MÉXICO,
D.F. (Proceso).- El general Fernando Matthei, excomandante en jefe de
la Fuerza Aérea de Chile, habrá de despertarse temprano por la mañana,
como lo acostumbran los militares, este domingo 17 de noviembre. Al
despertar, tratará, creo yo, de no admitir que enfrenta un día lleno de
fantasmas. Supongo, sin embargo, que ese hombre que integró durante 13
años la Junta que mal-gobernó su patria va a sacudirse cualquier
recuerdo ingrato o resquemor incesante para poder sobrellevar lo que ha
de ser, sin duda, una jornada excepcional en su larga vida, puesto que
tiene ese día la oportunidad única de votar por su propia hija Evelyn,
que se presenta como candidata a la presidencia de la República en
nombre de la alianza derechista que actualmente ostenta el poder en
Chile.
Falta que le hace a Evelyn Matthei el voto de su padre. No
sólo parece asegurada su contundente derrota a manos de Michelle
Bachelet, representante de la Nueva Mayoría (las encuestas indican más
de 25 puntos de ventaja para la socialista Bachelet, quien ya fue
presidenta entre 2006 y 2010). Es posible incluso que la agresiva y
ofuscada Matthei no alcance siquiera el segundo lugar en el escrutinio,
un resultado desdoroso que puede suscitar una crisis letal en la derecha
chilena que logró, cuatro años atrás, elegir en segunda vuelta a
Sebastián Piñera como jefe de Estado.
Me pregunto qué va a sentir
el general Matthei cuando vea en la papeleta electoral el apellido
Bachelet junto al suyo. ¿Recordará en ese momento que hay un chileno, un
íntimo amigo suyo, camarada de toda la vida, un general de Aviación que
no podrá emitir su voto en estas elecciones? ¿Pensará Fernando Matthei
en Alberto Bachelet, padre de Michelle, que no tendrá jamás la
posibilidad de votar por su hija para la presidencia, puesto que en
marzo de 1974 el general Bachelet murió de un paro cardiaco inducido por
las torturas a las que fue sometido durante seis meses por sus propios
colegas militares?
Únicamente por haber sido colaborador del presidente Salvador Allende y mantenerse leal a su causa y su palabra.
Fernando
Matthei era agregado aéreo en Londres para el golpe del 11 de
septiembre de 1973, y nada pudo hacer, por lo tanto, para ayudar a su
compadre del alma, el devoto con que intercambiaba discos y con el que
conversaba largamente de política y literatura. Su inacción, sin
embargo, ya no podía justificarse cuando volvió a Santiago a finales de
enero de 1974, en vista de que fue nombrado director de la Academia de
Guerra de la Aviación, el lugar donde precisamente estaba detenido y
fallecería dos meses más tarde el hombre al que Evelyn conocía como el
“tío Beto”. Aunque en varios procesos posteriores la justicia chilena
determinó que al entonces coronel Matthei no le cabía culpa penal en la
muerte del general Alberto Bachelet –debido a que los subterráneos donde
apremiaban a su compañero de armas estaban fuera de límites para todo
personal que no perteneciera a la fiscalía militar–, otra cosa es la
responsabilidad moral. La que, según el mismo Fernando Matthei, todavía
le pesa y avergüenza, como confiesa en un libro que escribió en 2003:
“Primó la prudencia”, dice, “por sobre el coraje”.
Ni el más
delirante novelista –y me cuento con orgullo como uno de ellos– podría
haber imaginado una historia más inusitada, de dos amigos con destinos
tan contrarios: uno que muere por haber tenido el coraje, pero tal vez
no la prudencia, de aceptar, con rango ministerial, el puesto de jefe de
Abastecimiento y Distribución en el gobierno de Salvador Allende; y el
otro que vive con excesiva prudencia y sin coraje, para convertirse por
dos años en el ministro de Salud de Pinochet y, enseguida, en integrante
de la Junta; la hija de Alberto que llegaría a ser ministra de Salud y
después de Defensa en el gobierno de centro-izquierda de Ricardo Lagos, y
la hija de Fernando que fue senadora y luego ministra del Trabajo en el
gobierno conservador de Sebastián Piñera; la socialista que fue
presidenta de Chile y la derechista que aspira a serlo.
Aunque a
estas alturas a lo que de veras aspira es a obtener una votación que le
permita ocupar por lo menos un honroso segundo lugar en las preferencias
populares.
Y es aquí donde la historia de Chile nos ofrece un
espectáculo aún más sorprendente, puesto que el general Matthei, al
revisar la papeleta con los aspirantes a la presidencia, reconocerá, sin
lugar a dudas, el apellido de otro candidato cuyo padre tampoco podrá
votar en estas elecciones porque fue ultimado por la dictadura.
Se
trata de Marco Enríquez, hijo de Miguel Enríquez, líder del MIR
(Movimiento de Izquierda Revolucionaria), que cayó abatido por la
policía secreta en una calle de Santiago el 5 de octubre de 1974,
dejando tras sí a un hijo de un año y medio de edad, que ahora, casi 40
años más tarde, le está pisando los talones a Evelyn Matthei. Si Marco
puede, en efecto, repetir el 20% de los votos que consiguió con su
candidatura a la Presidencia en las elecciones de 2009, logrará
desplazar a la hija del general Matthei, para enfrentar a Michelle
Bachelet en una posible segunda vuelta, permitiendo que el pueblo de
Chile elija entre dos candidatos progresistas y dos visiones del futuro.
