Prostitución,
alcoholismo, drogadicción y VIH son las causas principales por las cuales estos
travestis llegaron al refugio La Esperanza, en Tijuana, donde los evangélicos
“pastores” oran y los ...
Tijuana.- “No
vestirá la mujer traje de hombre, ni vestirá el hombre ropa de mujer; porque
abominación es a Jehová tu Dios cualquiera que esto hace” (Dt, 22:5). Roberto
duerme en posición fetal arropado por las sombras de la parte baja de una
litera y por una cobija vieja. Hasta hace unas horas, Roberto no era Roberto
sino Dayana y se prostituía en una calle de Tijuana para comprar la droga a la
que es adicto.
Es pasado el medio
día en la polvorienta colonia La Esperanza de Tijuana; Roberto se despierta nervioso
con la resaca del “cristal” que lo mantiene en un estado de falsa felicidad.
Haciendo un esfuerzo, el joven de 31 años se sienta en la orilla de la cama, y
lo que queda de la noche de Dayana se mira: una figura delgadísima con sus
senos postizos debajo de una playera, el cabello negro alborotado y sucio, los
labios aún colorados por el rojo carmesí del labial, el rimel negro corrido en
unos ojos hinchados a causa —seguramente— de los deseos de algún cliente
masoquista.
“Vine aquí porque
quiero dejar la droga”, dice la voz aguda de Dayana, como si ella habitara en
el cuerpo de Roberto, sin mencionar palabra alguna acerca de liberarse de la
necesidad de estar con hombres, ni de dejar de ser la mujer que no es.
Junto a nosotros,
mirando la escena pasivamente desde la esquina de la habitación que aloja a los
recién llegados y a los hermanos con problemas más graves de salud, se
encuentra José Mora, líder de este albergue número uno de la Iglesia Refugio la
Esperanza, una congregación cristiana evangélica que dice poder “liberar” a los
espíritus causantes de la homosexualidad.
—Así llegan todas,
vestidas, con sus chichis, drogadas, enfermas… —asegura Mora, quien hace
algunos años arribó a este lugar justo como Dayana.
—Roberto, ¿crees en
Dios? —le pregunto mientras se talla los ojos y haciendo un esfuerzo para no
quedarse nuevamente dormido.
—Pues… sí —responde
luego de una pausa dudosa y mirando de reojo al robusto líder, como si otra
respuesta fuera a dejarlo sin la que parece la única opción de rehabilitación
que no incluya actos de discriminación, vejación y violencia en esta ciudad, y,
tal vez, del país.
Roberto forma parte
de los más de 300 jóvenes vestidos de mujer que el gobierno de la ciudad
calcula que actualmente se prostituyen en los giros negros y en las calles de
la Zona Norte de esta ciudad fronteriza. Desafortunadamente, estos chicos, al
caer en una adicción o cuando necesitan un tratamiento clínico o psicológico
por las secuelas que les ha dejado ejercer la prostitución, buscan alejarse de
las opciones oficiales por miedo a ser “fichados”.
No obstante, como me
dijera Alberto Hernández, investigador del Colegio de la Frontera Norte, la
Iglesia Refugio la Esperanza —tal como muchos grupos religiosos en esta ciudad
han hecho desde la década de los setenta con el tratamiento de la drogadicción—
parece estar más interesada en salvar las almas de los transexuales que en
lograr una rehabilitación a partir de enfoques terapéuticos formales que
permitan reinsertarlos a eso a lo que ellos temen y llaman “el mundo exterior”.
***
“No entrará a la
congregación el que tenga magullados los testículos, o amputado su miembro
viril” (Dt, 23:1). De Cristina solo quedan un par de senos postizos en el
cuerpo de Rodolfo. Junto a este hombre de 35 años que permanece en silencio
sobre un sofá del vestíbulo de esta casa, ubicada en un polvoriento rincón
alejado del centro neurálgico de la vida nocturna de Tijuana, descansa una
fotografía de gran formato tomada en 1989 que muestra la metamorfosis que
experimentó.
Luego de abandonar
México en 1988, y con solo 18 años, Cristina llegó a la ciudad de San
Francisco, California, con la intención de comerse al mundo con una arma que
moldeó con hormonas y otros tratamientos desde que tenía 12 años y creía
poderosa: una llamativa figura de mujer.
Por aquellos días,
una amiga que había conocido recientemente le preguntó si sabía bailar. Rodolfo
le respondió que sí. Entonces, la chica lo invitó a formar parte de un
espectáculo travesti. A partir de ese momento, Cristina se dedicó a trabajar y
gozar de las ventajas de ser parte de la vida nocturna de esa ciudad
estadunidense famosa por su vida liberal.
