Sobre estos
conceptos gira la delicada relación secretario particular-Presidente, que
cuando es la ideal, “se hablan sin palabras, se comunican sin papeles y se
entienden sin explicaciones”
Primera de
dos partes
MI GRATITUD AL
MI RELACIÓN CON LA PRIVANZA
CIUDAD DE MÉXICO, 30
de marzo.- No es ésta la primera ocasión que escribo sobre la relación de
confianza y confidencia entre los secretarios particulares y sus jefes, aunque
ésta no es una reedición de mis anteriores colaboraciones. La vida y el
pensamiento a diario nos surten de nuevas ideas, de nuevas reflexiones y nuevas
observaciones. Quizá por eso me dijo Pascal Beltrán del Río que estos apuntes
tuvieran nuevos personajes, nuevos episodios y nuevas temáticas. También saca
del escenario lo que ya surtió su cometido. Es por eso que aquí comparto mis
novedades, rescatando tan sólo algunas bases que puedan darle cohesión a mi
narrativa.
Este tema ha llamado
mi atención desde la juventud, no obstante que no le he visto en la cercanía
familiar, porque ni yo ni mi padre ni mis hijos ocupamos jamás el difícil
encargo de secretario particular. Pero recuerdo que, en 1969, Gregorio Ortega
elaboró una serie de artículos donde plasmó la difícil naturaleza del cargo de
secretario particular y las calidades que requería tener, a título ineludible,
quien aspirara a desempeñarlo con suficiencia y dignidad.
En aquellos años,
todavía muy jóvenes para mí, aún no había conocido o, por lo menos tratado, a
ningún secretario particular y todavía faltaba mucho tiempo para que la vida me
pusiera en la necesidad de requerir los servicios de alguno. Sin embargo, esos
artículos me resultaron indelebles. Pero, ya en la madurez, han venido a mi
memoria muchas de las reflexiones de Ortega, las cuales retomo y les agrego
algo de lo que he podido observar desde ese entonces hasta la fecha.
Mi vida y mi carrera
política han sido muy modestas. Sobre todo si se les compara con la fortuna,
nada modesta, que he tenido en cuanto a vivencias, en cuanto a experiencias y
en cuanto a conocencias. Una de ellas es la relación que he tenido con los secretarios
particulares.
Estoy convencido de
que han sido cuatro los más poderosos secretarios de la Presidencia que ha
habido en México en los últimos cien años. Tuve y tengo el privilegio de ser
amigo de tres de ellos. Humberto Romero Pérez fue uno de los mejores amigos de
mi padre y, más tarde cuando éste se ausentó, Humberto no me trató como al hijo
de su amigo finado sino que me hizo heredar esa amistad fraterna como si yo
hubiera sido su amigo de siempre. Nos reuníamos con frecuencia y me platicaba
sus confesiones y sus confidencias, que no son lo mismo. Las de él, las de mi
padre y las de Adolfo López Mateos. Hoy, ya los tres están en mi salón de los
recuerdos, pero yo prosigo mi amistad con los hijos de Humberto, principalmente
con Alejandro.
Emilio Gamboa Patrón
fue el poderoso secretario de Miguel de la Madrid. Unieron sus caminos cuando
éste llegó a la desaparecida Secretaría de Programación y Presupuesto, donde
trabajaba Gamboa. Pronto se le hizo indispensable y así lo sirvió durante el
mandato presidencial, y me consta que también después de él.
Hemos vivido juntos
muchas odiseas, pero quizá las más inolvidables fueron la campaña Presidencial
del 2000, donde compartimos lo bueno y lo malo con Francisco Labastida, así
como la primera Legislatura donde el PRI fue un partido de oposición y nosotros
fuimos oposicionistas improvisados pero afortunados.
Liébano Sáenz Ortiz
se ligó accidental y dramáticamente con Ernesto Zedillo. Su vida estaba
dedicada a Luis Donaldo Colosio, pero las balas asesinas cambiaron su destino.
Sin embargo, tres meses bastaron para que se entendieran en la propia campaña
de Colosio, y tengo la impresión de que la candidatura, primero, y la
Presidencia, después, tomaron a Zedillo con un desconocimiento absoluto de la
naturaleza y de la operación de la política. Éste era un economista muy
calificado pero un político muy descalificado. Liébano es abogado por profesión
y político congénito. Creo que Zedillo encontró en Liébano el complemento ideal
de su deficiencia y supo convertirla en una eficiencia. Con él se puede
platicar en confidencia sin faltar a la secrecía.