Es un resultado improbable, pero dejemos que la imaginación corra con
colores propios, como hubiera dicho el mismo Miguel Enríquez.
De
todos los protagonistas de esta historia, ha sido Miguel a quien más
conocí. Mi mujer Angélica y yo fuimos amigos suyos, hasta el punto de
que, pese a que no estábamos de acuerdo con la vía armada que proponía
el MIR, arriesgamos todo para dar amparo en nuestra pequeña casa a él y a
otros dirigentes de su partido en 1970, cuando entraron a la
clandestinidad durante el gobierno de Frei padre para provocar en Chile
una rebelión al estilo de Cuba, una tesis que nunca dejaron de esgrimir,
aun durante los tres años del gobierno allendista de la Unidad Popular.
¿Qué
diría Miguel si viera hoy a su hijo deslumbrado por la necesidad de
transformar y modernizar a Chile a través de medios pacíficos, si
contemplara a su hijo desechando la violencia en que creía con fervor?
Muchos
otros revolucionarios latinoamericanos sobrevivieron a la represión de
las dictaduras y llegaron a entender que la democracia, lejos de ser la
camisa de fuerza de los pueblos, es la condición esencial de todo cambio
profundo, toda justicia duradera. Creo que esa hubiera sido también la
evolución de Miguel, quien fue tan imprudente en sus ideas y acciones, y
a la vez tan pleno de coraje en su vida, tan animado por una sed de
liberación humana, que todavía me emociona.
Me hubiera gustado
tener esa discusión con Miguel. Me hubiera gustado preguntarle si se
arrepentía de los errores que cometió durante los años en que Allende
fue presidente, cuando el MIR y elementos extremos y díscolos dentro de
la Unidad Popular desestabilizaron al gobierno popular con sus tomas
irresponsables de fábricas y terrenos y predios agrícolas, y aceleraron
el golpe con su retórica de una revolución armada inminente que nunca se
materializó.
Es una conversación que nunca tendremos.
El
régimen al que sirvió con tanta fidelidad Fernando Matthei ejecutó a
Miguel Enríquez a sangre fría, como lo hizo con miles de compatriotas.
Si
por lo tanto hay una insinuación de justicia divina en la derrota que
Evelyn va a sufrir incontestablemente a manos de Michelle –un hecho
maravillosamente simbólico que la hija de Alberto triunfe sobre la hija
del hombre que abandonó a su padre–, ¿no sería más que divino y justo
que el hijo del guerrillero e insurrecto Miguel Enríquez dejara fuera de
juego a la candidata del pinochetismo? Que el hijo de una de las
víctimas le ganara a la hija de uno de los cómplices de esa política de
exterminio sería una muestra definitiva de que Chile ha dado para
siempre la espalda al legado de Pinochet.
Pero queda en este
cuento inverosímil de fantasmas y padres y vástagos todavía una vuelta
más de la tuerca histórica. Puesto que fue el mismo aborrecible general
Matthei el que facilitó que hubiera hoy en Chile elecciones libres; que
su hija y la hija de su compañero Alberto y el hijo de su enemigo Miguel
pudieran disputar la presidencia; y que fuera el pueblo de Chile, y no
sus fuerzas armadas, el que decidiera el porvenir.
Fue para el plebiscito de 1988.
Cuando
Pinochet quiso desconocer su derrota en las urnas y echar a andar un
autogolpe que lo mantuviera indefinidamente en el poder, fue el general
Matthei el que impidió tal maniobra, reconociendo públicamente la
victoria del “No”, abriendo paso al retorno de la democracia.
Yo
quisiera creer que Fernando Matthei, esa noche del 5 de octubre de 1988,
estaba pagando una deuda con su viejo amigo Alberto, mostrando ante
Pinochet la valentía que no mostró 14 años antes, cuando ni siquiera fue
a visitar ni menos a consolar a un camarada al que estaban torturando a
escasos metros de su propia oficina en la Academia de Guerra.
Es
una deuda, sin embargo, que no está enteramente saldada. Le queda al
general Matthei, a los 88 años de edad, todavía otro gesto de redención
con que pudiera señalar silenciosamente su verdadero arrepentimiento,
conseguir que los fantasmas finalmente lo dejen en paz.
Sería un gesto simple, aunque arriesgado.
Sólo
bastaría que el general Fernando Matthei, cuando entre al recinto
electoral este próximo 17 de noviembre y recorra la lista de los
candidatos a la presidencia de la República, decidiera en forma clara,
tajante, deliberada, hacer una pequeña marca al lado del nombre de
Michelle Bachelet; bastaría que él vote por ella, puesto que es
desafortunadamente imposible que lo haga el papá…
*Ariel Dorfman es escritor chileno. Su último libro es Entre sueños y traidores: un striptease del exilio.
/17 de noviembre de 2013)
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