El alcohol, las
drogas y el sexo que se practicaba sin control y muchas veces sin protección
alguna, se mezclaron en tiempos en los que nuevas enfermedades se esparcían sin
piedad, sobre todo entre la comunidad lésbico, gay, bisexual, transexual,
travesti, transgénero e intersexual (LGBTTTI) del mundo.
Luego de
recomponerse de un ataque de tos causado por la neumonía que ahora padece,
Rodolfo cuenta en la sala del albergue que por aquellos años viajó también como
Cristina a San Diego con la intención de probar suerte en esa ciudad. Sin
embargo, en 1990 la policía lo detuvo en una redada en un club donde trabajaba.
Una vez en los
separos le realizaron una prueba de sangre. “Tu prueba de VIH salió positiva
—le dijo la persona que le entregó los resultados—. No puedes seguir
prostituyéndote”. Unos días más tarde, la madre de Rodolfo, quien conocía de su
preferencia sexual y su oficio, fue por él a San Diego para traérselo a
Tijuana. No obstante, un tiempo después, y a pesar de conocer su estado de
salud, Rodolfo decidió regresar a trabajar a las calles vestido como Cristina
junto a otros jóvenes.
Uno de aquellos
chicos que abarrotaban la famosa calle Primera era Gustavo Silva. Este tapatío
de 41 años, piel blanca, cabello castaño y de actual figura varonil, desde hace
unos momentos sigue con atención la historia de Rodolfo desde otro sofá
abrazando una Biblia.
“Tengo nueve años
que no me acuesto con ningún hombre ni me drogo, gracias a Dios. Yo era ésta”,
dice mientras saca de uno de los forros de la Biblia una fotografía donde se ve
a una atractiva rubia con el típico look de los noventas en una calle de San
Diego.
En 2004, Gustavo
Silva llegó a uno de los servicios dominicales de esta congregación invitado
por un ex compañero de nombre Rogelio, éste hombre es uno de los casos más
extremos que por aquí han pasado. Antes de convertirse al cristianismo
evangélico y retomar su vida como hombre, Rogelio se llamó Mónica. Este chico,
cuentan, estaba orgulloso de sus grandes senos y de sus llamativas caderas;
pero de lo que más presumía era de no tener pene, el paso más extremo y que
hace que se discriminen, incluso, entre transexuales.
Pero, tal como
Rogelio, Rodolfo y Roberto, a su llegada a este albergue, Gustavo buscaba una
salida a las adicciones que lo consumían y que lo llevaban cada fin de jornada
a consumir cocaína, “cristal” y hasta heroína en la calle Coahuila, pero él no
se planteaba abandonar su vida como transexual. “Yo dije, nomás me alivio y me
voy de aquí”, cuenta con un inusual entusiasmo al compartir su testimonio.
Pero, como afirma
Alberto Hernández, un experimentado investigador sobre religiones del Colegio
de la Frontera Norte: “Muchas de estas personas que están en su terapia no
necesariamente llegan a convencerse porque ellos se sienten con un cuerpo que
adquirieron que era de mujer. Entonces es una lucha en la que constantemente
están y que es muy fuerte”.
“Yo dije: Jehová,
ten misericordia de mí. Sana mi alma, porque contra ti he pecado”. (Sal. 41:4).
Osiel Noé Amado levanta las manos, cierra los ojos y canta con fuerza sin dejar
de vigilar a su hijo que corre entre los asientos del templo: “¡No hay Dios tan
grande como tú. No lo hay, no lo hay…!”. Es el medio día de un domingo ventoso
—y por ende polvoso— en la delegación Sánchez Taboada; el servicio de la
Iglesia Refugio La Esperanza tiene ya unos minutos de que comenzó.
Por unas horas este
espacioso lugar, rentado por esta comunidad cristiana evangélica en la calle
Cruz del Sur, se convierte en una inusual y emotiva congregación de enfermos
diversos. Jóvenes y familias enteras oran con intensidad junto a mujeres del
albergue número dos que tienen problemas mentales o que viven en situación de
abandono; al lado hay hombres que se retuercen, lloran e imploran perdón,
habitantes del albergue número tres de enfermos psiquiátricos y adictos; y aún
junto a ellos están los hermanos del albergue número uno para homosexuales, del
que Rogelio, Gustavo, Rodolfo y Osiel Noé forman parte.
Luego de los
intensos cantos y las escandalosas súplicas, Noé se sienta junto a su pequeño
para escuchar los avisos de la comunidad y testimonios de algunos de sus
hermanos que muchas veces resultan desgarradores. No obstante, las historias
que hoy se cuentan aquí en poco se comparan a la inverosímil vida de este
hombre moreno de baja estatura que dejó una vida de prostitución y vicios para
casarse con una mujer, procrear una niña y un niño y, aún más, convertirse en
pastor evangélico.