Del otro secretario
superpoderoso que incluyo en este cuarteto también recibí una afortunada
aportación. Enrique Rodríguez Cano murió cuando yo tenía siete años de edad y,
obviamente, no lo recuerdo. Pero fue tan estrecha su amistad con mi padre que
éste mucho me platicó, durante toda su vida, de cómo era y de qué hacía el
ilustre tuxpeño. Tuvieron una amistad tan franca que mi padre sabía más de
Rodríguez Cano que la esposa de Rodríguez Cano. Y éste conocimiento lo heredé
por pláticas y así, de esa manera, lo pude conocer como a los otros tres.
Aclaro que todos
ellos tuvieron un apoyo indispensable. Algunos lo llamaron secretario
presidencial auxiliar. Debe tener las mismas virtudes que el titular para que
la oficina siga funcionando cuando el “Alto-Jefe” retenga al particular, cuando
lo lleve a las giras o, más difícil, cuando sea el auxiliar quien tenga que
acompañarlo a los viajes porque el titular se quedó haciendo “pie-de-casa”.
Los que he
mencionado fueron muy bien apoyados. Héctor Ortega colaboró con Humberto
Romero. Ricardo Ríos auxilió a Liébano Sáenz. Homero Cárdenas apoyó a Emilio
Gamboa. Y Jesús Reyes Heroles acompañó a Enrique Rodríguez Cano.
UN SECRETARIO DE OTRO PAÍS
Más allá de nuestras
fronteras también he sido afortunado en mi relación con los secretarios
particulares. Narraré una de las que resultaron más interesantes. A principio
de la década de los ochenta conocí, en México, a Héctor Cámpora Jr., quien
había sido secretario particular de Juan Domingo Perón, tanto durante su exilio
en España como en su segunda etapa como Presidente de la República Argentina.
Rápidamente trabé una sólida amistad con él.
Era un abogado que
vivía muy modestamente. No contaba con ningún ingreso más que el proveniente de
las clases universitarias que impartía. Habitaba en un departamento alquilado
en la colonia Polanco y ni siquiera poseía un automóvil propio. Había nacido en
una cuna muy acomodada. Su padre fue uno de los más destacados peronistas. Fue
presidente del Senado argentino y Presidente de la República.
Héctor Junior
todavía era un niño cuando sus padres siguieron a Perón en el exilio. Se formó
en España y allí se hizo secretario de Juan Domingo. Más tarde lo acompañó en
la Presidencia y, al instalarse la dictadura militar, sufrió la persecución
política y tuvo que vivir seis años asilado en la embajada de México, la cual
se convirtió en su prisión, hasta que nuestro país logró los salvoconductos
para que los Cámpora vinieran a residir a México.
Él me platicó muchas
cosas importantes de Perón. Por él supe mucho de lo que no saben los propios
argentinos. Su fortaleza, su disciplina, su voluntad de poder. Pero lo
importante de mi relación con Cámpora fueron dos impresiones indelebles que me
dejó al haberlo tratado de cerca.
La primera es que a
ese hombre de alrededor de 40 años de edad no le importaba haber pasado la
mayor parte de su vida en el exilio, en el escondite, en la prisión, en el
asilo y de nueva cuenta en el exilio, a cambio del enorme orgullo que le
representaba el haber servido a Perón. Y la segunda es que me quedaba en claro
que este hombre, en su mediana edad, parecía que con la muerte de Perón había
concluido el motivo principal de su vida. Que ya no podía acontecerle nada más
importante. Que ya no esperaba nada ni, mucho menos, ambicionaba nada. Que ya
había terminado todo aquello para lo que había nacido.
Esto ya nos va
indicando la imagen temperamental de un verdadero secretario particular. Casi
todos ya no desean nada después de su encomienda. Tienen dos placeres en la
identificación de la misión de su vida y en la insustituible complacencia con
ello.
MIS PREGUNTAS SECRETAS A LOS SECRETARIOS
Pero regresemos a
México. Por razones de distancia temporal no conocí ni tuve a nadie de las
generaciones precedentes que me pudiera hablar de Jacinto B. Treviño y de
Fernando Torreblanca. Pero tengo una buena impresión histórica del primero y
creo que el segundo, de seguro, tuvo los suficientes atributos para servir a
dos presidentes tan parecidos en apariencia y tan distintos en esencia como fueron Álvaro Obregón y Plutarco
Elías Calles. Más aún, le sobró tiempo para convertirse en yerno de este
último.
En algunas de mis
pláticas con Romero, con Gamboa y con Sáenz les sonsaqué que me resolvieran una
pregunta acerca de sus jefes. El más angustiante o triste día de su mandato.
Me dijo Humberto
Romero que el peor día para López Mateos fue el de la expulsión de Cuba de la
OEA. La vergüenza y el coraje. Pero, también, la tristeza y la decepción.
Agregado a ello, la crisis de la hermandad latinoamericana y las nuevas
certidumbres de que no existe un futuro panamericano.
