En
la larga mesa los platos de callos de hacha, los camarones para pelar,
el coctel de camarón y pulpo. Más allá las tostadas. Un plato grande que
se repartió en cinco de mediano tamaño con ceviche y otros cinco con
aguachile. Salsas marisqueras, guacamaya, y más bolsas de tostadas y
galletas saladas.
Los comensales crecían los brazos para alcanzar unos y otros platillos. Los meseros estaban cerca, detrás, a los lados, enfrente. Parecían guardias presidenciales: a la caza, cerquita, para reaccionar rápidamente ante cualquier señal. Eran clientes conocidos y valiosos. Cumpleaños de uno de ellos.
Los teléfonos celulares sonaban. Vibraban sobre la mesa y parecían caminar entre tanto temblor. Unos apenas levantaban la vista. Chat, feis, guasap, fotos y más fotos. Reían solos y extendían la mano para alcanzar algún camarón con el tenedor, sin despegar los ojos de las pantallas toch, imantados frente a los teclados.
El lugar estaba lleno. Palapa gigante y muchas mesas y clientes, pero la mesa de ellos protagonizaba el ritmo de aquella tarde de fiesta, cerveza y güisqui. Quizá por eso, por las bebidas y la comida, los teléfonos y esa mensajera, la música como lejana frente a la turba culinaria, que nadie se dio cuenta de la camioneta que se quedó en doble fila, en la calle. La acera tuvo dos pasos bien plantados. No vieron el vehículo ni le dieron importancia al hombre ese ni al artefacto negro que ya traía listo, no más para apuntar.
Lo subió a la altura del abdomen y jaló. El tableteo lo movía robotizado, pero se mantuvo firme. Los de adentro cerraron ojos, levantaron manos y brazos. Se agacharon, tiraron, corrieron. Buscaron refugio bajo las flacas mesas de plástico, entre las ligeras sillas. Aventaron todo: tenedores, salsas, botellas. Voltearon el plato con ceviche, volcó el del aguachile.
Las cervezas se recostaron. Los meseros cayeron, buscaron guarida sin mucho éxito. Los otros clientes corrían, lloraban un llanto sin lágrimas. Vieron de frente el flamazo, escucharon el traca traca que los puso en los linderos funestos, oyeron el swing de los proyectiles.
El de afuera aguantó el temblor de cinco punto seis en la escala de Richter por ese tableteo del cuerno de chivo. Como arremedando un abanico, barrió todo de lado a lado con sus sonidos y proyectiles. Con ese viento de infierno: caliente, desgarrador, cortante. Vámonos, vámonos. Gritaron los de la camioneta.
Adentro cinco o seis heridos. Ninguno de gravedad. Batidos entre prendas de blanco impoluto y sangre invasiva. Los gritos de ay me dieron. Cerveza con sanguaza y güisqui con pedazos de vidrio. Los teléfonos, los teléfonos, se oyó más allá. Pedían los meseros que cada quien se llamara a su número para localizarlo y entregarlo.
Javier Valdez/ marzo 23, 2014
Los comensales crecían los brazos para alcanzar unos y otros platillos. Los meseros estaban cerca, detrás, a los lados, enfrente. Parecían guardias presidenciales: a la caza, cerquita, para reaccionar rápidamente ante cualquier señal. Eran clientes conocidos y valiosos. Cumpleaños de uno de ellos.
Los teléfonos celulares sonaban. Vibraban sobre la mesa y parecían caminar entre tanto temblor. Unos apenas levantaban la vista. Chat, feis, guasap, fotos y más fotos. Reían solos y extendían la mano para alcanzar algún camarón con el tenedor, sin despegar los ojos de las pantallas toch, imantados frente a los teclados.
El lugar estaba lleno. Palapa gigante y muchas mesas y clientes, pero la mesa de ellos protagonizaba el ritmo de aquella tarde de fiesta, cerveza y güisqui. Quizá por eso, por las bebidas y la comida, los teléfonos y esa mensajera, la música como lejana frente a la turba culinaria, que nadie se dio cuenta de la camioneta que se quedó en doble fila, en la calle. La acera tuvo dos pasos bien plantados. No vieron el vehículo ni le dieron importancia al hombre ese ni al artefacto negro que ya traía listo, no más para apuntar.
Lo subió a la altura del abdomen y jaló. El tableteo lo movía robotizado, pero se mantuvo firme. Los de adentro cerraron ojos, levantaron manos y brazos. Se agacharon, tiraron, corrieron. Buscaron refugio bajo las flacas mesas de plástico, entre las ligeras sillas. Aventaron todo: tenedores, salsas, botellas. Voltearon el plato con ceviche, volcó el del aguachile.
Las cervezas se recostaron. Los meseros cayeron, buscaron guarida sin mucho éxito. Los otros clientes corrían, lloraban un llanto sin lágrimas. Vieron de frente el flamazo, escucharon el traca traca que los puso en los linderos funestos, oyeron el swing de los proyectiles.
El de afuera aguantó el temblor de cinco punto seis en la escala de Richter por ese tableteo del cuerno de chivo. Como arremedando un abanico, barrió todo de lado a lado con sus sonidos y proyectiles. Con ese viento de infierno: caliente, desgarrador, cortante. Vámonos, vámonos. Gritaron los de la camioneta.
Adentro cinco o seis heridos. Ninguno de gravedad. Batidos entre prendas de blanco impoluto y sangre invasiva. Los gritos de ay me dieron. Cerveza con sanguaza y güisqui con pedazos de vidrio. Los teléfonos, los teléfonos, se oyó más allá. Pedían los meseros que cada quien se llamara a su número para localizarlo y entregarlo.
Javier Valdez/ marzo 23, 2014
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