Osiel Noé nació hace
35 años en una familia de Tijuana con muchos problemas económicos. Cuando
apenas era niño un vecino lo invitaba casi todos los días a pasar a su casa.
Ahí se acercaba a él y entre juego y juego le tocaba diferentes partes de su
cuerpo. Aquellos encuentros se repetían constantemente motivados por los
objetos y la comida que esa persona le regalaba.
Un día —me contó
Osiel después del servicio visiblemente apenado y alejado de su hijo de cinco
años— su madre se vio muy apretada de dinero al punto de no tener con qué
darles de comer a él y a sus hermanos. Entonces, llamó al pequeño y le pidió
que fuera con el vecino.
A partir de ese
momento, cuenta, sintió que no había problema alguno por intercambiar favores
sexuales a cambio de dinero, creyendo incluso que su madre lo apoyaba. Más
tarde, el chico comenzó a tener experiencias con otros hombres, a vestirse de
mujer y a ganarse la vida a través del trabajo sexual. Así, por años, igual que
la mayoría de los 16 internos que fluctúan en el albergue, vivió entre Estados
Unidos y México hasta que cayó en el alcoholismo y la drogadicción.
Hace 13 años, Osiel
fue invitado a lo que en esta congregación llaman terapia de liberación, una
serie de pasos para que los homosexuales logren ser lo que hasta ahora no han
sido. Una vez desintoxicado de las drogas que consumía, lo invitaron a que se
cortara el cabello, que se vistiera con camisa, pantalón y zapatos, y que se
deshiciera de los implantes de seno que tenía. “Mire —me dice levantándose la
camisa—, solo me quedan las cicatrices”. Además, como parte de su
“tratamiento”, lo invitaron a creer en Jesucristo.
***
“La homosexualidad
es producto de engaños del diablo, y sus deseos insanos son producto de
espíritus malignos”, ha dicho en varias ocasiones la pastora Leticia Rosas, una
mujer que hace 18 años decidió ayudar a través de las enseñanzas bíblicas a
quienes necesitaban ayuda.
Para esta mujer de
47 años, originaria de Nayarit, quien a través de donaciones y de la venta de
verdura y fruta ha logrado establecer cuatro albergues de la Iglesia La
Esperanza en Tijuana, la adicción a las drogas así como la homosexualidad, son
originadas en la infancia por abusos. Esas memorias dolorosas, dice, atraen a
los espíritus que se instalan en las víctimas.
Aunque nunca fue
homosexual, Leticia puede decir que fue una víctima sexual. Cuando tenía cinco
años de edad, un tío político abusó de ella, algo que nunca confesó a su madre
sino hasta muchos años después. Esta mujer de mirada serena y cabello negro,
vivió en una escuela de monjas hasta los 14 años; sin embargo, al regresar a
casa escapó con un hombre que la dejó embarazada de una niña por lo que más
tarde decidió irse a vivir a Los Ángeles donde conoció a un ex adicto a la
heroína, quien la acercaría al Cristianismo.
Ya como pastora,
hace más de una década, se instaló en Tijuana para comenzar su ministerio. Uno
de los sitios donde trabajó más intensamente fue en la sección femenil de la
Penitenciaría del Estado de Baja California. Ahí, mientras predicaba, observó
que una de las internas escuchaba atentamente sus palabras sin acercarse. Sin
embargo, la pastora se dio cuenta de que no era ella sino él; aquel joven se
llamaba Armando. La pastora Lety logró predicarle la palabra de Jesucristo y,
un par de años después, al salir de la cárcel, el joven se fue a vivir con
ella, iniciando así este albergue para homosexuales.
Lo que vio la
pastora Lety fue un capital grande en una ciudad donde no hace mucho, en 2006,
30 transexuales tuvieron que huir debido a la persecución por parte de la
policía, y en un país que actualmente cuenta con el nada honroso segundo lugar
en crímenes de odio por homofobia a nivel mundial (solo detrás de Brasil) con
798 muertes, según el Instituto Oikos Centro Integral.
En el futuro,
posiblemente Dayana no se vaya tan fácil del cuerpo de Roberto. Tal vez, tengan
que pasar años para que Gustavo pueda encontrar a la mujer que lo excite. Quizá
Osiel Noé tenga que aguardar algunos años más para hablarle a su hijo y su hija
de su pasado. Y, probablemente, Rodolfo no alcanzará a ver su sueño cumplido de
tener un negocio en el “mundo exterior” a causa del VIH que lo consume.
No obstante, a pesar
de la triste e insegura colonia donde se encuentra este inmueble, con sus casas
de tabicón y lámina, quienes se dicen ex homosexuales respiran al interior del
albergue un aire de confort y paz.
(MILENIO/ Julio
I. Godínez Hernández/ Dominical 30/03/2014 07:54 AM)
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