Me contó Emilio
Gamboa que el peor día para Miguel de la Madrid
fue el del terremoto de 1985, y ello no admite alegación ni requiere
comprobación. El corazón de la capital destruido. El gobierno rebasado. Los
miles de muertos. La destrucción masiva de viviendas y fuentes de trabajo. La
imposibilidad financiera de reconstrucción. Las principales dependencias
públicas sin oficinas. Los hospitales básicos convertidos en ataúd. Y la
certificación de que, frente al desastre, el gobierno de México no sólo era impreparado
sino, también, ingenuo.
Otro día muy
singular en la gestión de Miguel de la Madrid, no me lo dice Gamboa pero lo
intuyo yo, fue el 6 de julio de 1988. La
caída del sistema y sus secuelas todavía no concluidas. Alguna vez escuché,
aunque no recuerdo de quién, que esa complicada tarde Manuel
Bartlett
telefónicamente le espetó a Miguel de la Madrid un airado reproche, casi con
insolencia: “No se preocupe. Yo haré presidente a su candidato”.
Nunca lo he querido
platicar con Bartlett ni con Gamboa y no me hubiera atrevido con De la Madrid,
así que jamás lo corroboré. Pero que el ya presidente Salinas le regalara a
Manuel la SEP y Puebla me deja en claro que no lo hizo por aprecio sino por
endeudamiento.
Me platicó Liébano
Sáenz que el peor día de Ernesto Zedillo fue el de la matanza de Acteal. Que la
madurez le ayudó a contener la rabia, que es peligrosísima en un presidente
mexicano, pero no le ayudó a contener el llanto.
Otro día
particularmente grave para López Mateos durante su mandato fue en el que llegó
a su clímax el conflicto ferrocarrilero. Reunido para examinar la situación con
su gabinete de política interior y con sus asesores sobre la materia, escuchó a
todos. Sólo permaneció callado, por razones obvias, su secretario particular.
Entonces, lo invitó a expresarse. “¿Tú qué opinas?, Romero”. El interpelado
contestó directo, amable y breve. “En política, señor Presidente, sólo unas
cuantas y excepcionales ocasiones se puede seleccionar lo ideal. Las más de las
veces, tenemos que conformarnos con escoger lo posible”.
El Presidente acusó
recibo. “Te entiendo muy bien. La única alternativa posible es que los matemos
o que los metamos. Sólo queda que los metamos ya que, por ningún motivo, quiero
que los matemos. Que venga el Procurador General de la República. Buenas
noches, señores, y muchas gracias”.
Un día muy grave fue
regresando de la visita de Estado a la República de Filipinas. Poco antes de
que el avión presidencial despegara del aeropuerto de Manila se recibió la
gravísima e infausta noticia de la intentona de invasión en la Bahía de
Cochinos. López Mateos escaló técnicamente en las Islas Midway, desde donde se
comunicó con el presidente Kennedy para solicitarle una explicación más amplia
y para hacerle saber la más enérgica condena mexicana hacia un hecho que no
sólo agraviaba principios políticos sino que, además, habría de poner en riesgo
la paz mundial, como sucedió. Que habría de conjurar los sueños de
panamericanismo, como sucedió. Y que tendría secuelas transeculares, como sigue
sucediendo.
Aquí inserto algo de
Justo Sierra Casasús, hoy también ausente. Al igual que con Romero, tuve el
privilegio de ser su amigo más cercano en la última etapa de su vida. También
soy buen amigo de su hija y de su yerno. Sierra fue secretario privado de López
Mateos, no secretario particular. Fue lo que Salvador Olmos para Ruiz Cortines
o Justo Ceja para Salinas de Gortari. Hay presidentes que, en un mismo hombre,
reúnen la secretaría particular y la privada, pero otros las separan.
Sierra era diplomático
de carrera y el amigo más allegado a López Mateos. Casi toda su vida en el
servicio exterior la pasó en Washington. Alguna ocasión él fue quien me hizo
una pregunta terrible, anticipándome que yo era la primera persona y la única a
quien se la haría porque le gustaba lo que él creía mi aptitud para interpretar
la historia y la política, atributo inexistente. “¿Por qué López Mateos no me
designó canciller de México?”
Mi respuesta fue
directa y sincera. Le dije que López Mateos tenía seis mexicanos para ser
excelentes cancilleres, pero sólo uno para ser secretario privado. Para
Relaciones Exteriores podría contar con Antonio Carrillo Flores, Luis Padilla
Nervo, Jaime Torres Bodet, Vicente Sánchez Gavito, Manuel Tello, a quien
designó, y el propio Justo Sierra. Pero designar a éste implicaba alejarlo de
él y hasta de México. Perdería a su amigo, y eso era impensable en López
Mateos.
Su sentida respuesta
me agradó y me sigue agradando. Sentí que, en algo aunque mínimo, lo había
servido en la vida. Me dijo: “Gracias, Pepe. Me acaba de quitar, usted, un peso
que me oprimió durante 40 años”.
