecnología en
contra de defensores de derechos humanos y periodistas que exponen la
corrupción, en lugar de contra los responsables de estos abusos, dice mucho de
para quién trabaja el gobierno”.
¿Para
quién trabaja el gobierno? En el caso de los 43 estudiantes desaparecidos,
México ha sido testigo de todo lo que el gobierno está dispuesto a hacer para
cubrir la relación entre un cartel de la droga y el Estado, incluso al ignorar
evidencia en video, que fue presentada al mundo por el Grupo Interdisciplinario
de Expertos Independientes, de su principal investigador plantando evidencia
falsa.
¿Acaso
en México el crimen organizado y el gobierno son uno mismo, o por lo menos en
muchos casos? ¿Cómo puede ser que en México, como dijo el periodista John
Gibler hace poco, “sea infinitamente más peligroso informar sobre un asesinato
que cometerlo”? La prueba más reciente de eso fue el asesinato de Javier
Valdez, uno de los periodistas más admirados de México, mentor y amigo de otros
más jóvenes como Gibler. Esa es otra pregunta que me acecha. ¿Acaso pudieron
utilizar Pegasus para rastrear a Valdez hasta el lugar donde lo asesinaron?
¿Podría utilizarse de la misma manera para acabar con otro periodista? Y, de
ser así, ¿quién lo haría, exactamente, y quién lo investigaría?
Francisco
Goldman, periodista y novelista, es autor de "El Circuito Interior:
Crónica de la Ciudad de México".
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