Pero lo importante
de traer a Sierra a estas páginas es compartir sus respuestas a mis preguntas
metiches. Para quienes no estén familiarizados con los rincones del palacio
presidencial les diré, brevemente, que el secretario privado, o en su caso el
particular, si funciona además como privado, es lo que yo llamo
“el-que-acuesta-y-levanta-al-Presidente”.
Es el primero que lo
saluda en el día y el último que lo despide en la noche. El que le pasa a las 5
o 6 de la mañana, según su costumbre, las noticias nocturnas y, aprovechando la
media hora en el vestidor, recibe las órdenes que aconsejó el insomnio que
sufren quienes viven sobrecargados de adrenalina, así como el que, en las
noches, lo acompaña por la vereda-jardín que va de la oficina a la residencia y
recibe las últimas órdenes presidenciales de la jornada.
Por eso le pregunté
a Justo Sierra de los días feos para el Presidente al que sirvió seis años. Me
contó dos muy interesantes. Uno de ellos fue en una mañana en la que rendiría
un funesto parte nocturno. Entró al vestidor más importante de la mansión o del
país y sacó al valet presidencial para evitar testigos. Con eso, López Mateos
adivinó que Sierra traía “una-muy-dura”. Sin rodeos ni saludos sugirió al
Presidente que tomara un poco de café. De inmediato le informó que, esa
madrugada, Rubén Jaramillo y su familia habían sido asesinados, dentro de su
jacal morelense, por un comando.
En una reacción muy
poco usual, el Presidente entró en furia, arrojó la taza contra la pared y
exclamó: “Es un pendejo violento que cree que la alta política se hace matando.
Ya me metió en una bronca histórica de la que no saldré ni en cien años”.
Yo nunca quise
preguntarle a Sierra a quién se refería López Mateos. Nunca quise saber quién
ordenó el asesinato del líder campesino opositor al gobierno. Nunca me ha
gustado depositar los secretos ajenos sino que prefiero adivinarlos o
imaginarlos sin comprobación. Pero entendí la impotencia presidencial frente a
lo que no tiene remedio. Porque los muertos ya no revivirían. Y López Mateos ya
no se libraría de una condena histórica injusta. Ambas injusticias ya no tenían
remedio.
La segunda nos habla
de dificultades pero de altezas. Se cuenta que, estando en una ronda de
pláticas durante la reunión de Estado con el presidente Kennedy éste le
preguntó a López Mateos en cuánto estimaría, pecuniariamente, una solución para
El Chamizal. A esto, López Mateos contestó de inmediato: “No lo sé porque no
soy corredor de inmuebles”. Justo Sierra hacía la traducción quien consultó,
para no instalarse ni instalarlos en un equívoco, si lo traducía en esos
términos. “En esos términos, señor embajador. No hay otros términos”, confirmó
el Presidente. Ante esto, Kennedy reculó de inmediato al advertir su equívoco.
Todo esto que he
narrado de Rodríguez Cano, Romero Pérez, Sierra Casasús, Gamboa Patrón y Sáenz
Ortiz encuadra en lo que yo he llamado “la complicación geométrica de la
bipersonalidad política”. Ésta se desenvuelve en, por lo menos, 18 planos
diferentes. Los primeros tres consisten en la percepción de lo que realmente
es, lo que uno cree que es y lo que uno desea que sea. Éstos se multiplican por
otros tres que son los planos de las percepciones del otro: lo que el otro sabe
que es, lo que el otro cree que es y lo que el otro desea que sea. Ya tenemos
nueve planos que se multiplican por otros tres que son los del pasado, del
presente y del futuro.
Ahora bien, cuando
encaja bien el binomio jefe-secretario la problemática geométrica se reduce por
lo menos a la mitad porque, al ser dos cerebros que piensan como uno solo, ya
no se trata de 18 planos sino, cuando mucho, de nueve planos.
Cuando los vemos
actuar con esa coordinación innata nos parecen aquellos futbolistas
privilegiados que, sin haberlo acordado ni practicado, pueden pasar el balón a
una zona que no tienen a la vista pero que saben que allí estará su compañero
receptor y éste sabe dónde habría de colocarse tan sólo con adivinar el
pensamiento de su colega pasador. Se trata de un mismo cerebro alojado en dos
cuerpos distintos, y eso no deja de maravillar al aficionado del futbol y al
espectador de la política. Se hablan sin palabras, se comunican sin papeles y
se entienden sin explicaciones.
*Abogado y
político.
Presidente de
la Academia Nacional, A.C.
W989298@prodigy.net.mx
Twitter: @jeromeroapis
(EXCELSIOR/
José Elías Romero Apis*/30/03/2014 05:04)
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